jueves, octubre 22, 2009

Lo que me salve a mí también te salvará a tí

Pedimos unas cervezas y nos disponemos a pasar una agradable velada. Sin embargo, la conversación no acaba de arrancar. Nuestra amistad dura ya demasiado tiempo. Nuestros puntos de vista son similares. Echamos de menos el elemento sorpresa necesario para espolear cualquier intercambio. Nos cuesta hablar de fútbol. Nos cuesta hablar de mujeres. Nos cuesta hablar de cine.
- Qué a gusto se está sin una nueva película de Fernando León, ¿verdad?
- Sí.
Afortunadamente, al igual que para salvaguardar el matrimonio se inventaron el televisor y el sexo a oscuras, para salvaguardar la amistad se inventaron el alcohol y las drogas. Así que al cabo de unas horas la situación ha dado un giro radical. La conversación fluye con gracia. La compenetración es total. Cada ocurrencia del otro nos parece procedente de la mente de un genio. Hablamos de fútbol. Hablamos de mujeres. Hablamos de cine.
- Qué a gusto se está sin una nueva película de Fernando León, ¿verdad?
- ¡Amén, hermano!
Los momentos de complicidad se multiplican. Irradiamos una simpatía que emite un brillo cegador. Todo el mundo quisiera ser nuestro amigo. Los camareros comienzan a mirarnos mal. Nos vamos a otro bar.
En este bar no nos miran mal pero nos cobran el doble. Acabamos departiendo con dos señoritas que han decidido atizar su amistad haciendo uso de nuestra misma receta. Hablo con una de ellas, alta y esbelta. Me dice que trabaja en una tienda de ropa sita en Jorge Juan. Luego me pregunta por mi procedencia. Le digo que la última vez que miré podía pedir la nacionalidad en cuatro países distintos, y a ella todo eso le resulta fascinante, pero yo estoy harto de contar siempre la misma historia, así que introduzco hábilmente a JM en la conversación y empiezo a hablar con la otra, la rubia del pelo lacio. Aunque lo de hablar es mucho decir. Lo cierto es que no le entiendo ni una palabra. Su acento parece el resultado diabólico de unir en uno solo los de lo más profundo de las regiones de Murcia, Lleida y Badajoz. Trato de prestar más atención, pero nada, imposible. Así que decido recibir cada una de sus palabras con una sonrisa de empatía.
- El gato azul se metió a funcionario y acabó con el tabaco.
- (Sonrisa).
- Y la mañana complicada estuvo hablando con después de.
- (Sonrisa).
Al principio piensa que hemos conectado y gesticula feliz. Pero enseguida se da cuenta de que mis reacciones no casan con sus palabras y tuerce el gesto. Y comienza a preguntarme algo. "¿Están friendo un batín?". ¿Cómo que si están friendo un batín? Le pregunto a JM.
- ¿Qué dice?
- Dice que si te estás riendo de ella.
Me acerco, tomo su mano y mirandola fijamente a los ojos le digo: NO. Luego le pregunto si quiere jugar al futbolín. Acepta. Ponemos una moneda en el lateral de la mesa y esperamos nuestro turno. Cuando llega le damos la mano a nuestros rivales. Uno de ellos mira de manera poco elegante a mi pareja y le hago, los dedos bajo mis ojos, el gesto de "te tengo controlado". Él dice "¡tranqui tío!" y su compañero dice "¡no vale media ni guarra!". Empezamos a jugar. Resultamos ser bastante mejores de lo que cabría esperar. Nuestro juego es vertiginoso, vertical, explosivo. Celebramos cada gol con mucho alboroto y un cierto tono ofensivo. Yo levanto los brazos y grito "¡toma golazo!". Ella da saltos y también grita algo, pero no sabría decir qué.

jueves, octubre 15, 2009

Aitana Sánchez-Gijón

Si ahora mismo me preguntasen por mi mujer ideal, diría que es una mujer de belleza discreta, de vestir meditado aunque levemente conservador, en el ánimo la herencia de una infancia sin sobresaltos, apreturas ni exigencias fuera de lugar, la clase de mujer que cuando dan las once comienza a bostezar y para quien el sábado noche ideal consiste en ver una peli en casa con la cabeza apoyada en tu hombro mientras da cuenta de una cuatro estaciones. Sin embargo, un simple vistazo a mi trayectoria me encontrará junto a mujeres de apariencia cegadora, rompecuellos con gafas de Prada y cuarenta pares de zapatos, en el ánimo la herencia de una adolescencia traviesa y una juventud aventurera, la clase de mujeres que cuando dan las once preguntan "¿pillamos?" y para quienes el sábado noche ideal habrá de incluir el exhibirse, el medirse, el interactuar y el arriesgar todo lo posible. El por qué de esta diferencia entre lo que se desea y lo que se tiene quizás se halle en que uno no es tanto todo aquello que quiere ser como el anverso de todo aquello que no puede ser, aunque lo más probable, en mi caso concreto, es que el hecho de disponer de una personalidad fundamentada en principios morales tan livianos provoque el que me baste con contarme la misma mentira dos veces (mi mujer ideal es así) para que acabe por creermela.
O quizás esté siendo demasiado duro conmigo mismo. Alguien tiene que serlo.
Al hilo de todo esto, últimamente pienso mucho en esas personas que componen lo que se podría llamar la cara oculta de tu mundo. Seres que por circunstancias laborales, intelectuales y sociales no tienen la menor posibilidad de aparecer en tu vida, y que por ambiciones, ilusiones y modos acaban por conformar un negativo perfecto de tu persona. Gente que si tenemos la desgracia de encontrar frente a frente por medio de alguna de esas diabólicas puertas inter-mundos (una sucursal de La Caixa, una boda de acompañante, una desafortunada combinación de palabras en Google), nos hará constatar en cada una de sus virtudes el reflejo de nuestros mayores defectos, en cada una de sus habilidades el reverso perverso de cada una de nuestras taras. Todas nuestras verguenzas hechas persona. El horror. Nadie necesita que vengan a restregarle todo aquello que jamás podrá llegar a ser.

viernes, octubre 09, 2009

Ayer estaba depre y me compré una tele

De pequeño fui niño escapista. Aprovechaba el menor descuido de mis padres para escabullirme y desaparecer. Y no hablo de un hecho aislado, al contrario, la tontería me duró bastante tiempo, entre los diez y los doce más o menos. De hecho llegué a desarrollar una habilidad extraordinaria. En un restaurante desaparecí entre el postre y los cafés, mis padres sentados enfrente. En una tienda de ropa desaparecí de un probador, mi madre y la dependienta esperando fuera. Se trataba de dar los primeros pasos con extremo sigilo, y al burlar el radar echar a correr. Luego acababa en cualquier parte. Colándome en un estadio de fútbol, paseando por un centro comercial, en un parque jugando con otros niños. A veces algunos mayores se acercaban, pero en cuanto adivinaba la preocupación en su mirada echaba a correr y vuelta a empezar. Y tampoco hay que obviar los peligros que para un niño de once encierra la ciudad, todas las ciudades. En una localidad mediterranea unos chavales me asaltaron y me robaron la chaqueta y el reloj. En los grandes almacenes de una capital un viejo al cruzarse conmigo me tocó los testículos. No recuerdo, sin embargo, que todo aquello me asustase, si lo hubiese hecho supongo que habría dejado de escaparme. No, más bien lo que sentía era una intensísima excitación, los sentidos alerta, el qué viene ahora, ni rastro del aburrimiento. Después, al cabo de unas horas, me las ingeniaba para volver al hotel (en esa época vivíamos siempre en hoteles), y entonces mi madre lloraba y me abrazaba, y mi padre gritaba y me daba un bofetón.
Todo eso me vino ayer de nuevo a la mente, cuando después de una apasionada pelea con mi chica repleta de alaridos y mala baba (en tales lides ella es muy gritona y yo soy muy dañino) salí de casa dando un portazo y eché a andar y cuando me quise dar cuenta habían pasado dos horas y estaba tan lejos que tuve que coger un taxi para volver. Luego, ya de vuelta, llegaron las disculpas y la promesa de no volver a discutir, qué tontería, como si tal cosa fuese posible, y luego brillaron los besos, las delicias de la tarde, la cima de este poniente loco. Y fue todo muy bonito, ya lo creo, fue precioso. Pero no sé. Creo que me hubiera venido mejor el bofetón.

jueves, octubre 01, 2009

Todo esto lo hago antes de que despiertes

A Diana no le gusta salir con mis amigos. Dice que siempre se emborracha y acaba vomitando. Esta vez, sin embargo, hay un concierto de un artista que le gusta, y le digo que si se viene se lo presento, y ella dice "sí, seguro", pero aún así se viene. Cuando después del concierto el artista viene y me da un abrazo, Diana hace ese gesto suyo tan odioso de escenificar la sorpresa abriendo mucho la boca, y luego me dice "nunca dejarás de sorprenderme", y me hincho tanto que me paso el resto de la noche hecho un absoluto imbécil.
Más tarde vamos a un bar muy pequeño en el que suena muy buena música. Allí decimos paridas y reímos e interactuamos con otros seres humanos. A eso de las dos una borracha se me abalanza y Diana la espanta y luego me echa a mí la culpa y yo le digo que no he hecho nada, pero aún así acabo disculpándome. A eso de las tres un borracho se abalanza sobre Diana, y le miro y veo que es más fuerte que yo y seguro que me puede, así que hago como que no me entero, y es Diana la que tiene que espantarlo, y luego se me acerca y me dice "eres de lo que no hay", y me retuerce un brazo y se ríe. Después seguimos diciendo paridas y riendo e interactuando con otros seres humanos.
A eso de las cinco Diana sale del bar y vomita entre dos coches, así que paro un taxi y la llevo a casa. Le ayudo a desvertirse y se tumba en la cama y se queda frita. Hace poco me preguntó que era lo que más había echado de menos durante el tiempo en que estuvimos separados, y yo le hablé de su sonrisa y de su mirada, pero sólo lo hice porque a una mujer como ella no le puedes decir que lo que más te gusta es lo profundo que tiene el sueño. Pero así es. Me encanta que caiga redonda y no la despierte ni un terremoto. Porque entonces yo apago la luz y me siento a su lado y tomo su mano inerte. Y le cuento mis preocupaciones y mis dudas. Y le hablo de mis errores y de mis fantasmas. Y le hablo de ella. Y le digo que aunque esto parezca una cicatriz en realidad es una herida abierta, y que ya no sé qué más hacer para cerrarla. Que haga lo que haga no se cierra. Y que a mí todo esto me está matando.