
Verbo del día: aspar. No en el sentido de hacer madeja el hilo en el aspa, sino como preciosista sinónimo del agrio crucificar. Como en:
"Que me aspen si alguna vez en mi vida he visto una cosa tan bonita. ¡Que me aspen! ¡Pardiez! ¡Que me aspen!".

"Que me aspen si alguna vez en mi vida he visto una cosa tan bonita. ¡Que me aspen! ¡Pardiez! ¡Que me aspen!".
Había quedado a comer con Eva y he gastado la espera apoyado en el cristal de una peluquería dándole vueltas a un documental de Madonna en el que ésta confiesa que lleva poco tiempo pensando y que no se acuerda de qué es lo que hacía antes de empezar a pensar. Mientras me preguntaba si pienso o si tan sólo creo que pienso, o si mientras decido si pienso o no pienso en realidad no pienso, una mujer muy mayor y arrugada que llevaba un bolso enorme ha entrado en la mercería de enfrente, y a través del cristal he podido observar cómo sacaba del bolso una pistola y apuntaba con ella a la dependienta. Esta ha abierto la caja y le ha dado dinero, y la mujer ha devuelto la pistola al bolso y se ha metido los billetes en un bolsillo. Al salir de la merceria me ha mirado de forma acusadora y he comenzado a pensar en qué haría Madonna en aquella situación. No he sabido cómo vestir a Madonna en mi imaginación, si de roller-girl, de cowboy o de dominatrix, pero no me ha costado nada deducir que habría hecho algo sonado: abalanzarse sobre la ladrona con un movimiento de jiu-jitsu para luego soltar un discurso sobre la falta de espiritualidad de la sociedad occidental, o algo. Pero yo, que no soy Madonna, he bajado la mirada y he disimulado, silbando, como Dick Tracy. Cuando ha llegado Eva se estaba cagando en el viento que hacía, "me cago en el puto viento de los cojones" ha dicho, literal. Ella detesta el viento, yo también, prefiero la lluvia, y por eso le he dicho "ya te digo, prefiero la lluvia", y luego le he contado que acababa de ver a una señora de doscientos años atracando la mercería de enfrente, y que no he hecho nada porque no soy Madonna. Ella ha mirado hacia la mercería y ha visto a la dependienta salir a la puerta y encenderse tranquilamente un cigarro, y luego devolver con un ademán simpático y una sonrisa el saludo a una clienta. Eva me ha preguntado entonces si se me ocurría alguna otra gilipollez o si ya nos podíamos ir a comer. Y hemos ido otra vez a ese restaurante italiano que tanto nos gusta, a Eva por su lasaña de espinacas, y a mí porque cuando pido queso rallado me traen un trozo de parmesano y un rallador.
Ayer oí a alguien hablar de Deleuze, y pensé en Proust, y...
Sebas me dijo: "B, tío, no me lo puedo creer, eres un puto follamadres. No me voy dando un portazo porque aquí no hay ninguna puerta. Venga, tira, vamos a drogarnos". Sebas todo lo arregla drogándose. Dice que no le gustan las cosas inesperadas, y que incluso las felicidades las prefiere con fechas de inicio y caducidad. Eres un follamadres, eso me dijo, con todas las letras. Les resumo la historia, desde el principio:
"El trabajo en cuestión consistía en la animación social de divorcios e inauguraciones fallidas, y allí que me encontraba, frente al entrevistador, un tipo calvo con una corbata torpemente anudada de quien me separaba una mesa de tamaño ciclopeo sobre la que se podía ver una foto suya, ataviado como un pescador y sujetando sonriente un pez de tamaño considerable. Tras decirle mi nombre y edad quiso que hablásemos de mis experiencias laborales, y más tarde comenzó a preguntarme por la naturaleza de mis fobias, y aunque pensé que aquello poco podía tener que ver con el trabajo en cuestión, le respondí con toda la sinceridad que llevaba encima. La conversación se iba desarrollando en un tono razonablemente amigable cuando comencé a caer en el hecho de que aquel hombre sudaba demasiado, y resoplaba, y su piel se iba tornando, cómo decirlo, verde. Y yo, tan concentrado como estaba, pensé que aquello era quizás una prueba más, quién sabe si para chequear mi capacidad de respuesta en entornos esquizofrénicos o algo, que ya se sabe que hoy en día las entrevistas de trabajo son cada vez más raras. O eso he leído en el periódico, que yo en realidad he hecho pocas. Así que seguí soltando mi rollo, y cuanto más hablaba más verde se iba poniendo aquel fulano, y al final, no te lo vas a creer, llegó un momento en que de su boca y orejas comenzaron a surgir unas plantas de aspecto muy saludable, que me recordaban vagamente a enredaderas y de cuyos tallos brotaban unos frutos pequeños de aspecto similar al de los tomates cherry, pero de color azul cielo. Ahí comencé a pensar en Humphrey Bogart, como hago siempre en estos casos, y fui capaz de mantener la calma y de seguir hablando como si nada. Así que al final me han dado el trabajo y empiezo el miércoles".
Ayer me presentaron a un tipo, y a la vez que me decían que su nombre era fulano me comunicaban tambien que un par de días antes se le había muerto mengano. Dejando al margen el innato talento para la inconveniencia del zutano que me lo presentó, el caso es que me encontré saludando a fulano, sí, pero siendo incapaz de decir lo que se supone que en esas circunstancias se debe decir. Y no me refiero a una incapacidad de índole moral, sino de índole física: no podía decirlo, y no podía porque era mentira, no lo sentía en absoluto, me daba igual, yo a ese fulano no lo conozco de nada, no sé por qué iba a sentirlo. Y es que resulta que hay una serie de expresiones que no soy capaz de vocalizar si no me salen de muy dentro (iba a decir "del alma" pero es que no creo en eso), ni siquiera por socializar: una es "lo siento", otra "te quiero". Y, bueno, luego hay otra, "un white label con coca cola, por favor" que tampoco soy capaz de redondear a determinadas horas, pero creo que eso tiene más que ver con no sé qué historias de torrentes sanguineos contaminados y neuronas perezosas.
Pocas combinaciones recuerdo que inviten tanto al aturdimiento y la plejia mental como la de un jueves de resaca + una ex-novia llorona. Y como me conozco, y sé que bajo tales circunstancias acabo rematando textos de los que no tardo en arrepentirme, me limitaré en esta ocasión a dejarles una recomendación, un blog que visito a diario y de cuya existencia fui advertido por otro que lamento no recordar ahora, y que son de esos que le empujan a uno a desear imprimirse todas y cada una de sus palabras y a encuadernar el resultado en formato rústico. Este blog lleva por nombre Historias de la Ciencia y se dedica a hacer un repaso de curiosas historias de, eso, el mundo de la ciencia, prestando especial atención a su inevitable interacción con otros campos como el de la religión o la política. Lo que distingue sin embargo a este blog, y lo que le distancia de otros también magníficos que se mueven en su mismo espectro, es la cercanía de su lenguaje, un lenguaje casi Zweig. Pero no sólo eso: también la clase de su autor. Sí, clase, eso que afortunadamente no se puede comprar ni fingir: o se tiene o no se tiene. Echenle un vistazo, y ya me dirán. Como aperitivo les dejo estos párrafos de una de sus últimas entradas, que lleva por título "¿Dos científicos o dos locos?":"Un día, allá por el año 1890, en la Academia de Ciencias de París, un famoso médico daba una conferencia llena de palabras griegas y vocablos latinos sobre las causas de la fiebre puerperal. De golpe, la conferencia fue interrumpida por una voz que bramó desde el fondo de la sala:
- ¡Lo que mata a las mujeres de fiebre puerperal no es nada de eso: sois vosotros, los médicos, que lleváis los microbios mortíferos de las mujeres enfermas a las sanas!
El ponente respondió:
- Es posible que tenga usted razón, pero me temo que no encuentre nunca ese microbio.
Intentó reanudar su ponencia, pero aquel hombre de cerca de 70 años ya caminaba cojeando de su pierna izquierda ligeramente paralizada hacia donde estaba el ponente. Agarró un trozo de tiza y gritó al enojado ponente y a la escandalizada Academia:
- ¿Dice usted que no encontraré el microbio? ¡Bien, hombre! ¡Pues lo he encontrado, y es una cosa así!
Y garrapateó una cadena de circulitos. La reunión se interrumpió.
Si os dijera esto sin deciros nada más podríais pensar que ese anciano hombre era un loco, pero si os digo que era Louis Pasteur, ¿a que os estáis planteando cambiar de opinión?. Y es que Pasteur con 70 años era tan impulsivo, impetuoso y entusiasta como cuando tenía 25. Pero esta historia empieza unos 50 años antes...".
Apetece, ¿verdad?

La nata comenzaba a derramárseme por la comisura de los labios y mi garganta seguía engullendo a pleno rendimiento mientras aquel trozo de hojaldre instalado en lo más alto de mi paladar comenzaba a colocarme en una difícil tesitura y amenazaba con dar al traste con mis opciones de victoria. Era catorce de febrero, y como cada catorce de febrero se celebraba el campeonato oficial de comedores de bocaditos de nata para el que, de nuevo, mis amigos consideraban que yo era el mejor preparado. Mira que les había dicho que las pasadas navidades me habían dejado en baja forma, que había comido demasiado, que había bebido mal, pero al oír aquello se habían reído como si les bromease y no me habían hecho ni caso. La culpa la tengo yo, que no se decir que no. Ahora aquel maldito trozo de hojadre estaba a punto de hacerme perder el título, porque yo miraba a mi derecha y veía que el alemán ya me sacaba nada menos que dos bocaditos de nata de ventaja. Y ahí ya no pude contenerme: saqué mis superpoderes y, fiuuu, fiuuu, fiuuu, y ya estaba un bocadito de nata por delante del alemán, en la mejor situación para revalidar mi título. Y se que debería sentirme culpable por lo que había hecho, que aquello era una injusticia, y que los superpoderes no me habían sido concedidos para algo así, seguro, pero, demonios, ¿cómo podía resignarme a perder un título tan importante?
"B, eres un misógino asqueroso". Eso me ha soltado Martina mientras sujeta un folio impreso con la foto de la entrada del pasado sábado, como imitando a esas fiscales estupendas que salen en los seriales televisivos cuando le plantan al acusado en los morros la prueba definitiva y se limitan a esperar que éste se derrumbe y confiese. Pero yo le digo que no, que todo lo contrario, que no soy misógino sino filógino, o como se diga, y que esa foto es la prueba definitiva: ¿acaso no es una bella estampa la de ese anónimo ayudando de forma desinteresada a Nadine a sujetar el peso de su merecida fama?. Martina me responde que a ella no le venga con historietas, y que vaya preparándome para el purgatorio, donde vagaré en pelotas a quince grados bajo cero mientras los fantasmas de las mujeres a las que he faltado me escupen día tras día, por toda la eternidad. Yo le digo que así planteado no suena mal, que si tengo que firmar algo. Y Martina hace un puchero y me dice que me calle y que cuelgue fotos más bonitas, y que no hay más que hablar. Esa es mi Martina, una compañera de trabajo, una mujer deliciosa que no sólo es guapa a rabiar sino que además es tan cariñosa y tan sensible que si hubiese en este mundo más gente como ella yo, lo sé, sería mucho mejor persona. Porque yo si soy rebelde es porque el mundo me hizo así, que conste. Y es que mi Martina sabe bien como tratarme, como cuando me ve cabreado y se me acerca y me dice que le gusta mucho cuando me enfado, porque se me achinan los ojos y me salen unos hoyitos junto a la boca que, dice, me hacen irresistible. Y yo, claro, me ruborizo como un memo y se me pasa el cabreo. O como cuando hace unos días me dijo que en otra vida en la que nuestro amor hubiese sido posible habríamos sido muy felices, porque nos entendemos tan bien que el aburrimiento jamás habría logrado dar con nosotros. En fin, una pena que a ella le guste otro, y que a mí me gusten todas.
Bueno, a ver si me explico... Pues miren, resulta que he estado releyendo las últimas entradas de esta bitácora y, no sé, que me ha dado el punto de que quizás esté comenzando a exponerme una pizca más de lo que me gustaría. Así que hoy toca cambio de tercio, y dado que no tengo pulso como para ponerme a dibujar a Mahoma, ni me apetece hablar de los animalitos esos nuevos que han encontrado nosedonde, más que nada porque no me importan una mierda, y que tampoco quisiera limitarme a tan sólo colgarles una de esas fotos de mujeres ataditas que decoran habitualmente las paredes de esta nada santa casa, pasaré a relatarles una anécdota de hace unos días que no me expone en absoluto ya que es de esas cosas que ustedes en cuanto lean tomarán por simple ficción. Mucho mejor así.
Cuando desperté, dado que era domingo y era febrero, tuve la certeza de que algo reseñable iba a suceder. Y el día apenas había acumulado unas pocas horas cuando caminando junto a un Corte Inglés me crucé con Silvia, una de las primeras mujeres que lograron que el corazón me diese un vuelco de esos que le dejan a uno sin aire. Silvia y yo nos conocimos hace una eternidad, cuando nos tocó enfrentarnos en dos ocasiones consecutivas, en dos años sucesivos, y en el último no habíamos cumplido aún los quince años, en los campeonatos nacionales de ajedrez. Lo más destacable de Silvia, al margen de la excelente técnica que le había inculcado su madre, una reputada maestra hispano-suiza, eran sus ojos, unos ojos azules enormes, que te clavaba desde el saludo inicial, y que en el transcurso de la partida había que evitar por todos los medios posibles, porque contemplarlos era naufragar, era marearse. Era perder.
Ayer al volver a casa, tras una noche de esas que en cuanto acaban te propones no volver a repetir pero que sin embargo lo hacen con precisión matemática, pasé por delante de un club de esos cuya puerta adorna un perenne cartel de "se necesitan señoritas" y me acordé del viejo Extremadura. El Extremadura era un bar de alterne, el único bar abierto más allá de las doce de la noche en un pueblucho de mala muerte del frío interior castellano en el que el destino, en forma de trabajo bastante mal remunerado, me tuvo retenido durante casi tres meses. Y uno, al que siempre le ha costado dejar pasar los días, y que cuando ha tenido que elegir entre quedarse sentado viendo la tele y morirse siempre ha elegido morirse, enterado de la existencia de tal antro, para allá que se fue. El Extremadura era lo que un lugareño llamaba "una mierda sitio", con una pequeña barra de sky rojo en el que se apoyaban sus putas tristes, pintadísimas como polichinelas, de esas que primero te piden que hundas la cabeza entre sus pechos y luego te cuentan amargas historias de lo que pudo ser y no fue, y el por qué no fue. O por qué creen que no fue.
Hoy he entrado en el baño, y al mirar hacia el agujero que hay en el murito donde se apoya la bañera he visto una mano que al notar que la luz se encendía ha desaparecido haciendo un ruido muy leve, como de papeles arrugándose. Ese agujero, del tamaño de un libro, lleva ahí bastante tiempo porque hace unos dos años se rompió una tubería, y el agua comenzó a calar el piso de abajo, y el fontanero se vió obligado a romper un azulejo para acceder a la avería. Siempre que me cojo unos días de vacaciones me propongo arreglarlo, y coger otro azulejo y tapar el hueco, pero al final nunca lo hago, como me ocurre con tantas otras cosas. Así que ahora cuando entro en el baño miro siempre durante unos instantes la negrura de aquel huequecito, que queda justo enfrente de la taza, antes de dedicarme a revisar esas cosas que leo en el baño: versos de Gamoneda, el manifiesto comunista, cosas así. Pero hoy como decía he visto allí una mano, y he pensado que eso era imposible, y me ha dado un poco de miedo, y luego he pensado que si había una mano detrás debía haber un brazo, y me he agachado y he acercado los ojos al agujero, y me ha parecido ver un pasadizo muy largo, pero es imposible que allí haya un pasadizo muy largo porque detrás hay una pared y esa pared da a la calle. Así que he metido la mano y he ido palpando lo que allí había, que eran trozos de azulejo roto, y tierra húmeda, y una tubería fría, y al final, situada entre una llave de paso y un trozo de hierro, he dado con aquella mano, y al tocarle la palma he debido de hacerle cosquillas porque se ha cerrado atrapando mi mano entre sus dedos, que me han resultado muy calientes y muy suaves. Y después también he soñado con una fiesta de máscaras, y con un viaje en barco, y con una familia que decía ser la mía pero que no lo era. Aunque de eso ya os hablaré otro día.
Maria José Rienda es una esquiadora granadina, y a estas horas todas las rotativas reflejan el hecho de que acaba de batir el record de Blanca Fernández Ochoa, un record que hace cinco minutos ni Cristo sabía en qué consistía. En apenas diez días se celebran los Juegos Olímpicos de Invierno, y es tarea fácil el adivinar lo que viene ahora: páginas y páginas que nos relatarán en tono insoportablemente sensiblero lo muchísimo que costó a tan magnífica deportista (magnífica por única) llegar donde ha llegado, y quizás alguna que otra declaración de la propia Rienda pidiendo un apoyo institucional y de público para su deporte más ajeno a modas, y, por supuesto, las hordas de exigentes aficionados de salón, que lo más parecido que han visto en su vida a un esquí es un semáforo, que piensan que Rossignol es un tipo de seta, apostados frente al televisor esperando su fallo en la segunda manga, movidos tan sólo por el morbo de despedazar a un nuevo ídolo, ahora que Fernando Alonso está en la pretemporada. Por todo ello desde aquí te digo Maria José, guapetona, de blogger a blogger, que escapes de todo eso, ahora que aún estás a tiempo. Huye, corre, aunque sea tomando la vía Muehlegg (ese que cuando ganaba era Juanito y cuando perdía Johann): la del suicidio deportivo. Maria José, haz lo que sea por escapar y si no se te ocurre otra cosa mejor no lo dudes: ¡dópate!





