jueves, febrero 09, 2006

Fianchetto

Cuando desperté, dado que era domingo y era febrero, tuve la certeza de que algo reseñable iba a suceder. Y el día apenas había acumulado unas pocas horas cuando caminando junto a un Corte Inglés me crucé con Silvia, una de las primeras mujeres que lograron que el corazón me diese un vuelco de esos que le dejan a uno sin aire. Silvia y yo nos conocimos hace una eternidad, cuando nos tocó enfrentarnos en dos ocasiones consecutivas, en dos años sucesivos, y en el último no habíamos cumplido aún los quince años, en los campeonatos nacionales de ajedrez. Lo más destacable de Silvia, al margen de la excelente técnica que le había inculcado su madre, una reputada maestra hispano-suiza, eran sus ojos, unos ojos azules enormes, que te clavaba desde el saludo inicial, y que en el transcurso de la partida había que evitar por todos los medios posibles, porque contemplarlos era naufragar, era marearse. Era perder.

Tras el emocionado saludo, y como hacía muchos años que no nos veíamos, decidimos acercarnos a la cafetería más cercana para hablar tranquilamente de pasados y presentes. Me relató entonces su actual trabajo, en el cual gastaba horas rodeada de jóvenes, y hablamos con una cierta desesperanza teñida de aires de superioridad de la gran diferencia existente entre los intereses que mueven a los adolescentes de hoy y los que nos movían a nosotros entonces. Hablamos de esos jóvenes que resultan más conservadores que sus padres, y de los conceptos tan básicos que manejan, conceptos tan perezosos como los de igualdad o justicia, y de su absoluta necedad en lo relativo a los valores que, concluímos, nos movían a nosotros: el de la curiosidad, el del conocimiento, el de la superación. Pedimos otra cerveza, y recuperada la complicidad de antaño pasamos a comparar el número de desengaños que cada uno de nosotros acumulaba, y lo cierto es que andábamos parejos. ¡No estamos hechos para los empates!, gritamos al unísono, tan compenetrados como cuando hicimos de aquella frase nuestro caballo de batalla. Y no tardamos en, como era inevitable, pasar a rememorar la primera vez que nos enfrentamos, aquel día en que ella respondió a mi cortés saludo con un "muérete, bastardo"; y luego recordamos la segunda, cuando al acabar la partida le dije "me fascina tu juego" y ella me respondió "y a mí me fascina tu mirada" (bingo, el vuelco del que hablé antes); y después hablamos de aquel viaje a Berlín con la federación, y de cómo dimos esquinazo a los demás en el Tiergarten, donde nos sentamos durante un puñado de mágicas horas a devorar extasiados el recién robado librito con las mejores partidas de Botvinnik. Y luego recordamos aquel beso, y aquel calor, y recordamos también que entonces, ciertamente, nos daban igual la justicia y la igualdad y el conocimiento y la superación, y que lo único que conseguía movernos era un ansia desmesurada por ganar y ser ganados, por competir, por medirnos. Y que, por tanto, las conclusiones a las que habíamos llegado unos minutos antes eran tan sólo un reluciente montón de basura treintañera.

En fin, que había quedado esta noche para cenar con ella, pero sospecho dos cosas: que al final decidiré no acudir a la cita, y que ella ha decidido exactamente lo mismo. Porque durante unos instantes podríamos dejar que el recuerdo y el cariño nos permitiesen fingir que no fuimos lo que fuimos, y que ahora no somos lo que somos, pero lo cierto es que sabemos bien que, desgraciadamente, no, no estamos hechos para los empates.

Fotografía de Michael Helms.
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