Ayer al volver a casa, tras una noche de esas que en cuanto acaban te propones no volver a repetir pero que sin embargo lo hacen con precisión matemática, pasé por delante de un club de esos cuya puerta adorna un perenne cartel de "se necesitan señoritas" y me acordé del viejo Extremadura. El Extremadura era un bar de alterne, el único bar abierto más allá de las doce de la noche en un pueblucho de mala muerte del frío interior castellano en el que el destino, en forma de trabajo bastante mal remunerado, me tuvo retenido durante casi tres meses. Y uno, al que siempre le ha costado dejar pasar los días, y que cuando ha tenido que elegir entre quedarse sentado viendo la tele y morirse siempre ha elegido morirse, enterado de la existencia de tal antro, para allá que se fue. El Extremadura era lo que un lugareño llamaba "una mierda sitio", con una pequeña barra de sky rojo en el que se apoyaban sus putas tristes, pintadísimas como polichinelas, de esas que primero te piden que hundas la cabeza entre sus pechos y luego te cuentan amargas historias de lo que pudo ser y no fue, y el por qué no fue. O por qué creen que no fue.
Y al recordar el Extremadura no me ha venido a la mente la imagen de ninguna de sus alcobas, ni de aquella cicatriz, ni de aquel sofá verde, ni de aquella niña. A quien recordé fue a Dolores, una mujer de unos treinta y muchos años, de formas rotundas y perfil centroeuropeo, de quien me fascinaba lo bien dotada que estaba para hacer de la mentira un arte. Cuando me veía entrar en el local siempre me dedicaba una caricia mientras me decía que aquel no era sitio para mí, y que precisamente por ello yo le daba un poco de miedo. Pero aquel miedo no debía ser muy profundo puesto que siempre venía a sentarse a mi lado, y mientras apretaba sus curvas a mis deseos me recitaba al oído versos de Neruda. Durante todo aquel tiempo sostuvo que ese detalle era consecuencia de una educación de élite recibida en otros tiempos en los que su familia nadaba en la abundancia, pero alguien me contó un día que tales versos los sacaba de un librito que un estudiante barcelonés dejó olvidado en su huida hace muchos años, junto a un puñado de billetes falsos y una buena cantidad de golpes.
La última vez que ví a Dolores fue la noche en la que le dije sonriente que aquel era mi último día en aquel diminuto pueblo, en aquella mierda sitio. Aquel día en el que me acompañó en una borrachera egoista que era despedida para dos pero alegría sólo para uno. Aquel día en el que como despedida le regalé un libro de poemas de Miguel Hernández con una dedicatoria burlona en el que le animaba a cambiar con aquellos nuevos poemas su repertorio, una dedicatoria que leyó apoyada en el quicio de su puerta y a la que reaccionó lanzando ofendida el libro al suelo y recitándome con voz muy pausada, madurísima: "Pintada, no vacía: pintada está mi casa del color de las grandes pasiones y desgracias. Regresará del llanto adonde fue llevada con su desierta mesa, con su ruidosa cama. Florecerán los besos sobre las almohadas. Y en torno de los cuerpos elevará la sábana su intensa enredadera nocturna, perfumada. El odio se amortigua detrás de la ventana. Será la garra suave. Dejadme la esperanza"... Al acabar se detuvo unos instantes y cuando levantó su ojos, tan líquidos que temí que se derramasen desapareciendo para siempre, me dijo: "déjame la esperanza, y no vuelvas jamás".
Fotografía de E. J. Bellocq.
martes, febrero 07, 2006
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