domingo, julio 30, 2006

Un Domingo cualquiera

Esta mañana he despertado con la agradable caricia de unas suaves manos que con dulzura mesaban mis cabellos. Los violines de tan bucólica escena han dejado de sonar cuando la poseedora de tales manos ha visto que despertaba y me ha dicho: "cariño, creo que por aquí te está empezando a clarear". "¿Uh?", he respondido, sumido aún en ese mágico momento en el que te preguntas quién demonios será esa que tienes al lado, la hayas conocido la noche anterior o lleves durmiendo con ella cien años. "Que te estás empezando a quedar calvo, cielo", ha añadido. No se me ocurre mejor forma de comenzar un Domingo.

Luego he ido a casa de Bo, un tipo hablador y bienhumorado con el que comparto fascinación por la teoría de cuerdas y las mujeres orientales esposadas. Bo vive de alquiler en una de esas habitaciones mínimas que te dan derecho a utilizar el baño durante diecisiete minutos al día, y la cocina como el marisco, tan sólo los meses con R, así que nos hemos ido a la cafetería de abajo a charlar sobre temas de enorme trascendencia: el largo de los polos Fred Perry, el dónde coño caerá Tanzania, o el gusto de Bo por las miniaturas bizarras. Al hilo de esto último me ha comentado que entre sus últimas adquisiciones se encuentran un Superman con la capa verde, una réplica de La Masa con muletas y un Seat 131 amarillo con las puertas color marfil, todo en tamaño bolsillo. Me ha dicho que está pensando el vender al completo su colección de superheroes para con el dinero que consiga tatuarse el nombre de su novia, Dolores, en lo alto de la espalda, en letras góticas, y yo por supuesto le he apoyado en su decisión. ¿Acaso no es eso la amistad? ¿Un jamás juzgar, un dar apoyo, un entender hasta lo incomprensible?

Al volver a casa unas horas después y tras apenas haber cerrado la puerta la víbora me ha chillado desde el salón "no te preocupes, cielo, que cuando eso suceda te compraré una boina divina, verás que bien te queda", acompañando la frase de risas de los más variopintos registros. Para esta noche había reservado mesa en su restaurante indio favorito, pero me da que al final ésta se va a tener que ir a cenar con su padre.

Fotografía de Chip Willis.

viernes, julio 28, 2006

Short cut


La mujer delgada de pelo largo se sitúa frente al hombre de la camisa negra de manga corta y gesticulando con mucho brío le dice:

"De verdad, necesito mucho más en ese aspecto, te tienes que esforzar un poco, ya no aguanto tanta frialdad, LO NECESITO. Y no me lo niegues, por Dios, si es cierto... ¡tienes el romanticismo de un bote de ketchup!".

El hombre de la camisa negra de manga corta toma aire y con una mirada que indica que agotado ha decidido abandonarse a su suerte confiesa:

"No dirías eso de mí si supieses que si siempre uso el mismo champú es tan sólo porque su olor me recuerda a ella".

Y la mujer delgada de pelo largo agarra su bolso y se marcha.

Fotografía de Eugenio Recuenco.

miércoles, julio 26, 2006

Resbalando en lo blando del tiempo


Hubo un tiempo en que, como dicen los antiguos, me estuve viendo con una adorable señorita de ojos verdes, alguien a quien mis progenitores detestaban con locura, lo que me hizo pensar que bien podría acabar siendo la mujer de mi vida. Sin embargo aquello acabó, y acabó mal, como acaba todo lo que dura demasiado. Vale, de acuerdo, excepto Los Soprano. El caso es que tras finiquitar nuestra relación apenas nos hemos visto un par de veces en ya unos cuantos años, en actos organizados por algún amigo común, y los encuentros han sido siempre extremadamente fríos. Algo que contrasta con la curiosa relación SMS que mantenemos, ya que cada cierto tiempo, a veces pasan tres semanas, a veces seis meses, nos cruzamos una corta serie de mensajes telefónicos escritos que gozan siempre de un denominador común: es imposible saber de dónde vienen y hacia donde pretenden dirigirse, puro surrealismo. Así, hoy nos hemos cruzado esto, tras unos cuatro o cinco meses de silencio:

(ella) Si fueses a una boda y cinco minutos antes de celebrarse te agarrase la novia, te llevase a un aparte y te pidiese sexo rápido, ¿qué harías? Ojo, el novio no es amigo tuyo.
(yo) No sé, ¿llamar a los bomberos? ¿Te ha pasado?
(ella) Sí, y acepté. La novia estaba bastante buena.
(yo) Vaya. ¿Estuvo bien?

Y ahí acabaron los mensajes. En otra ocasión me pedía que eligiese una pareja de poker entre Ernest Borgnine y Jürgen Habermas, y en otra se mostraba preocupada por el enorme parecido entre su tío Antonio y un nuevo camarero del Starbucks de la calle Juan Bravo. Y yo me quedo siempre dandole vueltas a lo que me dice, y me enredo en buscarle dobles sentidos que nunca encuentro, y me cuestiono si lo que sucede es que lo está pasando mal por algo, una desgracia, un desengaño, un sopor, algo, y me pregunto si debería llamarle. Pero nunca lo hago porque, en fin, supongo que no, que no sucede nada. Porque en la vida casi nunca sucede nada. La vida es en su mayor parte un discurrir de días y más días en los que no pasa nada. Ni bueno ni malo, ni aburrido ni interesante, nada. Nada de nada. Elijo a Ernest Borgnine.

Fotografía de Tiziano Magni.

martes, julio 25, 2006

I am a man of means (of slender means)


Con paso firme abandonamos el portal. El aire era denso, la atmósfera cargada, caliente, demasiado. Eché un brazo sobre tu hombro, y recibiste el gesto con una mezcla de condescendencia y resignación. Así llegamos hasta mi Audi, de un gris metalizado, ni un rasguño, brillante, nuevo, magnífico. Entonces sonreí, orgulloso.
Vulgar.
Pensé que te gustaría, pero te limitaste a detenerte junto a la puerta del copiloto, con pose cansada, los ojos cerrados, resoplando, ni la menor muestra de agrado. Entré, abrí el seguro de tu puerta con dos dedos y te hice un gesto.
Entra.
Joder, entra.
Subiste al coche y me esforcé en contemplarte. Por vez primera dudé.
Pero poco.
Notaste que escrutaba tu gesto y esbozaste una sonrisa tibia. Vale, bien, todo bien. Me acerqué, muy despacio, midiendo los movimientos, la mirada clavada en tus ojos extranjeros.
Y te besé.
Me besaste.
Nos besamos.
Luego te apartaste, disgustada, teatral, y me reconveniste: te dije que no lo hicieses. Joder. ¡Es lo único que te dije que no hicieses! Lo único...
Esto te costará otros doscientos euros
.

Fotografía de Ian McKell.

domingo, julio 23, 2006

Monologue


Disculpen ustedes que este lienzo se muestre últimamente tan carente de brochazos, y sepan que no es por el calor, o no sólo por el calor, sino también porque Diana ha vuelto de Málaga y me tiene aturdido. Primero porque di por hecho que no lo haría, y segundo porque es increíble lo de esta muchacha: tiene bonito hasta el moreno. Y es que se ha traído un tono de piel canela, brillante, de una uniformidad magnífica, que me tiene mártir. Que por qué les cuento esto, se preguntarán. Bien, pues en primer lugar para que rabien de envidia, por supuesto. Y, en segundo lugar, por decirlo aquí para no tener que decírselo a ella, ya que es tan presumida que los piropos hay que lanzárselos con cuentagotas, a través de indirectas, utilizando subterfugios, y hoy como que no me apetece.

Sirva esta impecable demostración de vanidad - al fin y al cabo esto es un blog, y aquel que les diga que entre los motivos para abrirse uno no se encuentra eso, la vanidad, sepan ustedes que les miente - como introducción a la anécdota del día, una pequeña gran historia que me ha relatado hoy Diana mientras tumbado al sol en la terraza me aplicaba crema en el torso (rabien de nuevo). La historia comienza con un muchacho barcelonés que sube al autobús en Málaga y se sienta detrás de Diana. Unos kilómetros más allá el autobús se detiene a recoger una nueva tanda de viajantes, y quien ocupa el asiento vacio junto al chaval barcelonés es una muchacha malagueña. Durante los primeros kilómeros hay un silencio interrumpido tan sólo por el pasar de las hojas de sus revistas, pero alrededor de media hora después ese silencio ha tornado en risas derramadas al unísono mientras ven la película que se proyecta en el bus. Las risas dan paso a una conversación casual ("no, no la había visto antes", "pues verás el final qué risa"), y poco después a un relatarse los motivos del viaje ("yo estaba en Málaga por trabajo", "yo voy a Madrid a visitar a unos amigos"), lo que de forma natural deviene en la narración alternativa de presentes y algún que otro apunte de un pasado. Al cabo de una media hora Diana se ve sorprendida por un repentino silencio, y al girarse les distingue enfrascados en un rotundísimo beso. Estos no pierden el tiempo, piensa. A partir de ahí se suceden otras dos horas en las que la narradora se abstrae en la lectura de un libro y en la música que sale de sus cascos, por lo que tan sólo podemos tratar de adivinar lo que ha sucedido durante ese periodo de tiempo. El caso es que, ya entrando en Madrid, Diana se sobresalta al oír más allá de la música proveniente de su iPod unas voces más altas de lo normal. Baja el sonido de la música y se gira discretamente, para ver a los recién conocidos manteniendo una discusión acalorada. Le oye a él decir "pero, ¿tú de qué manicomio te has escapado?" y a ella responder "ojalá no te hubiese conocido nunca". Después, un tenso silencio hasta que el autobús llega a su estación, y al detenerse éste la malagueña agarra rápidamente su bolsa de viaje y sale disparada del autobús, acción que el barcelonés imita, pero tomando la dirección opuesta. Toda una vida en tan sólo un viaje. Con su nacer, su disfrutar, su sufrir y su morir.

Diana me cuenta que después volvió a subir el volumen de su reproductor mientras esperaba a que el conductor abriese el compartimento de las maletas, y que entonces un músico le cantó al oído: "Este es ese momento en la noche en el que la luz de la luna se apaga y podemos revelar en verdad quién somos, en la más oscura y depravada de las diversiones". Y es en ese punto cuando ha detenido la narración y me ha dicho: "la próxima vez grábame música más alegre". Y habrá sido el escuchar esa frase antigua unido al hecho de que al tener el sol detrás a duras penas era capaz de distinguir la silueta de su cabeza lo que por un momento casi me ha hecho sentir que quien me hablaba era alguien diferente. Un chispazo de electricidad me ha recorrido en ese instante la columna vertebral, de abajo arriba, hasta deflagrar justo detrás de mis ojos, entre las sienes, ahí dentro.

Fotografía de Pierre-Thomas Karkau.

jueves, julio 20, 2006

Anestesia local


No se imaginan ustedes de la que se han librado. Resulta que he estado durante unos minutos trabajando en una nueva entrada para éste su blog amigo, una entrada en la que de forma desenfadada se mezclaba el concepto de superación con un par de anécdotas tan simpáticas como emotivas, una entrada en la que por no faltar no faltaban ni la señorita de estupendas caderas ni la palabra epifenómeno, y, nada, que por alguna extraña razón me ha dado por releer antes de postear, no sé, como que me daba en la nariz que algo no acababa de encajar... y qué razón llevaba, porque nada más acabar de leerlo he pensado: tío, esta ensalada de majaderías que has escrito bien pudiera ser el guión de una de esas voces en off que Ellen Pompeo se calza en cada final de capítulo de Grey's Anatomy (At some point you have to make a decision. Boundaries don’t keep other people out. They fence you in. Life is messy. That’s how we’re made. So you can waste your life drawing lines. Or you can live your life crossing them. But there are some lines... that are way too dangerous to cross. Here’s what I know. If you’re willing to take the chance, the view from the other side is spectacular). Fondo sonoro a cargo de alguien como Tegan & Sara o Laura Veirs, claro. Qué horror y qué espanto. Cada día me tengo más miedo. Tengo que beber más.

Fotografía de Reno Larson, vía dadanoias.

miércoles, julio 19, 2006

We've lived in bars and danced on tables



We've lived in bars
And danced on tables
Hotel trains and ships that sail
We swim with sharks
And fly with aeroplanes in the air.

lunes, julio 17, 2006

Verás, hay un pequeño problema...

A veces fantaseo con la idea de ser el profesor de un pequeño instituto de la bávara ciudad de Ansbach, y entrar en mi clase una mañana cualquiera, dejar mis pesados libros sobre la mesa, levantar ligeramente un brazo solicitando silencio, y una vez lograda la atención deseada, comenzar a hablar a mis alumnos tal que así:

Hat jemand, ende des neunzehnten jahrhunderts, einen deutlichen begriff davon, was dichter starker zeitalter inspiration nannten? Im andren falle will ich's beschreiben. Mit dem geringsten rest von aberglauben in sich würde man in der that die vorstellung, bloss incarnation, bloss mundstück, bloss medium übermächtiger gewalten zu sein, kaum abzuweisen wissen. Der begriff offenbarung, in dem sinn, dass plötzlich, mit unsäglicher sicherheit und feinheit, etwas sichtbar, hörbar wird, etwas, das einen im tiefsten erschüttert und umwirft, beschreibt einfach den thatbestand. Man hört, man sucht nicht; man nimmt, man fragt nicht, wer da giebt; wie ein blitz leuchtet ein gedanke auf, mit nothwendigkeit, in der form ohne zögern, ich habe nie eine wahl gehabt. Eine entzükkung, deren ungeheure spannung sich mitunter in einen thränenstrom auslöst, bei der der schritt unwillkürlich bald stürmt, bald langsam wird; ein vollkommnes ausser-sich-sein mit dem distinktesten bewusstsein einer unzahl feiner schauder und überrieselungen bis in die fusszehen; eine glückstiefe, in der das schmerzlichste und düsterste nicht als gegensatz wirkt, sondern als bedingt, als herausgefordert, sondern als eine nothwendige farbe innerhalb eines solchen lichtüberflusses; ein instinkt rhythmischer verhältnisse, der weite räume von formen überspannt—die länge, das bedürfniss nach einem weitgespannten rhythmus ist beinahe das maass für die gewalt der inspiration, eine art ausgleich gegen deren druck und spannung...

Y a veces fantaseo también con mujeres japonesas de larguísimas pestañas subidas en coches descapotables retro de inspiración inglesa, pero de eso mejor hablamos otro día que no haga tanto frío.

viernes, julio 14, 2006

Estados de tránsito

Hace años escribí la historia de un tipo llamado Eugenio, un señor bajito que vestía pantalón de mono azul recién planchado, zapatillas blancas de lona marca tórtola y camiseta blanca raída de manga corta con publicidad de una tienda de saneamientos del centro. Eugenio era ligeramente patizambo, tartamudeaba de forma violenta al hablar y tenía la costumbre de rascarse la coronilla con los nudillos de los pulgares. Era alguien muy popular en su barrio y las amas de casa pensaban en él cuando necesitaban ayuda para subir las bolsas de la compra o cuando tenían pensado mover un electrodoméstico. Le gritaban "tartaja, ven a echarme una mano, corre", y Eugenio respondía "vo-vo-voy!". Lo más reseñable de la existencia de Eugenio, sin embargo, ocurría cada noche, cuando se introducía en su bañera, repleta ésta de una mezcla de agua corriente y pulpa de pimiento choricero, y entonces toda su fingida acumulación de músculos, piel y huesos desaparecía dando paso a su verdadero yo: el de un humanoide de estructura sorprendente, con una composición inconstante, ora líquida ora gaseosa, cuya característica más reseñable consistía en su capacidad para mutar en los elementos de mobiliario urbano más comunes: un banco del parque, una papelera, un buzón de correos, una plaza de parking. Así, la actividad favorita de este nocturno ciber-Eugenio en permanente vigilia consistía en transformarse en la farola central de su parque favorito, y desde esa atalaya disfrutar tanto del aire fresco de la madrugada como del olor de las gardenias y las bugambilias que crecían en las terrazas colindantes.

Bueno, mejor lo dejo aquí, que estoy un poco tonto. Y es que, aunque siempre me haya resultado mucho más creíble el concepto de entropía que el de rozamiento, o el de mitosis infinita que el de envejecimiento celular irreversible, la verdad es que hay días en los que he de reconocer que me echo muchísimo de menos.

Fotografía de Marek Straszewski.

jueves, julio 13, 2006

You never give me your money


Sentados en la última mesa del bar y con nuestras frías cervezas entre las manos hipnotizados contemplábamos el televisor. El canal sintonizado en el bar en cuestión era el Canal 40 Latino (¡con músicas de uno y otro lado!), y tras quedar epatados ante su sucesión de despropósitos audiovisuales pronto coincidimos en organizar un grupo terrorista que se deshiciese de los nombres más nocivos del panorama musical patrio. El primero de nosotros se decidió por Carlos Goñi, obviamente. El segundo, por ese hipertuneado humanoide que responde al nombre de Ana Torroja. Yo, finalmente, opté por la cantante de la Oreja de Van Gogh, dando por supuesto que el título de su último largo, "Guapa", no es mero sarcasmo. Mientras esta subasta de objetivos se sucedía, y enfocando mi vista más allá de odios y cervezas, divisé al fondo del bar unos ojos azules de mujer que se cruzaban con los míos. Casualidad, tal vez. Camuflé levemente mi cabeza tras la de uno de mis amigos. De nuevo aparecieron aquellos ojos azules. ¿Coincidencia, de nuevo?. Tal vez, de nuevo. Escondí esta vez mi cara tras la espalda del otro de mis acompañantes, y en apenas unos instantes volvió a cruzarseme tan marina mirada. Decidí entonces abandonar mi silla y acudir ante aquel foco de promesas, y tras un puñado de frases malabaristas logré que la señorita de mirada azul y sus dos amigas nos acompañasen hasta el próximo abrevadero.

Al cabo entramos en un luminoso bar que se jactaba de jamás dejar salir de sus altavoces nada siquiera comparable con el techno. Una vez allí quedamos de acuerdo en el inmenso talento melódico del Paul McCartney de finales de los 60, y nos dimos la razón en cuanto a que el ratio Lennon / McCartney, definitivamente, y a pesar de las reticencias de muchos, quedaba en un 50/50. 'Across the Universe' y 'Hey Jude' pronto vinieron a darnos la razón. Mientras, la muchacha de ojos azules asistía a mis cada vez más estúpidos comentarios con una perenne sonrisa y un amago de disposición, por lo que no ha de sorprender que pronto nos encontrasemos en el exterior de aquel bar, embutidos en un beso de tornillo. Al instante detuvimos un taxi. Nos besamos. Indicamos al taxista la dirección de mi casa. Nos besamos. "¿Paro aquí?". "No, en el siguiente semáforo". Nos besamos. Saqué las llaves, abrí el portal y entramos en el ascensor. Nos besamos de nuevo, y en el espejo del ascensor de reojo comprobamos que nuestro aspecto fuese el correcto. Entramos en mi casa dando vueltas hasta el salón, como poseidos por un vals, y una vez allí, llevado por un incontenible deseo levanté al fin su pequeña camiseta blanca. Y fue entonces cuando por vez primera divisé el contorno azul de un delfín jugueton tatuado sobre su pecho derecho.

Y yo me pregunto... ¿¡¿en qué demonios puede nadie estar pensando para llegar a cometer la aberración de tatuarse un puñetero delfín en la cima de un pecho tan sobresaliente?!?

Fotografía de Amy Rivera, vía Erotismo Gráfico.

martes, julio 11, 2006

Nadie diga que has muerto de amor, sino de fiebre


El pasado Domingo quedé con Laura. Diana se había ido a Málaga a visitar a su madrastra y, en fin, qué mas dá, eso, que llamé a Laura y quedamos en encontrarnos en una cafetería cercana. Ya antes he hablado de Laura, hablé aquí, aquí, aquí, y también aquí, pero temo que mi proverbial inclinación hacia lo insustancial me haya impedido hacerle justicia. Hay que comenzar por decir que Laura es una mujer excepcionalmente bella. Un cuerpo moldeado con exquisita suavidad a lo largo de una infancia dedicada al baile, el cabello negro y sedoso, y la exquisita harmonía de sus rasgos faciales te hacen llegar una primera impresión de dulzura e inocencia, impresión que salta por los aires en cuanto te cruzas con lo afilado de su mirada negra, claro indicativo de que ahí dentro pasa algo serio. Ya comenté en una anterior ocasión que juntos, lo que se dice juntos, apenas permanecimos un suspiro, lo que no ha impedido que nuestra relación se haya mantenido sujeta a una relativa continuidad a lo largo de ya bastantes años, apoyadas en el mutuo... mira qué tontería, iba a decir en el respeto, algo absolutamente falso ya que Laura y yo no nos respetamos en absoluto. No, más bien diría que nuestra relación se sustenta en un poderoso deseo de que al otro le vaya bien. Cada pequeño triunfo que ella logra yo lo siento como mío, de la misma forma que ella siente como suya cada minúscula felicidad con la que yo tenga la fortuna de tropezarme.

Esa mañana de Domingo nada más verla me pareció que estaba, por decirlo en plan cursi, radiante, tanto que por un momento se me pasó por la cabeza que estuviese embarazada. Nos sentamos en una terraza frente al parque y nos entretuvimos relatando nuestras anécdotas más recientes, hasta que en un momento dado se animó a contarme el motivo de su evidente algarabía. Me dijo que había conocido a un hombre un par de días atrás, que ya no recordaba la última vez que se había reído tanto junto a alguien, que había disfrutado cada instante que había pasado con él. Me dijo también que le había dado su teléfono pero, pasados un par de días, él aún no había llamado. Me dijo, muy tranquila, que no tenía dudas de que llamaría, tan convencida estaba de que el encantamiento había sido mutuo, "pero siempre te queda esa duda, y además ya han pasado dos días", añadió. Dijo que en su opinión el peor momento de una relación amorosa no es aquel en el que se ésta se finiquita, ni aquel en el que uno se come las sábanas preguntándose si le llegará a gustar o no al todavía lejano objeto de su enamoramiento, sino aquel en el que, la chispa ya encendida, uno ha de limitarse a esperar entre mares de nervios que las pequeñas cosas de la vida, y sus pasados y sus rutinas, no le impidan al otro tener la valentía de dar ese pequeño paso decisivo. Obviamente me dispuse a discrepar ya que en mi opinión el peor momento de una relación es, y no tengo dudas al respecto, aquel en el que uno divisa por vez primera en la mirada del otro el primer síntoma del desamor, pero no pude acabar la frase ya que en ese momento sonó su teléfono. Ella lo cogió y enseguida me hizo un gesto, el pulgar hacia arriba, la sonrisa repleta de dientes blancos: era él. Fui espectador privilegiado de un "claro que me acuerdo de tí" y de un "por supuesto que sabía que llamarías", salpicados de un sinfín de sonrisas y amabilidades. Entonces, mientras me levantaba, le hice un gesto señalándome el reloj (se me hace tarde), y al darle un billete al camarero le hice otro llevandome la mano al pecho (ésta la pago yo), para al abandonar la escena hacer el último, de imaginario teléfono acercándose a mi oído (nos llamamos). Ella me dijo adios con su mano, sin soltar el teléfono y pateando el suelo desde su silla con un ilusionadísimo subir y bajar de sus rodillas desnudas.

Y fue unos minutos después, ya en mi casa y tras apenas haber dado un sorbo a una cerveza recién sacada de la nevera, cuando comencé a sentir un intensísimo dolor en la boca del estómago.

Fotografía de Izima Kaoru, del flickr de fashionaddictdiary.

domingo, julio 09, 2006

Calendarios

"Oh, déjeme pensar", dice el anciano, ladeando su cabeza de viejo para pestañear dolorosamente al sol mientras recuerda perplejo, "mi primera esposa falleció en la primavera de...". Y por un momento le entra pánico. ¿La primavera de cuándo? ¿Pasado? ¿Futuro? ¿Qué es la primavera sino una estúpida reorganización de las células en la corteza del globo terraqueo, mientras flota eternamente alrededor de su sol? ¿Qué es el propio sol sino una entre mil millones de estrellas camino de la nada? ¡El infinito! Pero pronto las válvulas e interruptores de su cerebro empiezan a hacer su cansado trabajo, y puede decir: "La primavera de mil novecientos seis. O no, espere... -y la sangre se le enfría otra vez mientras las galaxias giran y giran-. ¡Ya lo tengo! Mil novecientos... cuatro". Ahora está totalmente seguro, y un bienestar repentino le hace palmearse involuntariamente el muslo de satisfacción. Puede que haya olvidado la sonrisa de su primera mujer y el sonido de su voz cuando lloraba, pero el hecho de adjudicar a su muerte una serie de cifras también da coherencia a su propia vida, y a la vida misma. Ahora los demás años pueden encajar obedientes donde les corresponda, cada cual con su ordenada contribución al conjunto. Mil novecientos diez, mil novecientos veinte (¡Vaya, pues claro que se acuerda!), mil novecientos treinta, cuarenta... y así hasta llegar a la merecida paz de su presente y seguir hacia la moderada promesa de su futuro. La tierra puede reanudar tranquilamente su quietud ("¡Huele esa hierba fresca!") y es el mismo sol de siempre el que le ha estado sonriendo todos esos años. "Sí, señor", puede decir con autoridad. "Mil novecientos cuatro", y esta noche contemplará con agrado las estrellas, como señales de su definitivo descanso celestial. Ha puesto un orden al caos.

Texto de Richard Yates, extraído de Vía Revolucionaria (1961).

Fotografía de Circle 23.

viernes, julio 07, 2006

Playlist


Headphones. Silence. Playlist. Play.

104. Barbara Morgenstern - The Operator
Take me, take me to the operator, to the operator to discuss some questions.
076. The Organ - Brother
Here is the best part of the song, where I admit that I might be wrong.
677. Tapes n' Tapes - Insistor
And don't be terse and don't be shy, just hug my lips and say good lies.
909. The Knife - Silent Shout
In a dream all my teeth fell out, a cracked smile and a silent shout.
315. Mum - Green Grass Of Tunnel
Behind these two hills here... there's a pool.
214. Lali Puna - Micronomic
It’s so hot in here, it’s burning outside, and all your teenage idols have left the building.
510. Takako Minekawa - Plash
リムネットサービス案内へようこそ!
119. Tarwater - 20 Miles Up
How easy it would be to open you up and drink you down...
021. Tujiko Noriko - Fly
And fly, and fly, and fly, and fly.
700. Cocteau Twins - Pearly-Dewdrops' Drops
Tis the lucky lucky penny penny penny buys the pearly dew drips soaks.

jueves, julio 06, 2006

El gordo dijo Camerún

El día anterior los mosquitos me habían acribillado, pero esta vez las picaduras de forma extraña se hacían notar con mayor virulencia durante el día que durante la noche, así que cuando tras ducharme y vestirme me dispuse a salir apenas me molestaban. Vagué sin rumbo fijo durante unos minutos y, tras pasar junto a un anuncio de Dove en el que se podía ver a una morena rolliza junto a la leyenda "presume de axilas", me decidí finalmente a encaminarme hacia mi puticlub favorito. Al llegar, en la puerta me crucé con un joven de gafas con una camiseta negra en la que se podía leer un NO en letras grandes, y luego en letras más pequeñas un no pienso arreglar tu ordenador. Un chiste de informáticos, supongo. Qué risa. La monda. Entré en el puticlub, pero allí no quedaba ni rastro de las putas ni de los sofás de skai ni de los mosaicos de espejos de las paredes. Todo lo contrario, aquello estaba repleto de críos, mucha luz, y farolillos y guirnaldas adornando cada rincón. Sonaba el "Turquoise Hexagon Sun" de Boards of Canada, lo que me resultó extremadamente inapropiado. Entonces uno de los críos, de unos seis o siete años, pelo moreno y ojos verdes, se acercó, agarró mi mano y gritó "¿¡ves mamá como papá vendría!?". Una mujer se acercó entonces y me dijo "vaya, no esperaba que aparecieses por el cumpleaños de tu hijo, ¿es posible que para tí quede aún una esperanza? Por cierto, te queda genial el pelo largo". Pensé en contestarle que mi pelo no era largo y que si estaba allí era de casualidad, pero me hacía tanta ilusión verla sonreir después de tanto tiempo que no dije nada. El niño me soltó la mano y se dirigió al centro del bar, donde el resto de chavales se arremolinaban, jugando a probarse disfraces. A su derecha, un grupo de mujeres hablaban formando corrillos, salvo una mujer pelirroja que apartada de las demás fingía dedicarse a limpiar los mensajes del buzón de entrada de su móvil. A la izquierda un grupo de hombres, los padres supongo, sentados en grandes sofás dispuestos en filas paralelas miraban hacia una pantalla gigante de televisión. Un partido de fútbol. Me acerqué y pregunté "¿quien juega?". Un hombre gordo me contestó: "semifinales del mundial, Camerún contra Austria". Yo volví a preguntar "los de verde, ¿quién son?". El gordo dijo Camerún. Me quedé un rato viendo el partido junto al resto de padres, quienes vitoreaban cada jugada de Camerún y silbaban cada esfuerzo de Austria. Me pareció ridículo, así que me levanté y me dirigí a los baños. Allí, en un espacio mínimo, se concentraban todas las putas del bar. Una de ellas me increpó "no sé como se te ha ocurrido organizar el cumpleaños de tu hijo aquí, mira como nos tienes". Yo me disculpé y, ya que estábamos allí, propuse iniciar una gran orgía que comenzase con una irregular sucesión de franceses naturales y finalizase en una explosión de griegos profundos, pero una de ellas contestó que no le parecía correcto porque podía entrar algún niño o, peor aún, algún seguidor de Camerún. Tenía razón, así que propuse a cambio que jugásemos a las palabras encadenadas. Les pareció genial, y dieron palmas y profirieron grititos de excitación. Entonces una de ellas, al fin, dijo: "vale, empiezo yo: maraca". Era mi turno, dije: "camión".

miércoles, julio 05, 2006

Galería de estampas veraniegas. I - Un atardecer en la Acrópolis

Si llegase un día en el que tras el enésimo colapso de moribundia dos enfermeros acudiesen a sacarme de casa, y me bajasen por las escaleras en volandas, la osamenta transformada por el paso del tiempo en un amasijo de piezas en equilibrio precario, los músculos atrofiados, el resuello perdido y la mirada gris, y tras sentarme en una ambulancia me hablasen como se le habla al que, se sabe bien, apenas le queda tiempo, un poco demasiado despacio, un poco demasiado alto, "no se preocupe que enseguida le hace efecto", "no tema, le tengo, no se va a caer", si eso sucede, si todo eso sucede, que sea en invierno.

Fotografía de David J. Nightingale.

martes, julio 04, 2006

Gymnopedistes


Erase una mujer que cada noche, absolutamente cada noche, de forma invariable, soñaba que acababan con ella. Unas veces se trataba de un niño travieso que desde un tercero lanzaba a su paso una maceta, otras de un conductor imprudente que le atropellaba en un paso de cebra, otras de un ladrón nocturno con malas pulgas y peor pulso. Soñaba que acababan con su vida, y entonces despertaba. Quien me contó su historia fue su psiquiatra. Me dijo que si bien los sueños recurrentes, aquellos en los que se sueña exactamente lo mismo, son relativamente habituales, no lo son tanto aquellos en los que como en este caso el fin es siempre el mismo pero no así la forma de llegar a él. Me dijo también que esta mujer, su paciente, era alguien muy risueño y que solía hablar con sorna de éste su desequilibrio. Que le contaba cómo por las mañanas nada más despertar le decía a su marido: hoy ha sido un motorista borracho! hoy un asesino en serie! hoy un drogadicto nervioso! Que quería arreglar su desorden, claro, pero no porque lo considerase una fatalidad, sino porque, simplemente, lo consideraba un engorro.

La mujer que cada noche soñaba que acababan con su vida seguramente no habría sido tan confiada si hubiese caido en la cuenta de que el desamor y la desconfianza son males que se contraen en apenas un instante, virus para los que una vez inoculados no hay cura. Lo que hace apenas un segundo era confianza, amor y entrega puede en tan sólo unos instantes transformarse en sospecha, en recelo, en suspicacia, y el detonante puede hallarse, suele hallarse, en las cosas más nimias, en las más cotidianas y por tanto las más peligrosas. En una mirada esquinada, en un gesto desconfiado, en una palabra inconveniente. O en un sueño inoportuno.

Su psiquiatra me dijo que aquella mujer llegó un día a la consulta y su gesto risueño se había esfumado. Que dijo casi llorando que aquellos sueños, ahora sí, estaban acabando con su vida. Dijo que unos días antes había soñado que llegaba a casa y encontraba a su marido en la cama con su mejor amiga. Que entonces su marido le había mirado con un odio indescriptible y la había perseguido por toda la casa hasta darle alcance y estrangularla. Dijo que en ese instante, al sentir su vida esfumarse, había despertado y al abrir los ojos la cara de su marido estaba frente a la suya, dormido, y que no pudo evitar un sobresalto. Dijo que ahora no podía alejar de su mente el recuerdo de aquella mirada de odio, y que desconfiaba cuando le tenía detrás suyo, y que temblaba cuando agarraba un cuchillo para siquiera iniciar la inocente tarea de cortar el pan. Y sabía que todo había sido un sueño, sí, pero no podía evitar el temor, no podía recuperar la confianza y el abandono, todo eso ya no existía. Preocupado, pregunté al narrador, su psiquiatra, si aún podía hacer algo por ella. Y me dijo que algo debía hacer, y que además debía hacerlo pronto, porque era tan sólo cuestión de tiempo que todo empeorase, algo que sucedería en el inevitable momento en el que soñase que quien acababa con su vida no era un niño travieso, ni un drogadicto nervioso, ni su marido infiel, sino ella misma.

Fotografía de Kassandra.