jueves, febrero 26, 2009

El traje del emperador

Si tuviese tetas podría pasar por una de las protagonistas de Sex & The City. No hablo de la costumbre de emparejarse con personas de mentira. No hablo de la facilidad para protagonizar conversaciones desastrosas. Hablo de la ropa. Yo compro de día y compro de noche, compro por catálogo y compro por teléfono, compro online y compro en persona, e incluso, memoria de otros tiempos, a veces me la regalan. Demonios, tengo un armario en cuyo interior se puede caminar. Así de grave. En ese sentido soy como una tía, una tía tonta, se entiende, que tampoco quiero ofender a nadie que no sea a mí mismo. Y no es que el asunto me cause graves complicaciones económicas, pues aunque gasto mucho en esas y otras felicidades artificiales, luego no tengo gastos de persona mayor. Ni hipotecas, ni seguros, ni letras; no cargo con más deudas que las sentimentales. No, no es el dinero. Es sólo que a veces pienso que si hubiese dedicado a la investigación todo el tiempo que he malgastado decidiendo si esta camisa va bien con estos pantalones, esta chaqueta con este calzado, a estas alturas ya podría haber descubierto la vacuna del sida, o al menos la de la estupidez.
Y bla bla bla. Ahora, si ustedes llevasen por aquí poco tiempo, probablemente se dirian: "ay, qué simpático vanidosillo". Pero, claro, ya no. A estas alturas ustedes ya han descubierto que este mago sólo tiene un truco, el de intentar hacer pasar sus virtudes por defectos, y sus defectos por virtudes. Y, claro, las diez primeras veces el truco hace gracia, pero luego empieza a cansar. Mira, otro conejo, pues qué bien.
Entonces por qué. Bien. Llegados a este punto es importante que sepan que esto lo hago por prescripción facultativa, y que ustedes no pintan nada. No lo digo por molestar, sólo a título informativo. Me explico. Muchos de los blogs que leo se estructuran a partir de la considerable falta de autoestima de sus autores, pero éste, en cambio, lo hace a partir de lo contrario. Yo en el 3D estoy acostumbrado a que se me trate por lo que parezco y no por lo que hago, lo cual tiene sus ventajas para alguien que de alguna manera ha hecho de la impostura su estilo de vida, pero también acarrea numerosos efectos secundarios. Algunos muy serios. Así que para combatirlos vengo aquí, escribo cuatro chorradas pensando que estoy dando con la fórmula de la coca-cola, y luego me releo y me digo "menudo subnormal", y así me desinflo el ego. Exacto, a eso vengo: a pincharme el globo, entusiasmado de paso con el hecho de que mientras lo hago lo que se me vea no sean los ojos, sino las manos. Porque los ojos son lo que parecen, pero las manos son lo que hacen.
Y mira. Otro conejo. Pues qué bien.

martes, febrero 17, 2009

Brunoisse

Me fijo en los adornos magnéticos que hay en la puerta del frigorífico. Una Sofía Loren de curvas exageradas, un guerrero ninja en posición de ataque, un Ringo con un polo de fresa en la mano. Abro la puerta y saco los ingredientes que necesito. Una cebolla, un pimiento verde, dos tomates. Pongo una sartén al fuego y añado un poco de aceite de oliva. Agarro el cuchillo. Pico la cebolla y la incorporo a la sartén. En mi cabeza resuenan una y otra vez sus palabras.
(A tí lo que te pasa es que eres un cobarde. Un cobarde).
Agarro el cuchillo. Pico el pimiento. En brunoisse. También pico un diente de ajo. Lo añado todo a la sartén. Doy vueltas al sofrito con una cuchara. Bajo el fuego, está demasiado alto. Entonces me doy cuenta de que olvidé sacar un ingrediente, así que vuelvo hasta el frigorífico, la puerta, la Loren, el ninja, Ringo, y saco un calabacín.
(Te faltan agallas. Eres un cobarde).
Agarro el cuchillo. Pico el calabacín en trozos pequeños, prefiero que los trozos sean pequeños. Lo añado al sofrito. Habitualmente silbo mientras cocino, lo que sea, una marcha fúnebre, la sintonía de un noticiario, lo que sea, pero hoy no silbo, hoy sólo musito palabras inconexas.
(Un cobarde. Sin agallas. Un cobarde).
Agarro el cuchillo. Pelo los tomates, separo el corazón y las semillas, y después los pico, mucho, hasta casi hacerlos puré. Espero unos instantes a que el calabacín tome color, y cuando lo hace agrego al fin el tomate. Añado un poco de sal, pimienta, una rama de tomillo y una pizca de azúcar. Sus palabras, sus putas palabras, no se me van de la cabeza.
(Un cobarde. Un cobarde. Un cobarde).
Agarro el cuchillo. Agarro con fuerza el cuchillo.

jueves, febrero 12, 2009

Espejito, espejito

Cuando las mujeres se acercan a los cuarenta comienzan a... No, es broma, qué voy a saber yo lo que hacen las mujeres, ni cuando se acercan a los cuarenta ni cuando se acercan al ultramarinos. Y no es porque uno sea de los que tira de latiguillos perezosos como el de "a las mujeres no hay quien las entienda", que supongo que todo será cosa de prestar un poco de atención. No, para nada, yo si veo exactamente lo mismo en una niñata con tres para septiembre que en una divorciada con dos hijos es tan sólo porque lo que hago no es mirarlas a ellas, sino a mí mismo a su través. Lo que se conoce como un egocéntrico, vamos.
Los egocéntricos no siempre se llevan bien consigo mismos. Hace muchos años, y en otras tierras más inhóspitas, pertenecí durante un breve espacio de tiempo a un cuerpo de voluntarios encargado de prestar atención psicológica a familiares de víctimas de grandes tragedias: catástrofes naturales, accidentes con muchos muertos y cosas así. Esto sí que no se lo esperaban, ¿eh? El cuerpo en cuestión estaba compuesto en su mayoría de asistentes sociales y psicólogos, obviamente, pero para atender casos con determinadas particularidades existía una breve representación de sacerdotes, por un lado, y de individuos como yo, por otro. Enfrentados a una pérdida inesperada, violenta, los hay que necesitan creer que su ser querido, el fallecido, se encuentra en un lugar mejor, en buenas manos, bien acompañado, lo bonito de la fe. Pero otros necesitan justo lo contrario: necesitan creer que el desastre ha sido fortuito, que las cartas no están marcadas, que no existe una razón ni un responsable, que hay cosas que, simplemente, suceden. Y a mí aquello se me daba bien pues, aunque en estas lineas luzca como un gilipollas, en la distancia corta resulto bastante convincente, además de que se me tiene por persona que sabe escuchar, no sé si con razón, supongo que a veces se confunde el saber escuchar con el saber callar. Pero sí, aquello se me daba bien, bastante bien, aunque lo acabé dejando, y no porque me afectase la exposición a tanta pena, sino precisamente por lo contrario, porque apenas lo hacía. Y todos albergamos en nuestro interior zonas oscuras, zonas que es mejor no transitar.
Y sirva todo esto tan sólo para ilustrar la idea de que no existe el amor perfecto, pues ni siquiera lo es el que el egoista se profesa a sí mismo.

jueves, febrero 05, 2009

I get no kick from champagne

Cuando los hombres se acercan a los cuarenta comienzan a hacer el gilipollas. No es algo que tenga que ver con el deterioro, sino más bien con una sensación de pérdida, de que se te arrebata algo que te parece importante aunque no sepas exáctamente lo que es. Cuando se acercan a los cuarenta a unos les da por pedirle perdón a aquella chavala del instituto, disculpa que te arruinase la vida, es que estaba borracho, a otros les da por aprender a disparar, y a los casados les da por apuntarse a un gimnasio y flirtear con las chicas de personal. En mi caso a lo habitual se añaden algunas particularidades. Por un lado se le ha de sumar el que arrastre una vanidad de proporciones ciclopeas, que les voy a contar que no sepan, y por otro se le ha de restar esta permanente conciencia mía de que aquel día debí ser yo quien cayese, si es que en realidad no caí, para lo importante seguro que sí, y que lo demás es tiempo prestado. Y todo unido hace que la enfermedad se me manifieste en términos extraños. Hace unos días me detuve a pensar en mi futuro, ¿y acaso me planteé el cómo me ganaré la vida el día en que todos descubran al fin que mi talento es una engañifa?, ¿acaso me pregunté si no estaré condenado a envejecer en soledad, atravesado por dolores insoportables en la cama de un hospital de provincias? De eso nada, lo único que me planteé es que si quiero dejarme un buen bigote he de darme prisa, pues cuando mi pelo torne canoso el bigote lucirá aristocrático y sin gracia. Así que al final me he dejado un bigote humilde, no me es posible otro, un bigote que parece pedir perdón por serlo, y he descubierto que si me peino así, y añadido al gesto éste tan estúpido que tengo pintado en la cara, parezco un actor porno de los setenta, que por otra parte es uno de esos aspectos que siempre quise tener. Y cuando voy al bar el bigote me sirve para echarme unas risas con los amigos, y la farmacéutica me dice que me queda muy bien, pero no se dan cuenta, los unos y la otra, de que así no ayudan.
La farmacéutica. Creo que ya les hablé de la farmacéutica, pero si no da igual, total para lo que va a durar. A mí siempre me han gustado las farmacéuticas porque uno si es hábil puede acabar manteniendo con ellas deliciosas conversaciones de prospecto repletas de términos fascinantes. Pero resulta que a ésta no le gusta llevarse el trabajo a casa. Mejor hablemos de otra cosa. Vaya chasco. En fin, al menos es mona, y muy elegante, una elegancia callejera, de esas que con lo mismo pueden ir al cine o a una pelea de gallos, a comer con tus padres o a una bacanal.
En fin. A través del cristal de la cafetería veo ahora a dos chicas que charlan de manera desapasionada, con la frialdad de quien se conoce desde hace ya demasiado tiempo. Una es alta y tiene las piernas torcidas. Viste pantalón de chandal y lleva una bolsa de deporte. La otra es muy pequeña y tiene un culo bonito, pero las piernas demasiado cortas. Son feúchas. Lo que más me llama la atención es que en ningún momento reparan en las personas que pasan a su lado, toda su concentración está en sí mismas y lo demás no existe. Y pienso que ahora mismo me cambiaría por cualquiera de las dos sin dudarlo un sólo instante.
Mejor subo a afeitarme.