viernes, enero 25, 2008

Los animales sólo piensan cosas prácticas

A lo largo de mi vida siempre he acabado abandonando todo aquello que se me daba bien. Me he abalanzado sobre cada nueva tarea con el espíritu obsesivo que, qué cosas, hay quien toma por virtud, y una vez que he llegado a destino, o siquiera olido la meta, me he marchado, casi siempre sin hacer ruido. Me gusta decir que he actuado de esa manera llevado por una personalidad multidisciplinar, siempre ávida de nuevos retos. Pero no es cierto. En realidad lo he ido dejando todo por miedo al halago, y a no verme reflejado en el halago, y a sentirme un impostor, y a serlo. Y al roce, sobre todo al roce. El listón siempre ha estado demasiado alto. Cuando antes llegaba a casa y me tajaba el alma no lo hacía por sentir un dolor, ni por sentir un placer, ni por sentir un sentir. Tampoco por llamar la atención, como una adolescente a la que le quedaron tres. No, lo hacía por despecho, por darle a todo este sindios un poquito de perspectiva. Decían: "una nueva mirada que traza la linea que une los clásicos con...", y tajo. Mirad lo que hago con vuestra nueva mirada. Aparecía un pie de foto en la página veintiseis. Y tajo. Mirad lo que hago con vuestra nueva efigie. Se daba otro remolino, más miradas que sólo veían lo que querían ver, más roces -sobre todo los roces- en la espalda, los brazos, el cabello. Y tajo. Mirad lo que hago con vuestro nuevo juguete. Claro que entonces la maquinaria era distinta. Y tanto que lo era. Ahora cuando llego a casa y cierro tras de mí la puerta siento poblarse las gradas, y cuando en la cocina tomo un cuchillo escucho a las novias sofocar un grito y a las madres cubrir los ojos de sus hijos. Y cuando con ese cuchillo elaboro inocente una sopa minestrone todo se llena de exclamaciones de alivio pero también decepción. Y cuando entro en la cama y apago la luz y ya nada más se mueve, entonces escucho alaridos de desaprobación, coros de voces indignadas. ¡No es por esto por lo que hemos pagado! ¿Dónde está nuestra sangre? No entienden que aquí ya no hay nada que ver. No entienden que no es el amor lo que mueve el mundo, sino su contrario, el desamor, y no el que sigue a la indiferencia y el rechazo sino el que brota de la ausencia, de su irreversibilidad. La ausencia. Peor aún que la pérdida. La pérdida es el pozo, la ausencia es el vértigo. Y si nadie me detiene soy capaz de seguir diciendo tonterías similares de aquí al fin de los días. Así que va, circulen, se acabó la función, largo de aquí, fuera de mi vista, ya. Dispérsense. Yo ahora debo partir hacia el mar, se hace absolutamente necesario que me acerque al mar, para allí de nuevo imaginarme inquebrantable, aunque para conciliar el sueño siga necesitando pronunciar su nombre tres veces, tres veces, tres veces.

lunes, enero 21, 2008

Y así pasaron muchas, muchas horas

Inicié mi discurso cuando el número de invitados aún era pequeño, un discurso que tuvo duras palabras para el atajo de enanos mentales que andan estos días destacando lo del "tenía un coeficiente intelectual superior al de Einstein", sin darse cuenta de que no hablan de un alquimista sino de un pintor, y que giró alrededor de la idea de que al igual que hay disciplinas que nacen, renacen o mutan de la mano de sus genios, otras deberían en cambio morir con ellos. Mañana deberíamos todos juntarnos en un bosque, cavar un enorme agujero, sepultar todos los tableros del mundo, y luego mear encima, a ver qué sale. Algo interesante, seguro. Cuando terminé mi alegato Sebas tomó la palabra:
- Amigo, no te enfades, pero creo que hablo por todos cuando te digo que no tengo ni puta idea de qué demonios nos quieres decir.
A continuación, y tras mi mención a un nuevo juego de cuchillos con hoja de filo quirúrgico, pasamos a discutir el asunto de mi sociopatía, pero se llegó a la conclusión de que la misma no puede ser otra cosa que pose, pues tras un repaso no demasiado profundo me vi obligado a confesar que me salen no menos de cinco personas por las que daría mi vida sin dudarlo un instante. De ahí en adelante los temas de conversación pasaron a ser cada vez más barrocos aunque, por obra y arte de bodega y farmacia, a todos nos parecieron más divertidos. Así que paso a enumerar una serie de anécdotas sin orden claro, que tampoco lo tiene aún en mi cabeza. JM dijo que esperaba que no nos importase que hubiese invitado a la fiesta a X, una bella y joven presentadora de televisión, y todos nos reímos de él, risas que nos hizo tragar uno por uno cuando al rato, efectivamente, apareció X. Le comenté a Nerea que nunca me veo tan lúcido como cuando camino, y ella me dijo que nunca se ve tan lúcida como después de un orgasmo. Alguien apagó la música y se marcó un a capella de "Amanecí en tus brazos", interpretación que fue saludada con vítores y aplausos. JM le contó a X alrededor de una docena de chistes que incluían la palabra "pene". Se fundó a la vieja usanza, con saliva, el primer club de fans de la Mantequería Bravo. Y en un momento dado Marta me dijo que me notaba especialmente cariñoso con ella, y me preguntó qué me sucedía y que si pensaba dejarla.
Como me sucede siempre, no recuerdo cómo acabó la fiesta ni cómo se fue cada cual, y al despertar he tenido esa sensación que se tiene cuando se está pasando un mal momento, y los amigos te emborrachan, y a la mañana siguiente se agolpan en un sólo instante todos los sentimientos que te ahorró el periodo de embriaguez. No he acabado de localizar el origen del problema, no se me ocurre ninguno evidente, aunque en todo caso luego me he levantado, he visto la mesa del salón llena de vasos manchados de carmín, una de mis visiones favoritas, y se me ha pasado.

jueves, enero 17, 2008

Contigo, hipoxifilia y cebolla

Hace muchos años tuve una novia junto a quien pasaba las tardes de domingo en una cafetería, siempre la misma, devorando un sandwich mixto con huevo, en el televisor los goles de la última jornada. Desde entonces esa viene a ser para mí la definición de aburrimiento. Eso he recordado hoy sentado en una cafetería junto a Marta, devorando un sandwich mixto, en el televisor la sección deportiva de un telediario. Tras el escalofrío me he cambiado de asiento, he dado la espalda al televisor y he ido sacando temas de conversación intrascendentes, espoleado por el extraño efecto euforizante de según qué resacas. Hemos acabado hablando de la muerte del poeta, y he sugerido que tales acontecimientos son siempre una tragedia que va más allá de la eventual valía del difunto, por el simple hecho de que poetas apenas quedan. En el siglo XIX a nadie le preocupaba la muerte de la siguiente ballena. He añadido que hay determinadas personalidades que jamás deberían abandonarnos, como son los poetas, o el señor del acordeón que te da los buenos días a la entrada del centro comercial, o la señora gruñona de la tienda de chucherías de la esquina, por su condición de irremplazables, de únicos en su género. Marta, mientras, ha ido dejando sus comentarios aquí y allá, a veces mostrando un acuerdo y a veces una discrepancia, haciendo como que no pasaba nada. Pero yo sé bien que su cabeza estaba en otra parte. En realidad se estaba haciendo un puñado de preguntas. Se preguntaba donde cojones pasé yo ayer la noche, y se preguntaba si no sería demasiado temerario el preguntarlo, y se preguntaba si todo esto merece la pena. Y aunque la respuesta a esa última pregunta está clarísima, supongo que ella aún tardará unas cuantas semanas en verlo. Siempre tardan. No sé si he hablado alguna vez de uno de los sueños recurrentes que tengo, uno en el que aparezco manejando una de esas enormes grúas que se emplean en demoliciones, esas de cuyo extremo cuelga una enorme bola maciza capaz de derribar una fachada de un sólo golpe. Está claro: una maquinaria demoledora, una sustancia letal derramada en la cabecera de un río, un pirómano en una gasolinera, por ahí debe de ir el símil. Supongo. O no. Yo qué sé. Hay días en los que no acierto a decidir qué sería lo correcto, si apuntarme a nadar o volar una presa.

martes, enero 15, 2008

Quizás otra vez te echaré la culpa a tí

Sebas y yo nos hemos apuntado a un campeonato de mus. Hemos pasado una semana excitadísimos, afilando estrategias, coordinando movimientos, repasando todas las películas del género. Cincinnati Kid, Rounders, El Golpe, California Split. Nos sentíamos imbatibles. Y nos han eliminado en primera ronda. Aquello no ha sido una derrota, ha sido una masacre. Le hemos echado la culpa al azar.
- El azar no ha estado de nuestro lado.
- El azar nos ha dado la espalda.
Luego el azar nos ha sonreído. En las bases del campeonato se reflejaba que una de las parejas eliminadas en primera ronda sería respescada para la segunda mediante sorteo puro y duro. Y hemos resultado agraciados. Y hemos jugado la segunda ronda, en lo que ha resultado ser una de las partidas más cortas de la historia del mus. Casi no nos ha dado tiempo a sentarnos. Una derrota sin paliativos. Esta vez le hemos echado la culpa a las cartas.
- Si no te salen cartas no se puede jugar.
- Sin cartas es imposible.
Le hemos echado la culpa al azar, a las cartas y después, según avanzaba la noche, cada vez más el uno al otro. Y así hasta que a las tantas en un bar nos hemos enzarzado con tres chavalas. Sebas ha bailado con dos de ellas, y sujetaba su copa y movía los hombros y les hacía reír, y yo he charlado con la otra junto a la barra. Llevábamos una borrachera similar, melancólica y palabrosa, por lo que la conversación se ha desarrollado con fluidez. Yo le he contado que para mí el disco del año ha sido el de Burial y la película del año la de Tarantino, y ella me ha dicho que para ella el ingrediente de ensalada del año ha sido la anchoa y el color de pintauñas del año el negro. Luego me ha dado un ataque de intimidad y le he confesado que durante años llevé a cuestas una pena muy grande, en un saco enorme echado a la espalda, y que aunque ahora esa pena me cabría en un bolsillo, yo aún no me he deshecho del saco. Ella me ha propuesto que fuésemos a mi casa. Le he dicho que no era posible, que había una mujer en mi cama. Y entonces me ha propuesto que fuésemos a la suya. Le he aclarado que al decirle que había una mujer en mi cama no estaba haciendo constar un problema de índole logística, sino moral, y luego he hecho una broma para suavizar en lo posible el rechazo. No sé si ha funcionado, pues el alcohol le hurtaba a su rostro toda gestualidad, o a mí toda capacidad de desentrañarla, que también puede ser. Ella ha seguido hablando.
- ¿Y qué opina la mujer de tu cama de lo del saco?
- No se lo he contado.
- Pues deberías. A las mujeres suele gustarnos que nos permitan compartir ese tipo de cargas.
- Igual tienes razón. Oye, ¿sigue en pie lo de ir a tu casa?
- No, ya no.

viernes, enero 11, 2008

Siento como si... como si... ¡como si bailase!

En las escaleras mecánicas del centro comercial los hombres miran a las mujeres y las mujeres se miran en los espejos. La mayoría se atusa el pelo, salvo la que va delante mío que se mira de perfil y saca pecho. En la planta de mujer entrego mi compra y pido que me lo envuelvan para regalo. La chica que me atiende acaba de comenzar su turno, la he visto bajando de un bus y entrando a la carrera. Le sale un envoltorio espantoso. Vaya churro, me dice. Hay mucha gente esperando detrás, así que pienso en decirle que sí, que lo deshaga y vuelva a empezar, con la malsana intención de situarle la jornada en cuesta arriba. Eso es lo que pienso, pero al final lo que le digo es que no pasa nada, que así vale, total, para lo que va a durar. Después, mientras me alejo, pienso que debería coordinar mejor lo que pienso con lo que digo, y más tarde me planteo si no debería dejar de darle tantas vueltas a cosas tan insignificantes.
Salgo del centro comercial, camino un par de manzanas y llego al lugar donde he quedado con Martina, quien poco después llega, a la carrera, ataviada con un pantalón de chandal negro ajustado, una sudadera roja con capucha y una bufanda negra. Viene de correr por el parque y trae el gesto a la vez exhausto y satisfecho de quien acaba de completar una tarea agotadora pero, eso estima, necesaria. Estos días a todo el mundo le da por extirparse los excesos navideños a golpe de flagelo, pero no es mi caso pues yo, como cada año, en estas fechas he perdido peso. Me fijo en su flequillo empapado y desordenado sobre la frente, en el pelo recogido en una coleta, y en las gotas de sudor que salpican sus mejillas y que ayudan a abundar en esa sensación de marea alta que suelen convocar sus ojos, tan grandes y tan azules. La contemplo e imagino cantábricos, y olas que se deshacen espumosas contra los acantilados, y hectareas de vegetación salvaje creciendo al borde de playas inaccesibles. Le digo que se acerque y ella lo hace, inocente y expectante. Cuando la tengo lo suficientemente cerca inclino mi cabeza, y la olfateo. Me empuja. ¡Serás cerdo!. Se ríe. ¡Menudo cochino!. Más tarde, al despedirnos, le hago el gesto de iniciar un abrazo, pero esta vez no pica. ¡Y una mierda!. Y suelta otra carcajada. Mientras se aleja le miro el trasero. Ella no se gira, pero me intuye, y desliza sus manos sobre la espalda y me dedica dos puños cerrados, los dedos corazón extendidos.
Llego a casa y permanezco de pie en el centro del salón, concentrado en el cuadro que hay sobre el sofá, esa mirada indescifrable de dos metros de ancho que, a pesar de los años que lleva conmigo, aún no he convertido en cotidiana y por tanto en invisible. Luego pienso en los eneros. Me gustan los eneros.

martes, enero 08, 2008

Match

Me pusieron un nombre conciso, de los que admiten variaciones pero no diminutivos, lo cual hurta al extraño el primer recurso de familiaridad, cosa que agradezco. Fui niño prodigio y adolescente escapista. Entendí enseguida que lo que los demás percibían como habilidades no era sino el negativo hipertrofiado de importantes carencias. Conocí a la mujer de mi vida demasiado pronto, y desde entonces las mujeres me siguen gustando, ya lo creo, rubias y morenas, vestidas y desnudas, pero ya de otra manera. Todas mis ex-amantes me reprocharon en un momento dado mi hermetismo, y todas al despedirse me dijeron que estar a mi lado resultaba agotador. Unos días me siento brillantísimo y otros la persona más común del universo, pero eso supongo que le sucede a todo el mundo. He viajado mucho pero detesto viajar, y detesto verme rodeado de gente pero salgo mucho. Ante el encuentro o la posibilidad de encuentro con un desconocido no es mi mediocridad lo que temo, sino la del otro. La del otro me da pánico. A partir de una determinada hora, con la gasolina adecuada, puedo llegar a parecer suicida, pero en general creo que se me tiene por una compañía agradable, por persona de trato amable y fino sentido del humor. De los que me rodean percibo un aprecio sincero, lo cual me resulta a veces emocionante y a veces incomprensible, y cuando alguien comparte conmigo sus problemas tengo la mala costumbre de decirle lo que no quiere oír, aunque hay quien me lo agradece. También quien no. Durante tiempo fantaseé con la idea de al alcanzar una determinada edad lucir como una estrella del rock en rehabilitación, con el rostro surcado de anécdotas y dos errores grabados en cada párpado, pero hoy, que ya no cumplo los treinta y cinco, y aún habiéndome tratado bastante mal, me miro al espejo y sigo viendo la misma cara de colegiala y ese rostro imberbe y esos ojos que siempre me han parecido de otro. Es decepcionante. Hoy hace un día raro. Fuera, intervalos nubosos, vientos del este y mínimas en ligero ascenso. Dentro, bien, no sé, tranquilo.

viernes, enero 04, 2008

El amigo de las tormentas

Estos días el tema de conversación favorito es el de los propósitos para el nuevo año. Cada cual comparte los suyos. Ser mejor persona. Pasar más tiempo con mis hijos. Cuando me preguntan por el mío siempre tomo uno al azar, cada vez uno, algo amable para salir del paso. Pero en realidad no he hecho ninguno. No, yo huyo de los propósitos, pues de momento me basta con tener claras dos o tres cositas a las que poder agarrarme en caso de tormenta: que el perfecto maridaje de brécol y pesto va más allá de una mera cuestión cromática, que las americanas con el tiempo suben, y que la única suerte que no existe es la buena. Deseo, suerte, fe, despeñadero, va en ese orden. Este año al sonar la última campanada sufrí un leve desconcierto y, llevado por la visión de las parejas que se reservaban el primer beso y los niños que acumulaban emociones, pedí un deseo, uno cálido y sencillo, un deseo de buena voluntad para mí y los míos. Y enseguida comencé a sentirme fatal. Horrible. Así que entré en el baño, me introduje dos dedos hasta el alma como una universitaria bulímica y me extraje del esófago el deseo. Y tiré de la cadena. Lo hice porque todo deseo lleva aparejada una llamada a la suerte, y la suerte te deja en manos de la fe, y la fe es un despeñadero, toda fe, incluída la que uno se tiene a sí mismo. No, yo huyo de los deseos, pues de momento me basta con tener claras dos o tres cositas a las que poder agarrarme en caso de tormenta: que no es cierto que todo se pueda conseguir con esfuerzo, que es posible fingir casi todos los sentimientos importantes, y que prefiero tener cerca personalidades inteligentes que bondadosas, geniales que humildes. Clarísimo, ya ven, lo tengo todo clarísimo. Menudo gilipollas. Luego me tropezaré con la próxima mirada clara o con otra melena recogida en remolino y todo volverá a saltar por los aires, sin un mísero punto cardinal en su sitio.