lunes, marzo 31, 2008

No importa quién seas, sino cómo vistas

Vivo en una ciudad maravillosa en la que suceden cosas extraordinarias. Ayer estuve en la planta baja de un bar, y era tarde y había mucha gente y la música sonaba muy alta y una muchacha que tenía el pelo corto, el ombligo al aire y el novio a un metro me propuso ir a los servicios a practicar sexo urgente. Su novio no se lo tomó nada bien. Me amenazó. Yo apunté que con quien debía enfadarse era con su novia, pero supongo que mi actitud risueña y mis continuas referencias a su nefasto peinado no ayudaban a calmar los ánimos. Incluso me dio un empujón. Luego acabamos en la barra brindando y hablando de los mp3 y del mediocampo del Arsenal. Era su mejor amigo. Ah, la gran ciudad y sus gentes. Cuando salimos del bar hacía una noche estupenda, y del otro lado de la calle apareció una mujer corriendo y gritando que le habían robado el bolso, pero nos hicimos los sordos y seguimos caminando. Una brisa suave, la temperatura ideal, la noche perfecta para dar un paseo por la ciudad. Pronto llegamos a otro club. Qué digo club: un vórtice de diversión. Gente sujetando copas de whisky, copas de ron, copas de ginebra. Bebiendo como si se fuese a acabar otra vez el mundo. Era precioso. Vimos a un tipo que combinaba en su vestimenta el rosa palo y el azul cielo y decidimos llamarle Carlton. La música no estaba mal. "Eh, Carlton, buena música, ¿eh?". Carlton se enfadó y se fue. Luego un tipo muy borracho me tiró una copa y una cría que podría ser mi hija me dijo "gracias niño" a cuento de no sé qué. Cuando salimos del bar tan sólo hubimos de caminar unos metros antes de detener un taxi, y entonces dije: "hey, ¿verdad que vivimos en una ciudad maravillosa?". Le pedimos al taxista que nos llevase a algún lugar donde aún pudiésemos tomar una copa, y nos contestó que sabía de varios puticlubs y de alguna discoteca. "Pero los puticlubs están mejor", añadió. Alguien dijo entonces que la prostitución le parecía el más detestable recordatorio de que esta sociedad aún no ha superado la era de la esclavitud, y tras unos instantes de silencio todo el coche estalló en risas. El taxi se detuvo en una calle muy estrecha, oscura, desierta. Después ya no me acuerdo de nada, o igual de lo que no me acuerdo es de lo de antes.

miércoles, marzo 26, 2008

Desayuno

Mientras camino le pongo cuatro velos a cada pensamiento y eludo toda complicación. No es hora de trascendencias, es hora de desayunar. Entro en una cafetería, me siento junto a la barra, pido un café, y entonces giro la vista hacia mi izquierda y el corazón me da un vuelco. A unos metros hay una anciana que llora. Un llanto sereno, discreto, sin artificios. Pero no es el dramatismo de la estampa lo que me impresiona, sino el enorme parecido que tengo con la anciana. La piel fina, los rasgos levemente angulados, los ojos demasiado claros. Las semejanzas son tales que se me ocurre que no estoy ante una anciana que llora, sino ante un goterón desprendido de mi propio futuro. Que la anciana soy yo, mañana. En ningún momento espero revelación alguna, y doy por hecho que me hallo ante un suceso fortuíto, que lo único que pasa es que mi futuro y mi presente frecuentan la misma cafetería. Así que pienso en aprovechar la ocasión y acercarme a la anciana y preguntarle que há salido mal, en qué fallamos. Pero no lo hago. Porque ya lo sé. Hace tiempo que lo sé. Claro, también considero la idea de no encontrarme ante aparición intertemporal alguna sino, simplemente, ante una anciana que con lágrimas purga un recuerdo, una ausencia o un error. En cuyo caso quizás resultase adecuado que me acercase a ofrecerle consuelo en forma de palabra o compañía, tal vez incluso a arrancarle una sonrisa, en eso soy bueno. Pero tampoco lo hago. El parecido es espectacular. Me pregunto si el resto de habitantes de la cafetería no estará a estas alturas dando ya por hecho que somos familiares y que, dada mi actitud distante, incluso sea yo el causante del llanto. Echo un vistazo alrededor. Nadie me mira. Pero no dejo de pensar que todos esperan algo de mí, que todos esperan que haga algo. Vuelvo a mirar a la anciana. Pago mi café, me levanto y me voy.

domingo, marzo 23, 2008

El vals de la señorita de ojos verdes

He ligado en un herbolario. Comprando incienso. Así, como suena. He entrado en un herbolario a comprar incienso y he salido con el incienso, incienso perfumado al jazmín, y un papel con un número de teléfono y un salgo a las nueve escritos por una muchacha de trazo simpático, de piernas largas y tobillos finísimos como tacones, de pelo corto y mirada honesta, una mirada cristalina, de criatura acuática, de habitante de un lago. Al principio me ha sonreído por su natural amable, después por lo hilarante que resultaba mi absoluta ignorancia del asunto en cuestión -¿y a qué demonios huelen el sándalo y la madreselva?-, y más tarde porque no acostumbro a dejar pasar una buena mano. Apenas he abandonado el herbolario he comenzado a sentirme un impostor. Celine Dion versionando "She Lost Control", Tarantino buscando financiación a la salida de misa, yo en un herbolario. Impostores, gente disfrazada, universos paralelos. Así que me he dedicado a llamar a aquellos amigos más al tanto de la luz, la salud y lo verde, a la búsqueda de pautas de comportamiento y lugares comunes. Y he vuelto a constatar que si las criaturas abisales no se mezclan con las que viven al borde de la superficie no es por un problema de oxígenos y presiones, sino por la luz, de un optimismo abrasador. Y en el transcurso de unos pocos segundos he visto pasar delante mío el cortejo, la pasión y los besos. Y las sonrisas y la complicidad y un verano en Santander. Y la primera pelea y la primera reconciliación y el hoy te presento a mi prima. Y la tranquilidad y la costumbre y la rutina. Y el sopor y el ahora qué y el silencio. Y la caída y los gritos y el portazo. Y las lágrimas y las lágrimas y las lágrimas. Y con el mismo mechero que he utilizado para quemar el extremo de la barrita de incienso, incienso perfumado al jazmín, he prendido fuego al papel con el teléfono y el salgo a las nueve. Ha sido un fuego precioso, como todos los fuegos. Me cago en mi puta madre qué tonto que estoy.

martes, marzo 18, 2008

Como los flanes de arena

¿Os habeis encontrado alguna vez en una de esas situaciones en las que se tiene la impresión de que cada paso que se da sirve tan sólo para abundar en el error? ¿Una de esas en las que cada acción, por mínima que sea, acaba por conducir a una nueva equivocación? No hablo de grandes decisiones metafísicas, no hablo del día en el que decidiste abandonar tu trabajo en Telefónica para ir a Burundi a tratar enfermos de malaria, no hablo del día en el que decidiste desconectar la máquina que mantenía viva a tu madrastra. Hablo de las cosas más básicas. Hablo de salir de casa, encontrarse con alguien y volver a casa. Sencillo. Pero tras salir de casa descubres que lo hiciste demasiado tarde, y al hablar con ese alguien hablas de lo que no debes, y cuando vuelves a casa lo haces lamentando cada error y, despistado, eligiendo el camino equivocado. Cada equivocación se suma a la anterior, y al final es todo un completo desastre. ¿Os ha pasado? ¿No? En serio. ¿Nunca? Ya. Claro. No. Por supuesto. A mí tampoco. No. Para nada.
¿Por dónde iba? Se me ha ido el santo al cielo.
Ya. Lo que les quería contar es que ayer estuve cenando en un japonés muy elegante con una ex a quien hacía al menos tres vidas que no veía. Y la velada resultó deliciosa, plena de complicidad y compenetración, salpicada de sonrisas, bromas privadas e ironías en su sitio. Juntos pasamos una noche maravillosa, y cuando llegué a casa me puse una copa y comencé a pensar. Pensé en las mujeres que calzan zapato bajo de color metálico. Algo que me provoca sensaciones encontradas, una de esas cosas que me impiden definirme, que no sé si me parecen bien o mal, si estoy a favor o en contra. Como lo de comer con cerveza, las canciones con theremin, las autoinmolaciones en lugares concurridos o las segundas oportunidades.

jueves, marzo 13, 2008

De utilidad

Desde el primer momento comprendo que algo no va bien. Me besa y me abraza, y lo hace con gula, pero es evidente que su mente está en otra parte, alejada no tanto en lo espacial como en lo temporal. Me besa y abraza, y luego me toma de la mano, me saca de su cama y me lleva a la cocina. Hay demasiada desnudez para tanta luz, pero a ella le da igual. Ni me mira. Busca un lugar concreto, junto a la lavadora, y dice aquí, házmelo aquí. Me resulta extraño, aunque cosas más raras he visto. Parece nerviosa, acelerada. Aquí, así, dice, y lo repite, y luego otra vez, y luego me toma de la mano, me lleva a su salón, se recuesta en el sofá, y me dice aquí, házmelo aquí. No entiendo nada. Busco pistas en su mirada, pero me evita y cuando no lo consigue se limita a enseñar una sonrisa avergonzada, como de cría traviesa. Todo comienza a resultar incómodo, pero apenas me da tiempo a incomodarme pues enseguida se levanta, me toma de la mano y me lleva hacia la puerta. Por un instante me pregunto si no pretenderá que ahora lo hagamos en la escalera, y sufro un ligero ataque de pudor. Pero lo que hace es detenerse junto a la puerta, y acercar su cara a la madera, y luego me dice aquí, házmelo aquí. Y entonces lo entiendo todo. No estamos haciendo el amor, estamos recorriendo el escenario de un crimen. Estoy ante una de esas personas que piensan que es posible borrar los recuerdos sepultándolos bajo otros nuevos. El sofá, la cama, la cocina, los lugares que pusieron marco a la crisis. La puerta, el lugar en el que acabó llorando desconsolada el abandono. Comprendo que ella se está entregando a un sexo al margen de todo, del amor e incluso del deseo, y que yo tan sólo ejerzo de herramienta. Me siento utilizado. Pero eso no me supone mayor problema, pues me gustan las relaciones que en su envase llevan impresa la fecha de caducidad, así no hay que andar buscándosela. Me siento un poco estúpido por haber pensado durante el proceso de seducción que era yo quien llevaba las riendas, eso sí, y entonces recuerdo una de mis canciones favoritas, una en la que un solitario desesperado nos anuncia que su mayor fantasía consiste en conseguir que alguien se corra, tan sólo por resultar de utilidad, de una utilidad simple e innegable. Como una vela, como una herradura, como un sacacorchos. Recuerdo la canción y entonces presagio que aquello va a terminar en lágrimas. Sexo con lágrimas. Una pesadilla. Aquello no puede terminar de otra manera, no veo como puede terminar de otra manera. Y me juro que si eso sucede, si comienza a llorar, lo que no haré es tratar de consolarla. Ni un abrazo ni una palabra amable. Lo que haré es coger mi ropa e irme. Tan rápido como me sea posible. Aunque mejor me voy ya.

martes, marzo 11, 2008

Una ceguera que roza la perfección

Que manía con seguir dando la tabarra, ¿verdad que sí? No, hoy tampoco tengo nada que contar, una nada que tampoco sabría expresar. Así que poco queda, más alla de detenerse en menudencias. Todo menudencias, todos muy menudos. Les podría contar que ayer quedé con la dulce Martina y le pregunté si no le parece que últimamente se me vienen agriando el verbo y oscureciendo las palabras. Es una sensación que tengo y que, estimo, no se corresponde con la realidad. En realidad estoy bien. No creo estar más lejos de ninguna parte de lo que lo haya estado nunca. Pero me respondió que no, que me ve igual que siempre. Dice que cuando me mira a los ojos no sabe si navego en un pesar o si planeo una travesura. Igual que siempre. Es un alivio. También dice que le hago reír, y que esa era la respuesta a la pregunta del otro día. Dulce, muy dulce.
Otra cosa que les podría contar es que me he descubierto un nuevo fetiche: las mujeres que arrastran una maleta. Las encuentro irresistibles. En cuanto diviso una el corazón me da un vuelco y corro a ofrecer mi ayuda. Pero, claro, entonces yo arrastro su maleta y ellas dejan de hacerlo, y el hechizo se evapora. Soy un fetichista pésimo.
También les podría hablar de mi sobrina, a quien en las pasadas fiestas regalé una de mis guitarras, una acústica decente de la que se había encaprichado, y qué mejor destino para una guitarra que las manos de un crío. Hace unos días llamó mi hermana para decirme que la niña se hallaba inconsolable pues, decía, había roto el regalo de su tío. Tan sólo había roto una cuerda. Le dijeron que no era para tanto, que las cuerdas de las guitarras se rompen y se cambian y ya está, pero nada, que no abandonaba el melodrama. Así que al final me tocó ir y hacerle el cambio in situ para demostrar que la guitarra seguía funcionando. Mientras lo hacía recordé el día en que rompí mi primera cuerda, aquello sólo tenía cuatro, y los acostecimientos posteriores. Claro, eran otros tiempos más inhóspitos, otros entornos más exigentes.
Y también les podría comentar que en unas horas estoy convocado a una celebración que me tiene aterrado. Porque aquello estará repleto de mujeres de mal vivir, hombres de peor, criaturas abisales, vampiros y aspirantes a no sé qué. Y me conozco. Muy mal. En fin, si no vuelvo díganle a mis familiares que siento lo que les he hecho pasar, y procedan a repartirse mis bienes con urbanidad y buen criterio.

viernes, marzo 07, 2008

(Des)concierto

Cada párpado me pesa una tonelada. Tengo que aprender a decir "no". Pero hoy no es el día. Hoy toca decir sí. Hoy me invitan a un concierto y luego al post-concierto, y me invitan de corazón, y yo voy, siempre voy. Cuando llego me encuentro con Blanca, quien con un gesto me acerca a su corrillo, para a continuación emitir un comentario en extremo amable sobre la forma de mis manos. Yo sé que lo que en realidad pretende es hablar de violines, pero no entro en su juego, pues no me gustan esas artimañas retóricas mediante las cuales alguien establece una conversación que luego habrá de manejar otro, como si las habilidades del otro en cierta forma nos correspondiesen por el mero hecho de gozar de su amistad. Pero ella es quien a esto me ha invitado, y por lo tanto estaría feo el hacerle evidente mi incomodidad, así que me limito a esquivar el guante y, ya que me habla de manos, dedicarle al oído un poema adecuado propiedad de no me acuerdo quién:
Por esas manos, hijas de tus manos, tendrían que matar las manos mías.
Por sus ojos abiertos en la tierra, veré en los tuyos lágrimas un día.
Luego me disculpo y me acerco a la barra y pido una copa. Pero cuando voy a pagar la camarera me dice que no, que Blanca le ha dicho que yo no pago.
- Genial. Pues entonces ponme dos.
Al rato vuelve Blanca, con dos amigos, y me los presenta, y mantenemos una conversación casi meteorológica, y después me pregunta por mi reciente encuentro con Leonor. Las noticias vuelan, esto no es una ciudad, esto es un pueblo. Pero yo no entro en su juego, pues no me gustan esas artimañas retóricas mediante las cuales alguien establece una conversación que luego habrá de manejar otro, como si los conocidos del otro en cierta forma se convirtiesen en propios por el mero hecho de saber de su existencia. Pero ella es quien a esto me ha invitado, y por lo tanto estaría feo el hacerle evidente mi incomodidad, así que me limito a esquivar el guante y, ya que me habla de Leonor, dedicarle al oído un poema adecuado propiedad de no me acuerdo quién:
Bella, no te caben los ojos en la cara, no te caben los ojos en la tierra.
Hay países, hay ríos en tus ojos, mi patria está en tus ojos,
yo camino por ellos, ellos dan luz al mundo, por donde yo camino, bella.
Muchas copas después, algunas horas después, una luz tenue entra por mi derecha, por su izquierda, la izquierda de Blanca, quien situada debajo de mí exclama "¡hazme daño!". Es la tercera vez que me dicen algo así en muy poco tiempo, algo que no acierto a comprender. Yo cuando me miro al espejo lo último que esperaría de aquel a quien miro es un conato de violencia. Pero está claro que no se parece en nada el cómo nos ven al cómo nos vemos, y pensarlo demasiado es embarcarse en el tren de la bruja, así que me limito a pensar "¿cuánto daño?, y luego "te cambio un diciembre cualquiera, el que tú me digas, y entonces sabrás lo que es el dolor", y luego "en fin, supongo que de momento bastará con que utilicemos lo que guardo en el cajón que descansa bajo mi cama".

martes, marzo 04, 2008

El gusto es mío

En contra de lo que cabría pensar, mi principal defecto no tiene que ver con lo intelectual, sino con una casi absoluta carencia de olfato. No metaforizo, es así como suena, que apenas tengo olfato. No es una carencia absoluta, pero sí que necesito que el olor sea extremadamente intenso para llegar a percibir algo. Una flor junto a la nariz, una pastelería al otro extremo de la calle, un vecino que cocina un potaje, y nada, ni me entero. Para mí las rosas huelen como ella me explicó aquella vez que olían. Es un defecto que arrastro desde joven, cuando incluso llegué a pensar que podría acabar dedicando mi vida a algo relacionado con tal insuficiencia, empantanado en alcantarillas, retretes o similares, aunque al final he acabado dedicándome a tareas que tienen más que ver con mis virtudes que con mis defectos, lo que en el fondo viene a ser lo mismo, pues qué es todo defecto sino una virtud para según qué, y qué es toda virtud sino un defecto por exceso.
Cosas de la naturaleza, esta escasez de olfato tiene su reverso en un muy desarrollado sentido del gusto, de tal manera que soy capaz de distinguir sabores que al resto se le escapan, al punto que llego incluso a distingirlos en cosas que en principio cabría pensar que no lo tienen. Así, soy capaz de afirmar que el deseo sabe a fruto seco y marisco, y la infidelidad, ambas infidelidades, a la última copa de la noche. Y la ausencia sabe a sangre, a sangre propia, un chuparse un rasguño, y la pérdida a plomo, a bala mordida. Y el desengaño a muela picada, y la decepción a agua sucia, y la mujer a siempres.
Ayer me ofrecieron un trabajo, uno de alta consideración social, muy pintón, envidiable, apropiado y de mareante remuneración, una oferta que sólo un loco rechazaría. Naturalmente, lo rechacé. Pero cada vez me cuesta más hacerlo, cada vez me cuesta más saber por qué hago lo que hago, saber qué toca a continuación. Y sospecho que se debe a que, a diferencia del desengaño o el deseo, de la ausencia o la pérdida, la duda, y por tanto la certeza, son sustancias insípidas pero muy olorosas. Y por eso los que me rodean me preguntan "¿pero acaso no lo notas?", y yo lo intuyo, me huelo que a mi alrededor existe un olor evidente, que a mi alrededor huele a certeza que apesta. Pero yo no percibo nada. Porque a mí, ya digo, me sobra gusto pero me falta olfato.