martes, noviembre 24, 2009

Otra vez como ayer perdido el vuelo

A ella le gustaba mirar hacia el interior de las ventanas iluminadas. Cuando paseábamos al atardecer llevaba siempre un ojo puesto en las alturas, y cada luz llamaba su atención. La mayoría de aquellas viviendas eran liquidadas, tras apenas un vistazo, con una mueca de desprecio, pero cuando encontraba una de su agrado, la iluminación adecuada, una decoración afortunada, me apretaba con fuerza el brazo y decía "¡mira! ¡mira!", y su cara se iluminaba. Yo no acababa de entender qué era aquello que le llamaba tanto la atención, pero su entusiasmo resultaba tan contagioso que empecé a participar del juego, y pronto aprendí a reconocer las casas que más despertaban su interés, y si las divisaba antes que ella le decía "mira, ahí" y ella decía "¡sí! ¡sí!". Creo que en el fondo lo que le gustaba era situarse por un instante en su propio futuro, e imaginarse como habitante de esos hogares perfectos, marco, no podía ser de otra manera, de vidas a su vez perfectas.
Sus favoritos eran los áticos con grandes ventanales. Yo ahora vivo en un ático, y en ciertas ocasiones, en el marco de una resaca melancólica o en un atardecer de entretiempo o en un diciembre nefasto como todos los diciembres, me asomo al ventanal y me pregunto qué vería ella si estuviese ahí abajo. Seguramente le llamaría la atención la luz rotunda de alguna fiesta absurda o la luz tenue del día a día o los fogonazos a oscuras de un televisor encendido. Y vería las estanterías llenas de libros y discos, y las fotos enmarcadas, y la total ausencia de flora decorativa. Y todo le resultaría muy sugerente, seguro, y probablemente se situaría en ese futuro que jamás fue, y desde allí malinterpretaría una vida que de perfecta no tiene ni las ganas de serlo.
Últimamente no sé muy bien qué es lo que hago ni por qué, ni falta que hace.

lunes, noviembre 02, 2009

Cariño, me aburro

Para Diana el último ritual del día consiste siempre en poner en hora el despertador. Si es día de diario, esa preciosa redundancia, lo pone a las ocho, y si es fin de semana lo pone a las once, aunque no le hace falta porque los fines de semana siempre se levanta al menos una hora antes. Se levanta, se recoje el cabello con un pañuelo, pone música española y empieza a pasar el polvo. Algo que no sé si es ritual, rutina o manía, pero que me viene estupendamente, así que por mí bien.
Cuando suena el despertador intento alcanzarlo pero los brazos me pesan una tonelada. El malestar es total. Diana entra en la habitación y lo apaga, y yo emito varios sonidos guturales y después profiero un lamento.
- Dios, ¡me muero!
- Te jodes.
Me levanto a duras penas. Con una mano me sujeto el estómago y con la otra la frente, y abatido, casi a rastras, la viva imagen de la inutilidad, a cada paso una queja, llego hasta el baño. Salgo unos veinte minutos después. La transformación es formidable. De repente vuelvo a ser un ejemplar macho envidiable. La viva imagen del vigor. Me marco un baile breve pero intenso al ritmo de una canción de los Nikis. En medio del pasillo. En bolas. Diana se esmera con una escoba y un recogedor, y quedo hipnotizado ante el vaivén de su culito respingón encerrado en un pantaloncito amarillo. Exclamo: ¡Mujer! ¡Mujer! Se gira y sonríe.
- Anda, deja de hacer el idiota y vístete.
- ¡Mujer! ¡MUJER!
Me doy unos golpes en el pecho y empiezo a perseguirla por toda la casa, hasta que finalmente la acorralo en un extremo del salón. Me abalanzo sobre ella y la manoseo. Y ella me atiza con el palo de la escoba. Me llevo una mano al hombro.
- Joder, me has hecho daño...
- ¿Te he dado muy fuerte?
- Ya te digo...
Se acerca y me besa en la zona dolorida. Lo que sucede a continuación no es de su incumbencia.
Un rato después entra en el armario y saca unos pantalones grises y una camisa negra. Ponte esto, dice. Luego entro yo y le saco un vestido de cintura alta y unas botas marrones. Yo me pongo lo que ella dice. Ella se pone unos vaqueros. Bajamos a desayunar.
Cuando estoy solo desayuno en una cafetería y cuando bajo acompañado voy a otra distinta. En la que desayuno solo, a veces se producen pliegues temporales que me llevan a encontrarme conmigo mismo hace quince años o dentro de diez, y esa no es una visión que quiera compartir con otros. Así que con Diana suelo ir a otra cafetería en la que no hay pliegues temporales pero sí una gran variedad de bizcochos caseros. Diana pide un zumo de naranja y una tostada. Yo pido un café y un trozo de tarta de queso. La contemplo mientras extiende la mermelada por su tostada. Se da cuenta de que la estoy mirando y me sonríe. Sigo mirándola y se pone un poco nerviosa.
- ¿Qué?
- Cariño, me aburro.
- Pues coge un periódico.
- No, quiero decir que me aburro.
- No empieces...