martes, junio 30, 2009

No, cariño, no es pollo

¿Saben eso que les pasa a menudo, que van caminando por una calle estrecha e intentan adelantar al peatón que llevan delante, más lento, e intentan hacerlo por la derecha y va y se mueve hacia la derecha, e intentan hacerlo por la izquierda y se mueve hacia la izquierda, como si tuviese ojos en la nuca y muchas ganas de fastidiarles? Bien, pues sepan que eso nos sucede a todos. Y además tiene una explicación científica, aunque ahora mismo no recuerdo cual es. Y ya que estamos, déjenme que les diga algo más: mientras están leyendo estas lineas se están muriendo. Así como suena. Se mueren mientras leen estas lineas, se morían hace un rato mientras dormitaban frente a un excel de colores, y se morirán después cuando vayan al Caprabo a comprar una pizza congelada. Se mueren, y cada minuto que pasa es un minuto menos que les queda. Se siente. Alguien tenía que decírselo. ¿Verdad que tras saberlo hay cosas que ya no parecen tan importantes? Pues olvídenlo, lo son. Son las cosas más nimias las que lo encierran todo.
Yo hoy he estado muriéndome mientras me enfrentaba a toda una batería de reproches. Aunque soy una persona con un sentido de la higiene un tanto enfermizo (cambio sábanas y toallas casi a diario y me ducho como si me hubiesen violado), está visto que todo zapato tiene su horma. Y ella, al parecer, es la mía. ¡Los tiradores de las puertas están llenos de mierda! ¡Claro, parece que está nublado, con estos cristales tan sucios! ¡La de polvo que acumulan estos discos! Así que ante tal ofensiva no se me ha ocurrido otra cosa que ponerme a rebozar pescado, que es una cosa que me relaja mucho. He rebozado pescado mientras silbaba canciones del muerto, y luego nos hemos sentado a comer, y ella ha dicho que estaba riquísimo y que le diese la receta y yo he dicho que nones, que esa receta se viene conmigo a la tumba. Y he comido algo, pero sobre todo me he fijado en ella mientras comía, y el tenedor y el cuchillo y sus mandíbulas y la espalda levemente inclinada y la camiseta de tirantes y el pelo recogido y me he puesto cachondo. Y me he acercado a besarle el cuello, no por la fuerza que atrae los cuerpos en los callejones sino por puro albedrío, y ella ha protestado. Déjame comer tranquila, idiota. Ha protestado, pero no se ha defendido. Así que le he besado el cuello, que olía a jazmín, y le he besado un hombro, que olía a protector solar, y le he besado la espalda, que olía a antes de ayer. Y ella ha dejado de protestar, y ha soltado el cuchillo y el tenedor y ha sonreído. Y luego nos hemos besado, un beso que sabía a harina, cerveza, un chorrito de aceite, un huevo, sal, pimienta, ajo en polvo, una gotas de limón, unas gotas de vodka, trabajar con una varilla hasta conseguir una mezcla densa pero no demasiado, y dejar reposar en la nevera durante, al menos, un par de horas.

lunes, junio 22, 2009

Haciendo la goma

El sueño es estúpido donde los haya. Estoy con Cate Blanchett, lo cual debiera significar algo excitante, pero no lo es, en absoluto, porque resulta que estamos jugando al golf y la señorita desconoce hasta la más elemental norma de cortesía. Y cuando voy a hacer mi golpe tose y me molesta, y cuando fallo salta, ríe y me hace mofa. Que se entere todo el mundo: Cate Blanchett es una maleducada.
Me despiertan unas risas que se confunden con las del sueño y por eso lo primero que hago es dedicarle a mi interlocutora un extemporaneo "vete a la mierda ya", ante lo cual ella eleva el tono de su carcajada y luego dice: "idiota, ¿pero tú te has visto?". Me miro. Efectivamente, estaba durmiendo en una postura bastante ridícula, boca arriba, con las piernas rectas y los brazos cruzados sobre el pecho, como un muerto en un velatorio. Desempaño mis ojos y me fijo en quien está a mi lado en la cama, incorporada, con la sábana bajo los hombros. Es Diana. Como siempre, en primer lugar reparo en lo accesorio: veo que tiene el pelo mucho más largo que antes, lo cual le confiere un aspecto más sereno y, aunque resulte ridículo decirlo ahora que estamos aquí y así, más inaccesible. Luego ya reparo en lo importante: ¿qué demonios hace aquí?. Me cuesta unos instantes atar todos los cabos. Ayer fui a un bar al que hace tiempo que no iba, y allí unas manos diminutas me taparon la visión. ¿Quién soy? Dije cuatro nombres. Nada. Que soy Diana, idiota. Me dio la enhorabuena, y en sus ojos distinguí una felicidad sincera. Luego me habló de su madre y de su carrera y de sus viajes y empezó infinidad de frases con un te acuerdas. Cuando quise darme cuenta mis amigos ya no estaban, así que juntos fuimos a otro sitio, y luego a otro, y yo pedía cerveza y ella coca-cola light, y ahora estamos aquí, ella con el pelo sobre sus hombros y yo tumbado como un muerto. La miro y me sonríe. Y luego deja de hacerlo, y cambia el gesto, y entonces sé que no me va a gustar lo que está a punto de decirme. Y desearía cerrar los ojos y volver al campo de golf con la Blanchett; prefiero que se rían de mí a que me pidan explicaciones. Pero ya no hay marcha atrás. Habla. Dice que cuando nos separamos lo pasó mal. Muy mal. Que conectábamos bien, que había química, que aquello podía haber funcionado, que estaba contenta. Y que sabe que yo también lo estaba, hasta que un buen día me empeñé en estropearlo todo. No entiendo por qué lo hiciste. No lo entiende.
Y entonces comienzó a hacer lo único que se me ocurre: impedir que de mi boca salga una sóla verdad. Mentir como un bellaco. Por supervivencia. Porque hay momentos en la vida en los que brillas tanto que puedes permitirte cualquier error, pero en cambio hay otros en los que no puedes hacer otra cosa que agarrarte a tu propia existencia sin saber muy bien por qué lo haces, un poco a la manera de esos ciclistas que siempre parecen a punto de quedarse pero nunca acaban de hacerlo, conscientes de que un metro puede significarlo todo, ajenos a la excelencia y sin más recurso que la épica, amarrados a la rueda más cercana como si les fuese la vida en ello, con la esperanza de llegar a meta y mañana, quién sabe, quizás será otro día.

jueves, junio 11, 2009

La máscara veneciana

Martina dice que le encanta la llegada del buen tiempo porque conlleva que todo el mundo comience a hacer vida de puertas afuera, y se relacionen los unos con los otros, y sean más sociables, y todos parezcan más felices. Y también, esto ella no lo dice pero ya lo añado yo, porque así puede lucir esas patorras de jovenzuela insolente, tan peligrosas para el tráfico urbano como los cruces mal señalizados. A mí, en cambio, la llegada del buen tiempo me pone en guardia y me afecta incluso en lo físico. Lo cual puede que se deba a mi herencia esteparia o quizás a mi natural asténico, aunque en realidad creo que se debe al hecho de que estos días todo el mundo comience a hacer vida de puertas afuera, y se relacionen los unos con los otros, y sean más sociables, y todos parezcan más felices.
A Sebas y su chica la vida les sonríe. Sus carreras se desarrollan en imparable ascenso, se tienen el uno al otro, y acaban de comprarse una preciosa casa en las afueras con jardín y piscina. Para inaugurarla deciden invitar a sus mejores amigos a una barbacoa en algo que pretenden convertir en el primer capítulo de una larga tradición. Yo decido darle mi toque personal a la celebración y me presento con una resaca descomunal, de las que te llegan a hacer creer que vives la vida de otro. De regalo les llevo una bonita máscara veneciana, pues a mis amigos trato siempre de regalarles algo de mi propiedad en lugar de algo sentimentalmente neutro, recién comprado. Cuando llego al jardín me tumbo en una hamaca comodísima. Desde allí, el sol, el dolor de cabeza, lo veo todo en tonos sepia, como de fotografía antigua. El olor a salchichas asadas se mezcla con el olor a cesped fresco. El jardín está lleno de gente que habla y sonríe. Sebas le pregunta a su chica por el ketchup, y ésta le dice que era él el encargado de comprarlo y que ahora no hay y se enfada. Ariadna, la hermana de Sebas, se sienta a mi lado, me presenta a su novia, y pasa a detallarme las diferencias existentes entre las políticas sociales que se llevan a cabo en el norte de Europa y las del sur, y habla y habla hasta que no me queda más remedio que decirle: "Ari, tú sabes que yo te quiero con locura, pero por Dios, haz el favor de cerrar ya el pico", y se ríe y me da un beso en la frente y se va. Doy gracias de que la mayoría de esta gente me conozca bien, pues de lo contrario a estas alturas probablemente pensarían que soy retrasado o algo. El niño de Martina es la indiscutible estrella de la fiesta, y hace monadas y luego se caga y el chico de Martina dice "yo le cambio" y todas las mujeres de la fiesta le miran con ternura. JM viene y me dice que tenemos que convencer a Sebas de montar otra fiesta, una buena fiesta, y luego apostilla: "esa piscina está pidiendo a gritos que la llenemos de tías en tanga". La chica de JM me trae una hamburguesa y le digo "gracias, guapa". JM me trae una copa y le digo "tío, te quiero". Martina viene y me cambia la copa por un vaso de agua y le grito "¡zorra!". Trato de comerme la hamburguesa, pero no paso del primer bocado. Hace calor. Mucho calor. Así que me levanto, me quito la camisa y los zapatos, echo a correr y me lanzo a la piscina. Cuando saco la cabeza del agua oigo aplausos, y veo a Ari quitándose la falda y a su hermano gritando "¡ni se te ocurra!". Y entonces pienso que además de camisa y zapatos también debí haberme quitado los pantalones. Y luego pienso "mierda, el móvil".

jueves, junio 04, 2009

Décadas

Las cosas más importantes de la vida suceden muy pronto y muy deprisa, y quedamos condenados a vagar por los restos a la búsqueda de algo que en el mejor de los casos no pasará de sucedaneo. Las cosas más importantes de la vida sólo suceden una vez, porque cuando lo hacen por segunda ya son otra. Es posible que ahora coseches un éxito rotundo a celebrarse en una lujosa ceremonia con doscientos comensales, y será sin duda muy emocionante, pero no significará apenas nada comparado con el subidón de aquel gol y aquellos abrazos infantiles en aquel trofeo interescolar. Es posible que ahora, tras una noche de diversión y risas y abandono, acabes en la cama con la ganadora de un Goya, y será un suceso sin duda reseñable, pero nada tendrá que ver con aquel primer beso, aquel Mayo, en aquella terraza oscura. Y es posible que cualquier día escuches una nota musical que te estremezca, y será un sentimiento fabuloso, por supuesto, menos mal que nos queda la música, pero que muy difícilmente podrá competir con el maremoto que provocó aquel "each ritual showed up the door for our wanderings, open then shut, then slammed in our face" atravesando la puerta cerrada a cal y canto y enano no se te ocurra entrar de la habitación de tu hermana.
Sebas dice que su definición de felicidad tiene que ver con aquel día en el que con su primer salario se compró un coche de segunda mano y luego fue a recoger a su novia, y con ello me da la razón. Martina dice que su definición de felicidad tiene que ver con el día en que nació su hijo, y pretende decirme que si lo más importante sucedió justo ayer también puede suceder justo mañana, pero sin querer lo que hace es ponerme otro clavo. Eva dice que lo que me pasa es que me aterra la idea de que las cosas me vayan bien porque tengo una concepción determinista del pasado, ajeno al hecho de que casi todo acontece sujeto a un mero azar. Que hay cosas que no se merecen ni se maduran: tan sólo suceden. Y es posible que tenga razón. Igual me quejo de vicio. O igual exagero. Puede ser. No sé. Quizás lo único que me pasa es que a veces me gustaría reencarme en mí mismo hace unos años, y revivir aquellos chispazos que hacían que todo saltase por los aires, y esta vez tener bien presente que no hay que bajar nunca la guardia. Que a veces me gustaría reencarnarme en mí mismo hace unos años, y revivir aquella emoción de lanzarme al vacío hoy sí y mañana también, y esta vez ser consciente de que el revolver que nos dieron sólo tiene ocho balas. Que a veces me gustaría reencarnarme en mí mismo hace unos años, y revivir aquellos días con ella, y que esta vez no se muera.