miércoles, marzo 29, 2006

L'encre de tes yeux

Hoy no estoy para trámites.

Hay ciertas cosas que se echan mucho más de menos mientras aún permanecen cerca. Cosas cuya ausencia provoca un mayor lamento cuando todavía no se han ido.

En la cortina de mi ducha viene escrita una leyenda que clama, en letras azules enormes y entre signos de admiración, ¡Hoy va a ser un buen día!. Me gustaría que ese texto autoafirmativo tuviese más de profecía, y menos de maldición.

En una habitación de mi casa hay un espejo que no refleja nada. No importa lo que le pongas delante, que lo único que puedes contemplar en él es una silla vacía. En la misma habitación hay también una puerta que no comunica estancias, una puerta que al atravesar te conduce al lugar del que partiste. A veces he considerado posible que espejo y puerta, puerta y espejo, hubiesen sufrido algun proceso metafísico que les llevase a intercambiar sus personalidades. Que la puerta, aún con sus bisagras y su madera, sea en realidad un espejo, y el espejo, aún con su cristal y su marco, sea en realidad una puerta. Y supongo que podría deshacer este entuerto si me animase a intentar, al menos, cruzar el espejo. Pero es que esa silla vacía me da tanto miedo...

Hoy no estoy para trámites. Hoy sólo estoy para escribir sin paliativos, usando como tinta la sangre de unas lágrimas que ni siquiera estoy seguro de que sean mías. Uno de mi poetas favoritos sentenció en cierta ocasión: 'Arden las pérdidas'. Y ya lo que creo que arden, hasta generar un incendio capaz de arrasarlo todo.

Hoy no estoy para trámites. Hoy no es un buen día.


Fotografía de Igor Amelkovich.

martes, marzo 28, 2006

La derrota consumada

A menudo me pregunto a quién se referirán cuando hablan de la mística del perdedor. Bueno, miento, sé perfectamente que se refieren a ese al que más que de perdedor habría que calificar de inútil. Ese que nada tiene, ese al que todo en la vida se le ha esquinado, ese al que ante un cruce de caminos ves dirigirse siempre directo al precipicio, ese que acaba resultando alguien merecedor de simpatías y carne de abundantes guiones cinematográficos o historias literarias arrebatadoras. Ese que incluso acaba gozando de una cierta admiración por parte de un numeroso grupo de seguidores.

Pero no es ese el único tipo de perdedor que existe. Existe también alguien que lo que despierta no es simpatía sino lástima, alguien cuya historia no motiva libros o películas, sino conversaciones de bar o peluquería en las que siempre se acaba deslizando un 'se lo merecía' o un 'le está bien empleado', alguien que lejos de contar con seguidores con lo que cuenta es con una trayectoria que todos tratan de obviar, con unos meritos pretéritos que los demás se esmeran en esconder bajo la alfombra, alguien cuya existencia se trata, en definitiva, de olvidar. A éste es al que habría que reservar el calificativo de perdedor: a aquel que perdió cuando todo el mundo apostaba por su victoria, aquel que no tenía rival, aquel cuyo asunto era pan comido.

Fotografía de Andy Metal.

domingo, marzo 26, 2006

Somewhere, not here

"Somewhere, not here
I know you are somewhere, not here
You're my waking thought, you're the smile on my lips
Are you thinking of me?"

La noche se desarrolló con inusual tranquilidad, por lo que esta mañana me levanté relativamente temprano. Sintiéndome como el afortunado poseedor de un tiempo regalado he bajado a desayunar armado de buen ánimo, y tras comprar el periódico he acudido al bar de casi siempre, a tomarme el habitual pincho de tortilla y café. Luego, mientras caminaba de regreso a casa (hacía un día espléndido) he estado pensando en la sartén que compré ayer, y por vez primera he caído en lo absurdo de pagar treintaytantos euros por ella. No entiendo cómo no lo pensé antes...

Cuando he llegado a casa he lanzado una mirada rutinaria al espejo del cuarto de baño y ha sido entonces cuando he visto cómo resbalaba un minúsculo hilo de sangre por la comisura de mis labios. He abierto la boca y por más que he rebuscado no he encontrado herida alguna, siquiera un arañazo. Sin embargo, según discurrían los segundos el hilo de sangre iba ganando en densidad hasta que, a pesar de no notar sabor alguno, he comenzado a sentir la sangre deslizándose por mi garganta. Definitivamente alarmado he abandonado el cuarto de baño, y en el pasillo me he topado con un chaval rumano de unos doce años que me ofrecía una servilleta y me decía "oye, ¿estás bien?". Lo decía sin acento alguno y con la voz de una mujer de unos treinta años, y me ha resultado todo tan extraño que he cerrado los ojos, o eso me parecía, porque lo que en realidad estaba haciendo era abrirlos. Estaba acostado, en mi cama, y primero he reparado en el techo de mi habitación, con su lámpara rota, y luego en una cara de mujer que me decía "despierta, hombre, despierta", una cara que en un primer instante me ha resultado absolutamente desconocida. Luego han comenzado a acudir a mí los recuerdos: la cena de ayer en el restaurante indio, la fiesta en casa de Lola, las risas, la bebida, la maría, la conversación... Ella, ahora sí la recordaba (el taxi, el sudor), me miraba con un gesto que denotaba no sólo simpatía, sino incluso diría que cariño, y acompañando sus palabras de una sonrisa, como queriendo evitar que sonasen a reproche, me ha dicho: "¿no piensas que no es demasiado apropiado que te pases diez minutos susurrando en sueños "Sofía, Sofía, Sofía" cuando estás en la cama con alguién como yo, que me llamo Inés?". He cerrado los ojos, mareado de repente, y he comenzado entonces a pensar en qué me podía inventar para sacarla de mi cama, de mi casa, para no tener que pasar con ella el resto del día. Me ha comenzado entonces a doler un poco el pecho y he recordado a alguien que una vez me dijo que cuando te duele así, no es el corazón lo que te duele: es el pasado.

La fotografía, ahora fondo de escritorio de mi pantalla, es de Norbert Guthier.

viernes, marzo 24, 2006

Un despiste, las tetas de silicona y la doctora Cuddy

Tras el exorcismo de mierda de ayer, puro descalabro yoista, es obvio que no me quedó otra que abalanzarme sobre la noche dispuesto a beberme hasta el agua de los floreros. Y en esas andaba cuando me encontré a Eva (no esa Eva, sino otra), una vieja amiga a quien conocí, supongo, en algún sarao. Y digo supongo porque alguna vez hemos tratado de recordar la primera vez que nuestros caminos se cruzaron y ni una ni otro somos capaces de dar con la fecha ni el entorno. Quién sabe, alguna vez incluso hemos contemplado la posibilidad de que ambos nos confundiésemos en su día con algún otro, y que hayamos labrado una amistad a partir de un equívoco despistado.

Pues eso, que estuvimos charlando, libando y demás golfadas, y al final de la noche sale del baño descalza, vistiendo una de mis camisas, y compungida me suelta un "creo que me voy a poner tetas". En mi rostro se dibuja la sorpresa, porque yo la sorpresa en mi rostro soy capaz de dibujarla como si de verdad la sintiese, y ella remata: "no le gusto a nadie". Hay que decir, para situar el asunto en su adecuado contexto y analizar así lo incomprensible de su comentario, que Eva es un bombón de mujer, con un metro setenta del cual las dos terceras partes pertenecen a unas piernas fibrosas, magníficas, y unos ojazos negros que harían falta tres pares de caras para que dejasen de parecer enormes. Yo debería haber respondido entonces que no es que no le guste a la gente sino que tiene un porte tan distinguido y un gesto tan altivo que en las mujeres provoca una envidia y en los hombres una distancia, esa que media entre la posibilidad del éxito y un fracaso que al verla frente a tí das por descontado. Nada que se arregle con un par de tetas, desde luego. Eso debería haberle respondido, sí, pero no lo hice. Primero porque soy un poco cabrón, lo suficiente como para considerar justicia poética el que a una guapa le nazca un trauma de esa tipología, y segundo porque, coño, aquella fiesta era mía, y era yo el de la despedida, el del miedo, el que al detenerse la música se había quedado sin silla...

Y nada, veo que este post ya se me ha ido de viernes definitivamente, así que lo doy por irrecuperable, y aprovechó para dejar en el aire un par de cuestiones que no vienen muy a cuento pero que me apetecía formular: ¿soy acaso el único de la sala al que le pone más palote el encanto milf de la doctora Cuddy que el tíabuenismo indolente de la doctora Cameron?, ¿soy acaso el único que se come del televisor hasta la antena de cuernos cuando sale entrevistante en pantalla Pepa Bueno, esa genuina girl-next-door, y el único incapaz de olvidar aquellos gloriosos tiempos en los que, ojerosa y asustada, nos anunciaba a sus fervientes seguidores todo tipo de catástrofes, asesinatos pasionales y violentos crímenes comarcales? En fin, pasen ustedes un buen fin de semana, disfruten todo lo que puedan, que ya vendrán más años malos, y, dándole una vueltecilla a la del anuncio: si beben no escriban, que ya ven lo que pasa, que las puntuaciones se amontonan en diagonal, a los párrafos se les adivina la jaqueca, y a las palabras les huele el pozo a vinagre. Ya me callo, ya me callo...

Los fans de Lisa Cuddy, diríjanse aquí.

jueves, marzo 23, 2006

La inmensa pena de tu extravío

Si ayer les dejó un tanto traspuestos la metáfora esquinadamente lispectoriana que plagié, agárrense que hoy, presiento, vienen curvas. Bien, decía alguien que la vida son apenas esos cinco o seis momentos puntuales en los que todo cambia de forma decisiva, y que esas efemérides acaban por pillarte, siempre, en babia. Yo añadiría que esos cuatro o cinco momentos son en su mayor parte despedidas, y que lo que hay entre una y otra, entre un instante clave y el sucesivo, ese relleno profético, se compone básicamente de miedo. Se podría pues afirmar que la existencia es como ese juego en el que los participantes se mueven alrededor de unas sillas al ritmo de una canción, y cuando de forma repentina la música cesa estos han de tomar asiento, con la particularidad de que siempre falta una silla, siempre hay una menos. Y no importa lo concentrados o implicados que estemos en el juego, que al final el silencio, la despedida, acabará por pillarnos con la guardia baja. Porque, joder, uno no se puede pasar toda la vida en alerta...

Y no sé lo que voy a escribir a continuación, pero si van con prisa no se corten, huyan, porque me da que irá a peor. Al fin y al cabo esto no deja de ser simple escritura terapéutica, y, total, lo que sea capaz de exorcizar aquí, eso que me ahorro en psicólogos, química y putas.

Sigo. Las despedidas, como decía, explican nuestros presentes, pero es el miedo, el relleno, lo que de verdad nos define. Ni nuestros actos, ni nuestros anhelos, ni nuestras habilidades: el miedo. Y poco importa cómo cada cual lidie con el suyo, cómo lo aisle, cómo lo supere o cómo se rinda, porque su naturaleza, antes siquiera de sustanciarse, es lo que de veras nos explica. Pongamos un ejemplo desprovisto de toda carga sentimental, para que parezca que no hablamos de lo que hablamos: estás en una calle semidesierta y contemplas una escena en la que un desalmado atraca a una señora que lleva de la mano a su hijo. Esos instantes en los que decides si intervenir o darte la vuelta, en los que pones en una balanza instinto de conservación y rabia ante la injusticia, rutina y deseo, son los que de verdad te dirán cómo eres. Luego decidirás lo que decidas, y eso servirá para que te cuelguen una medalla, o para ganarte un paseo a un hospital, o para ponerte en bandeja el reproche de una cobardía en lo más profundo de la noche. Pero ya dará todo igual, porque lo que de verdad te dijo cómo eras, cómo has sido siempre, fueron esos segundos en los que el miedo se corporizó de una forma u otra.

Y ya ven, ahora que resulta que se ha parado la música y empiezo a temer el haberme quedado definitivamente sin silla, ando aquí, huidizo, autista, tratando de diseccionar la naturaleza de mi miedo, intentando decidir si lo que hago es fingir que siento algo que no siento, o si en cambio finjo que nada pasa cuando lo pasa todo. Pero, en fin, no se alarmen, que en definitiva todo no es en mí otra cosa que pose, cuento, puro teatro. Y, eso, que hay semanas en las que no está uno para nada, y días en los que a uno le gustaría no ser este uno, y ser ese otro. Para no tener que despedirme otra vez, o al menos para saber decir adiós.

Fotografía de Aaron Hawks.

miércoles, marzo 22, 2006

3 kilos 360 gramos

Esta mañana ha sonado el móvil, y era Eva que me ha contado que ayer en el metro vio a cuatro personas sentadas en fila: un negro que leía a Agatha Christie, una rubia guapa con zapatos plateados que leía algo de Isabel Allende, una adolescente bajita con "El guardián entre el centeno", y una señora gorda de mediana edad con el último de Pérez-Reverte, ese brasas. Me ha dicho que en cuanto les escrutó con la mirada supo de inmediato que podían parecer muy diferentes, cada uno un estereotipo, pero que todos eran la misma persona. Y yo me fío, porque Eva sabe bien que lo que vemos de las personas, sus ojos, su piel, sus facciones, es el reverso de lo que de verdad son. Que aquello que vemos son personas vueltas del revés. Entonces me he preguntado qué hubiera visto en mí, sentado en el metro horas antes, leyendo "Los conspiradores" de Daniel Sueiro y con un reproductor mp3 de 20 gigas con una sóla canción, "14:31" de Global Communication, repetida en modo infinito. Otro estereotipo, supongo.

Luego, casi al despedirse, Eva ha añadido "ah, por cierto, hace tres horas he tenido un hijo, enhorabuena, eres tío", así, como si su gestación hubiese sido imaginaria y el parto simple trámite administrativo. Me ha dicho que lo había tenido en un suspiro y que eso le habia decepcionado, que si lo llega a saber no va, que habría mandado a su marido a tenerlo, que ella está muy ocupada para esas menudencias. Yo le he dicho que se calme, que a ver si iba a sufrir el síndrome ese de las recién paridas, y ella me ha respondido elevando la voz "tú sí que dices paridas... que soy psiquiatra, gilipollas, qué síndrome ni qué hostias". Yo le he preguntado luego si le habían puesto la epidural, y ella ha contestado en un nuevo reproche "ele mi niño, tú siempre a lo tuyo", y ha apuntado que en estos casos lo que se pregunta no es eso sino el peso del recién nacido. Será psiquiatra, sí, pero para mí que estaba demasiado tensa. Así que no le he comentado que a mí una vez me pusieron la epidural, da igual a cuento de qué, y que me quedé frito, y que soñé con una charca llena de rinocerontes azules. Y que cuando desperté, en el postoperatorio, estuve jugando a variar el ritmo de mis latidos, por despistar al monitor al que estaba enganchado, por competir, y que una vez estuve a punto de conseguirlo. Era buena, muy buena, aquella máquina. Tan buena como caras las tiendas Prenatal.

La fotografía, de Brian McCarty, vía Mira y Calla.

martes, marzo 21, 2006

Everything you do is a balloon

Wrapped
Desde luego, hay semanas en las que no está uno para nada...

lunes, marzo 20, 2006

Una historia de violencia


Nos conocimos en esas largas sesiones en las que formando un círculo y sentados en incomodas sillas de madera tratábamos de distinguir si lo que sentíamos tras la tormenta era paz o era vacío. Un escalofrío me paralizaba cuando sonaba su voz, tan pausada, tan madura, y sé que los demás sentían lo mismo que yo, así de difícil era de creer que aquella presencia tan menuda, apenas metro cincuenta y cinco, poco más de cuarenta kilos, hubiera sido capaz de hacer lo que ella había hecho, y así de inexplicable resultaba que tras pasar por todo aquello su rostro no hubiese perdido esa expresión tan dulce, tan bella, tan inocente. Inocente, qué ironía.

Dejamos el grupo juntos, el mismo día, y también juntos y el mismo día decidimos precipitarnos en la efímera eficacia del dolor. No diré que caímos porque uno sólo cae cuando cae, no cuando se tira, y lo nuestro fue una decisión tomada, si no en las mejores circunstancias, sí de forma plenamente consciente. No fueron días fáciles, en absoluto, y el amargo final de la historia anima a enterrar su memoria, pero aún recuerdo con cierto cariño cómo nos encerrábamos cada noche en nuestra pequeña habitación iluminada con velas, y cómo allí tras inyectarnos demerol en los tobillos llorábamos abrazados, de alegría, de lo afortunados que nos sentíamos por haber tenido la suerte de dar el uno con el otro.

Fotografía de Gottfried Helnwein.

sábado, marzo 18, 2006

I'll never glow the way that you glow


"You'll say you understand, but you don't understand
You'll say you'd never give up seeing eye to eye
But never is a promise, and you can't afford to lie".


Porque ella también tenía los ojos de ese color azul verdoso. Porque cuando recogió sus cosas se dejó olvidada su copia en vinilo del "Tidal". Porque ahora llueve y está oscuro. Y porque sí.

jueves, marzo 16, 2006

Enlarge my penis!



Andaba navegando al pairo, soslayando mis obligaciones, cuando en andreaxmas he dado con el enlace a esta página, página coronada por un logo que no me resisto a enseñarles. Qué fusión más atinada de spam, diseño e ingenio, ¿que no?

Ojos de gata

Hoy al llegar a casa me he cruzado con una rubia que lucía un ojo de cada color, pero no a lo Bowie, verde y azul, sino más heavy: azul y negro. Y entonces he recordado a una chavala con la que tuve un lío hace unos años. Porque con aquella no puedo decir que salí, ni que tuve una historia, ni un rollo, ya que lo que tuve fue eso, un lío, un lío de tres pares de cojones. Pero a lo que iba, que esta rubia me ha recordado a la morena de entonces, quien poseía como rasgo característico y turbador lo albino de las pestañas de su ojo derecho. Pelo moreno, cejas morenas, pestañas de ojo izquierdo negras, pestañas de ojo derecho albinas. Era una cosa ciertamente hipnótica, ya que dependiendo de qué perfil contemplases te parecía que hablabas con una persona u otra. Entendereis que en la piltra aquello llegaba a resultar fascinante, asemejándose la experiencia a un menage a trois.

He subido, he cogido el teléfono, he llamado a Laura para quedar este fin de semana, y se lo he contado. Luego le he contado que ayer estuve analizando el color de voz de George Michael y he llegado a la conclusión de que es el reverso absoluto, en cuanto a tonalidad, cromatismo y luminosidad, de la de Rod Stewart. Y también le he dicho que estoy preocupado ya que estos días voy por la calle tarareando una canción del soplapollas de Nacho Cano, esa que tiene una estrofa en la que dice "y llegará un día en que las almas se confundan enunmis moco razón", y no se si esto tiene cura. Laura ha soltado un par de ¿en serio?, y ha metido otro par de risillas, por lo que no me ha costado deducir que no me estaba haciendo ni puto caso. Y ahora que lo veo escrito, la verdad, no me extraña. Vaya sarta de chorradas.

En fin, que no les distraigo más, sigan, sigan con lo que estaban haciendo. Suelten un par de enserios y otro par de risillas, y circulen. Y no se preocupen por mí, que estoy divinamente. Es sólo que llevo ya demasiado tiempo en que cuando me asomo a la ventana me parece que la ciudad es siempre Segovia, y que el mes es siempre Diciembre. Y que cuando miro el reloj son las dos, las dos, siempre las dos.

Fotografía de Stephane Bourson.

miércoles, marzo 15, 2006

Sofronia

"La ciudad de Sofronia se compone de dos medias ciudades. En una está la gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el haz estrellado de sus cadenas, la rueda con sus jaulas giratorias, el pozo de la muerte con sus motociclistas cabeza abajo, la cúpula del circo con su racimo de trapecios colgando en el centro. La otra media ciudad es de piedra y mármol y cemento, con el banco, las fábricas, los palacios, el matadero, la escuela y todo lo demás. Una de las medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando ha terminado su tiempo de estadía, la desclavan, la desmontan y se la llevan para trasplantarla en los terrenos baldíos de otra media ciudad.

Así todos los años llega el día en que los peones desprenden los frontones de mármol, deshacen los muros de piedra, los pilones de cemento, desmontan el ministerio, el monumento, los muelles, la refinería de petroleo, el hospital, y los cargan en remolques para seguir de plaza en plaza el itinerario de cada año. Ahí se queda la media Sofronia de los tiros al blanco y los carruseles, con el grito suspendido de la navecilla de la montaña rusa invertida, y empieza a contar cuántos meses, cuántos días tendrá que esperar antes de que la caravana regrese y la vida completa vuelva a empezar".


Relato de Italo Calvino, perteneciente a "Las Ciudades Invisibles". La fotografía de Lou Jacobs, vía clownplanet.

martes, marzo 14, 2006

No mueras más en mí, sal de mi lengua

Ha llamado Roberto y me ha soltado que deje de escribir insustancias de tres minutos, y que o le entrego el texto que le debo antes del viernes, o viene y me corta los brazos a la altura de las costillas. También me ha dicho que si yo no fuese yo me daría una semana más, pero que por ser yo tengo hasta el viernes a las doce, y ni un minuto más. Qué tiempos aquellos en que los editores eran seres de elevado instinto maternal, yonkis del mecenazgo y amigos de sus amigos. Ahora en cambio adoran ponerte en la tesitura de un Kirk Douglas remando en galeras, tanto como disfrutan encarnándose en el romano de malas pulgas de la escena. Por situar el asunto en su adecuado contexto hay que decir que el tal Roberto, ese pedazo de cabrón, está organizando un librillo que pretende aglutinar diferentes relatos cortos cuyo hilo conductor sea "el amor que se padece". Interesante idea la del amor como potro de tortura, no en vano siempre ha sido preferible la pasión ciega a la razonada, por el componente enfermo que incorpora, de la misma forma que el amor que se padece, esto es impepinable, llega a alcanzar unos niveles de intensidad que en modo alguno podrían ser igualados por el amor que, simplemente, se disfruta.

Así que dispuesto a escapar de esta molicie que me atenaza he sumergido el ánimo en los fondos abisales de mis discos duros, y allí, de entre las notas y bocetos que pudieran resultar de un interés siquiera tangencialmente literario, he dado con material organizable en tres categorías: bazofia, insustancia y escombro. Y también he dado con la historia de una niña del medio oeste americano que no sale nunca de casa, ni siquiera para asistir a un colegio, ya que es educada por sus progenitores. Una niña que ama a sus padres, por supuesto, pero que no acaba de entender qué enfermedad será esa que le han dicho que sufre en virtud de la cual le está vedado el traspasar la valla de su jardín, y que les obliga (hija, lo hacemos por tu bien) a atarle a su cama cada noche, a azotarle con una fusta cada viernes, y a servirle comida siempre fría y escasa. En fin, que le he dado unos retoques, he atado un par de cabos, y se lo he mandado a Roberto. Poco después he recibido un mensaje suyo cuyo contenido transcribo: "¿Qué coño es eso de "El roce asténico de una descarnada ira que silenciosa besa su anorexia sudorosa, blanquísima, sublime"?... Tú me tomas por gilipollas, o qué te pasa ahora. Tú lo que quieres es que me de un infarto, cabronazo. Envíame algo decente ya, coño, y adjetiva como es debido, o voy a tu casa, tiro la puerta de una patada, te cojo del pescuezo, y te despeño por la terraza. Siempre te quiere, tu Roberto".

En fin, que ahora tengo miedo, y sufro por mi integridad. Así que ya lo has conseguido, malnacido: me va a salir una historia de terror sicalíptico, con visceras putrefactas arremolinándose a cada toque de palanca de carro. Luego no te me quejes, boquerón.


Ilustración de Trevor Brown (ojo, que duele).

lunes, marzo 13, 2006

Escapistas

No iba a hacerlo porque le abrumase la soledad ni tampoco por el horror de un desengaño. De hecho, su vida social sería calificada por cualquiera de envidiable, y la amorosa estaba exactamente donde él quería que estuviese. No, si lo iba a hacer era porque padecía un aburrimiento mortal. Ya no se le ocurría nada de nada, se había quedado sin objetivos, sin ilusiones. Trataba de pensar y a su mente no llegaba ni un sólo pensamiento nuevo. Ni uno. Nunca. Estaba seco. Y se aburría, se aburría hasta sufrir un dolor insoportable, tan insoportable que ni dolía. Durante unos días el fantasear con el suicidio le había dado un motivo, algo con lo que era capaz de sobrevivir, de tal modo que incluso llegó a caer en la cuenta de cuan irónico era que el planear un suicidio fuese lo que le servía para evitarlo. Pero ya incluso eso había dejado de funcionar, así que allí estaba, en lo alto de aquel puente, mirando las luces de la ciudad reflejadas en el río, con la decisión tomada. Y ni tenía prisa por hacerlo ni pretendía demorarlo. Como tampoco le apenaba ni le alegraba. No sentía nada, y lo iba a hacer por inercia, simplemente porque ya no se le ocurría qué otra cosa hacer.

Estaba decidido a saltar y de hecho llegó a poner un pié sobre la barandilla, pero en ese momento escuchó unos pasos que se acercaban. Era el sonido de unos tacones. Como tampoco quería causarle ningún mal a nadie, decidió esperar a que aquella mujer atravesase el puente hasta quedarse de nuevo a solas. Levantó entonces la mirada hacia el origen de aquel sonido y no pudo creer lo que vio. Porque lo que vio fue ni más ni menos que un ángel, sin duda era un ángel, y si lo supo con total certeza fue no ya por sus alas, grandes, moradas y brillantes, balanceándose a cada paso de su portadora, sino por su forma de caminar. Parecía que se deslizaba. O mejor dicho: parecía que volaba.

Cuando la mujer, el ángel, llegó a su altura, él hizo un gesto para que se detuviese, y preguntó:

- ¿Has venido a salvarme?

y la mujer, el ángel, respondió:

- ¿Cómo dices? ¿Yo? Yo no he salvado a nadie en mi vida.


(Continuará. O a lo mejor no).

Ilustración de Vera Brosgol.

domingo, marzo 12, 2006

Tu madre baja con el cesto y saluda

Desde el mismo momento en que se había levantado aquella mañana había tenido una sensación extraña. No sabría decir por qué, pero todo le había resultado diferente, la luz, el olor, todo. Era como en una de esas películas en las que salía una pareja riéndose con alguna tontería y entonces ya sabías que algo grave les iba a suceder. O esas otras en las que un niño le dice a su madre un te quiero, lo que viene a significar que le van a secuestrar. Por eso él nunca le decía a su madre que la quería, y cuando se reía mucho con alguna tontería siempre sentía un escalofrío.

Aquella mañana de Domingo, tras desayunar, había salido de casa con su padre y habían hecho lo habitual: ir al parque. Alli, mientras su padre leía el periódico sentado en un banco, él daba unas vueltas con su bici. Después se habían acercado al bar de siempre y allí su padre se había sentado en la mesa de siempre con su amigo de siempre, y tras pedirle a él una coca-cola habían comenzado a jugar al dominó, como hacían siempre. Y pronto sus sospechas de que aquel no iba a ser un día cualquiera se confirmaron al escuchar a su padre y al amigo de su padre conversar tranquilamente sobre la primera vez que habían matado a alguien. Aquello le preocupó mucho, ya que algo no encajaba. Era como en sus series favoritas de la televisión, cuando te dan el capítulo navideño estando en pleno mes de Marzo, y los regalos y la nieve y los villancicos te resultan tan ajenos. Esto era igual, porque normalmente su padre y el amigo de su padre no hablaban nunca del primer hombre al que habían matado. Normalmente hablaban del último.

Ilustración de Jinyoung Shin.

viernes, marzo 10, 2006

Superstition


"When you believe in things that you don’t understand,
Then you suffer,
Superstition ain’t the way".

En cuestión de gustos musicales el mundo se divide entre aquellos a los que les gusta Stevie Wonder y aquellos a los que no. Entre aquellos que tienen en un pedestal discos como "Talking Book" (1972), "Innervisions" (1973) o "Songs In The Key Of Life" (1976), y aquellos que no. Este video pertenece a una actuación de la primera mitad de los 70 para el programa alemán Musik Laden, y nos muestra a un cantante en estado de gracia rodeado por músicos excepcionales. La sección rítmica a cargo de Reggie McBride (bajo) y el gran Ollie Brown (eso es un batería), y en las guitarras Marlo Henderson y Mike Sembello, quien en los 80 gozase de gran fama tras componer el conocido "Maniac" de Flashdance. Esto es rock'n'roll, coño, esto es rock'n'roll.

jueves, marzo 09, 2006

Quiero ser tu perro


Esta mañana al salir de la ducha se me han cruzado la trócola y el ocipucio, he perdido pié, y rodando he ido a parar a la base del bidé. Hablando en plata, me he dado un hostión, y además me he descalabrao. Al ver la sangre en el suelo he comenzado a pensar en aquella novia vampira que tuve, aquella que cuando me veía derrotado por los alucinógenos sacaba un alfiler, me pinchaba, y se ponía a sorber. No me digan que no es una bella muestra de amor. Pero, bueno, supongo que todos hemos tenido una novia vampira, y además no es de eso de lo que quería hablar. De lo que quería hablar es del por qué del fallo motriz, y es que he de reconocer que desde ayer me manejo como un zombi, y voy por la calle chocando con los transeúntes y metiendo el pie en cada alcantarilla. El motivo no es otro que el haber visto en un bar, surgiendo espléndida de entre una marisma de cuerpos y vapores, a la dependienta de la tienda de ropa de la esquina, tocada con un vestidito de seda estampado de flores en tonos pastel, vestidito que se desparramaba como una poesía sobre sus descomunales caderas. Verlo y entrar en estado catatónico fue todo uno, y, eso, que aún no me he recuperado. De hecho, mi primera reacción a tan celestial visión consistió en hacer, básicamente, el ridículo. Reuní mis mejores frases, las infalibles, le dije a los míos que me deseasen suerte, y a por la rotunda morenaza que me fui. Cuando atraje su atención y comencé mi speech, lo único comprensible que salió de mi boca fue un "hola", porque todo lo demás fueron tartamudeos y frases inconexas que ella recibió con una sonora carcajada. Yo le dije entonces, consciente del fracaso de la misión, "bueno, reina, mejor lo dejamos para otro momento", y ella respondió " (risas), vale (risas), mejor otro día (risas)". Y no, que de ninguna manera se me van de la cabeza sus caderas, y aquí estoy sepultado entre las mil cosas acumuladas que requieren mi atención inmediata y, nada, que soy incapaz de concentrarme. Y encima tengo la cabeza abierta como un centollo. Esta primavera, señores, ay, esta primavera va a ser un dolor.

La ilustración pertenece al hentai Bible Black, vía Bakunyuu.

miércoles, marzo 08, 2006

Los gemelos Ibáñez

No sé si habreis leído la noticia de las dos gemelas colombianas que según la prensa local han fallecido el mismo día, a la misma hora, del mismo mal, en lugares diferentes. Yo la leí ayer e inmediatamente vino a mi memoria la historia de los gemelos Ibáñez. Bueno, les llamábamos gemelos pero eran mellizos, iguales como dos gotas de agua. Los gemelos Ibáñez vivían en mi barrio, y eran bien conocidos no sólo por que los gemelos no abundan sino también porque eran hijos de la peluquera, y bastaba con llegar al vecindario para verles siempre en la calle. Hay que decir que para los gemelos Ibáñez su condición de gemelos era una anécdota más, ya que en su familia era algo habitual: su madre y su tía eran gemelas, como también la madre de su madre y su hermana. Lo que ya no era una anécdota era el cómo éstos se odiaban, cómo parecían vivir tan sólo para causarle el mal a su hermano. Así, se gastaban bromas pesadísimas, se agredían con saña, se robaban los bienes personales, incluídas las novias, y no paraban de lanzar falsos rumores sobre el otro. Yo durante un tiempo frecuenté a uno de ellos, pero en general traté de mantener una distancia prudencial ya que me resultaba un tipo escalofriante, con quien bastaba pasar unos minutos para que te comentase lo muchísimo que deseaba que su hermano sufriese, para que te mostrase cómo respiraba a través del odio a su gemelo. Aquello, como comprendereis, resultaba aterrador, ya que si una disputa con un hermano ya tiene un algo de masoquismo, de infligirse daño a uno mismo, esto llegaba a ser más bien como contemplar a alguien lanzando piedras hacia su propia imagen reflejada en un espejo.

Hace un tiempo me encontré a un viejo amigo del barrio y estuvimos hablando del pasado y, claro, surgió el tema de los gemelos Ibáñez. Me contó que había oído que uno de ellos sufrió años después una grave enfermedad renal, por la que se hacía necesario realizarle un trasplante. El médico al enterarse de que tenía un gemelo le dijo a su mujer, que por otra parte había sido antes prometida del otro, que aquello podía ser su salvación ya que si recibía un riñón de su hermano evitarían todo riesgo de rechazo. Ella a pesar del miedo que le tenía a su cuñado reunió fuerzas y de la mano de la madre de los gemelos fue a verle, ya que aunque no tenía la menor duda sobre lo que el otro respondería ni sobre lo mucho que les odiaba, pensó que al menos merecía la pena intentarlo. Cuando le contaron toda la historia, y para sorpresa incluso de su madre, él les dijo que por supuesto que lo haría, que le debían haber avisado antes, y que, es más, iría al hospital en ese mismo momento. Sin embargo, al hacerle las numerosas y exhaustivas pruebas previas a la delicada intervención los médicos descubrieron que padecía la misma enfermedad que su hermano, y que esta, aún en estado embrionario, era ya irreversible. Y también me contó este viejo amigo que quien les ha ido a visitar les ha visto en la misma habitación, conectados a una máquina para sobrevivir, peleando por el mando de la televisión, lanzándose la comida a la cara, y hablando cada uno de ellos sin el menor reparo de lo encantados que están de poder ver al otro en tan lamentable estado.

martes, marzo 07, 2006

Los muertos odian el número dos

Se conocían a consecuencia de los eternos veranos gastados en pandilla adolescente y, al interesarles desde siempre cosas parecidas y disfrutar de un sentido del humor muy parejo habían tratado de mantener el contacto a lo largo de todos estos años, y lo cierto es que lo habían logrado. Ahora disfrutaban de una agradable amistad salpicada de complicidad, que mantenían viva él invitandola de cuando en cuando a acompañarle a algún concierto, y ella invitándole a alguna de esas fiestas que organizaba como modo de ganarse la vida. Hacía poco que se habían visto por última vez, por lo que a él le sorprendió oír un mensaje suyo en el contestador diciendo que la llamase. Lo hizo, y fue entonces cuando ella le comunicó que se casaba, así que tras la primera explosión de risas decidieron quedar el día siguiente para tomar algo y celebrar así el enlace.

Ese día se acercaron a un bar y rieron con las viejas bromas de siempre, luego decidieron alargar la tarde acudiendo a cenar a un restaurante cercano, y al final acabaron en un club imaginando el futuro con ironía, hablándose muy alto por el elevado volumen de la sala y muy despacio por el abundante alcohol consumido. Al salir de aquel bar, él le dio dos besos y con una sonrisa le dijo "bueno, nos llamamos antes, ¿vale?", pero ella con gesto gélido respondió "¿eso es todo?". El dijo entonces "no entiendo" y ella con un movimiento brusco dió media vuelta e iniciando una carrera le espetó un "vete a la mierda". El la alcanzó, y agarrando su hombro preguntó "¿qué ocurre?" y ella se giró y tratando de contener las lágrimas le replicó con una dicción nerviosa "chico, con lo listo que pareces para unas cosas, hay que ver lo tonto que eres para otras". El bajó la mirada, se otorgó unos segundos de silencio, y al levantar sus ojos dijo de nuevo "no lo entiendo...", y ella sentenció: "yo sin embargo ahora ya lo entiendo todo", para a continuación alejarse colocándose incómoda el abrigo, del que de repente se sentía extranjera. En verdad, de repente se sentía extranjera de todo. Esta vez, él no hizo la menor intención de ir detrás de ella, sino que encendió con parsimonia un cigarrillo y se sentó en un escalón a preguntarse qué hubiera sido de su vida si...

Título extraído del 'Pequeño poema infinito' de Lorca ("pero el dos no ha sido nunca un número, porque es una angustia y su sombra..."). Fotografía de Erin Frost.

lunes, marzo 06, 2006

Crash

Frecuenté hace un tiempo a un tipo que opinaba que lo de acertar la lotería no era cuestión de azar, sino de ser capaz de desearlo lo suficiente. Cada sábado se acercaba a una administración de lotería, guardaba el boleto sin mirarlo, y al día siguiente al comprobar en el periódico los números premiados se concentraba en que aquellos números fuesen los suyos. Antes de sacar el boleto del bolsillo resoplaba, y cuando no acertaba ni uno se culpaba por no haberlo deseado con suficiente empeño, o recordaba haber mostrado una ligera duda en el momento de la compra. Cuando los dos primeros números que comprobaba coincidían con los suyos, pero no así los demás, se culpaba por haberse desconcentrado, por haberse sumergido con demasiada anticipación en la alegría del éxito. Y no es que le otorgase a ese deseo una característica en absoluto parapsicológica, no, todo lo contrario: aquello formaba parte de su manía por humanizarlo todo, por darle a cada cosa una explicación que se dirigiese siempre de dentro a fuera. Para él, palabras como azar y destino significaban por tanto bien poco, e incluso cuando se refería al amor, ese gran misterio, lo explicaba mediante teorías que hablaban de complicados procesos químicos y conductas adquiridas.

Y me gustaría acabar esta historia dándole un giro fantástico, un final sorpresa, hablando de un día en el que sus deseos hubiesen traspasado la barrera de la lógica. Pero la realidad, siempre tan prosaica, nos deja un final bien diferente, y el comienzo de este fin se remonta a una mañana de sábado en la que nuestro hombre conduce hacia un pueblo costero acompañado de su hija y su mujer. Esta abre la guantera del coche y saca el boleto que su marido ha comprado esa misma mañana, y éste al verlo aparta unos instantes la vista de la carretera para decirle que no mire los números, al mismo tiempo que un conductor cansado que circula por el carril contrario se duerme y provoca el violento impacto de ambos vehículos. Nuestro hombre sale despedido por una ventana y resulta milagrosamente ileso, pero mujer e hija fallecen atrapadas en un amasijo de hierros. Dicho fin se cierra con nuestro hombre, tras mes y medio de atención psicológica, cerrando las ventanas de su cocina y poniendo toallas bajo las puertas, para después abrir al máximo la llave del gas. Y yo, aquí, sigo dándole la razón en cuanto a que hay cosas que se pueden explicar hablando de algo más que azar y destino. Pero también creo que hay otras que no, no se pueden conseguir, por mucho que uno las desee lo suficiente.

Fotografía de Floria Sigismondi.

domingo, marzo 05, 2006

Your ex-lover is dead!


"When there's nothing left to burn,
you have to set yourself on fire".

Stars. Canadienses, de Montreal. Del mismo sello que Broken Social Scene, con quienes comparten no sólo el gusto por las voces mixtas y el pop luminoso, sino también algún que otro miembro. Tienen tres discos (recomendables los dos últimos) en los que no se averguenzan de proclamar referentes tan obvios como Smiths, New Order o Momus. Este "Your ex-lover is dead" es el tema que abre su último LP "Set yourself on fire", un canción en la que las voces de Torquil y Amy se funden de forma milimétrica bajo una preciosista sinfonía de cuerdas, una canción que consigue ser pop sin necesidad de incrustar un estribillo. El primer single del mismo disco, el eufórico "Ageless Beauty", lo pueden ver aquí, y el último, el prefabsprouteado "Reunion", acá.

Y si este rollo les seduce, no dejen de echarle un ojo a otra canadianada como Metric, y esta actuación en la que su cantante dice que se aburre, y que quiere que le pongan en televisión a bandas como Stars, Dears, Unicorns...

viernes, marzo 03, 2006

Ghetto blaster

Me llevó a su casa, y tras pasar junto a la habitación de su hermana, de donde salía una música infame a volumen excesivo, entramos en la suya y me dijo: "es ahí". No, no se me asusten, que no les voy a distraer con una de esas cochinaditas que de cuando en cuando les arrojo, que esta vez estoy hablando de mis catorce años, cuando el instinto predador resistía agazapado en estado latente. Vamos, que no les voy a soltar un rollo genital sino analógico. Porque estamos de acuerdo en que lo contrario de lo analógico no es lo digital, sino lo genital, ¿verdad? Bueno, yo sigo. Ella dijo: "es ahí", señalando la escena del crimen, una doble platina marca AIWA con sistema Dolby de última generación y botones grandes como manzanas, todos negros menos el de grabar, que era rojo, como mandan los cánones, y con un botón para el play y otro para el pause, que entonces aún no se llevaba lo de ahorrar en menudencias. Me había dicho "tú que sabes de música, a ver si lo puedes arreglar", y lo que había que arreglar era nada menos que una cinta que se había enrrollado en el cabezal del aparato. Comencé por abrir la tapa y soplar, que queda siempre muy elegante, y le dije que me trajese un cuchillo, pero de poco filo, que no queríamos que la cinta sufriese. Me trajo uno de pescado y asentí: "espléndido", y luego le dije que sujetase con mucha suavidad de ambos extremos de la cinta y que, a mi orden, tirase con suavidad. Introduje el cuchillo en el cabezal, y la cinta quedó liberada de su ratonera. Ella suspiró de alivio pero le tuve que decir que aún no había que cantar victoria, que había una sección excesivamente dañada que amenazaba con volver a enrrollarse, y que habría por tanto que extirparla, y que en todo caso debíamos en primer lugar de cambiarle la carcasa ya que ésta ejercía una excesiva presión sobre las bobinas, que no giraban con comodidad, facilitando la avería. Avisté entonces sobre la estantería una BASF virgen tipo C-90 y le dije que me la alcanzase, y sacando un destornillador de estrella la destripé con exquisita precisión. Ella al ver su interior dijo "ooh", y yo, crecido, le solicité que sujetase el plastiquillo de dos agujeritos transparente, que lo íbamos a necesitar, y después con un par de movimientos de gran pericia sujeté las bobinas de la cinta original, que había abierto anteriormente con mucha menos delicadeza (¿por qué las originales iban pegadas y no atornilladas?), y las trasladé a la BASF, donde procedí a girar las ruedas hasta dejar la doble pista en el sitio adecuado, para luego permitir a la chavala que devolviese a su sitio el plastiquillo inutil, hazlo tú, para que se sintiese partícipe del éxito de la operación, por profundizar en la socialización del momento. Después hubo tan sólo que alinear la tapa superior, cerrar y atornillar. La muchacha estaba realmente fascinada y su cara adquirió un tono definitivamente entregado cuando le dije: "ahora traeme unas tijeras y esmalte de uñas". Corté entonces la zona dañada, y apliqué el esmalte sobre uno de los extremos seccionados para después con una ligera presión montarlo sobre el otro. "Ahora hay que dejarlo secar unas horas y mañana habrá recuperado su funcionalidad". Ella, alucinada, me preguntó cómo había aprendido a hacer aquello, y yo le dije que eso era una larga historia. Aunque ya sabemos todos que a esas edades aún no existen las historias largas.

* Moraleja número uno: aprende a hacer muchas cosas por tontas que parezcan, que siempre puede haber cerca una damisela en apuros.
* Moraleja número dos: no te alegres demasiado de tu pericia en una labor determinada, porque es posible que en unos años no te sirva absolutamente para nada.
* Corolario: si eres demasiado joven y no has entendido nada de lo que he dicho, visita en la wikipedia los términos cassette y analógico.

La imagen pertenece a este museo de la boombox.

jueves, marzo 02, 2006

En volandas

Se acercó con decisión hasta mi mesa y sin dedicarme una sóla mirada introdujo un papel doblado en el bolsillo de mi camisa. He visto como me miras, tú también me gustas, quiero que me tires del pelo, te espero en los servicios. Eso ponía, así que me acerqué y allí estaba, aguardando sentada sobre la taza, mascando chicle, con su pelo tan liso, tan largo, tan negro, tan brillante, cayéndole sobre los hombros. Sin decir ni una palabra me bajó los pantalones, y agarrando mis caderas comenzó a sincronizar sus latidos a los míos. Yo recogí con la mano derecha el pelo que caía sobre su hombro izquierdo, y con mi izquierda el de su derecha, y sujetando aquellas improvisadas coletas comencé a balancear su cabeza en un movimiento pendular de deliciosa regularidad. Sí, era cierto que me gustaba, desde aquel día en que encaramados a la barra de ese mismo bar perpetrando una conversación de inenarrable estupidez ella me dijo: por quién me tomas, no soy ninguna cría, tengo 23 años. Distraído en el recuerdo de su voz solté su pelo, y ella se levantó y dándome la espalda puso las manos sobre el lavabo. Así que esta vez recogí su cabello desde la nuca y tiré de él, por lo que su cara quedó enfrentada al espejo. Me miró a través de él, sin apenas parpadear, y supongo que sería mi contaminado torrente sanguineo unido al rítmico ir y venir de sus ojos lo que hizo que comenzase a descubrir en su cara rasgos de otras, otras a las que hacia tiempo que no veía. Al denotar la confusión en mis ojos se incorporó y con un ademán delicioso pegó el chicle en el cristal, en el mismo sitio que hace unos instantes reflejaba su mirada negra, para después, tras un salto perfecto, obligarme a llevar en volandas aquella complexión tan liviana, tan perfecta, sus brazos en mi cuello, mis manos en sus nalgas. Comenzó entonces a debatirse en una lucha interior en la que una parte de ella parecía querer decirme algo y la otra se lo impedía, y se acercaba temerosa para después alejarse entre gestos de negación, y así continuó hasta que con un gesto de abandono y rendición puso sus labios en mi oreja y recogiendo todas las fuerzas que le quedaban me dijo: "Sí".

Ilustración de Yock (ojo, que duele), vía El Blog Rarito.

miércoles, marzo 01, 2006

A pasos de cebra


En la vida uno se topa con dos tipos de día: por un lado, están esos en los que vas con prisa, casi corriendo, y al llegar a cada paso de cebra el semáforo está siempre en rojo. Y luego existen esos otros en los que vas con prisa, casi corriendo, y al llegar a cada paso de cebra el semáforo está siempre en rojo, pero no vienen coches por ninguno de los lados.

Ilustración de Sas Christian.

I saw him playing chess with Death yesterday

No sé ustedes, pero yo el siempre delicado despertar posterior a un desengaño suelo gastarlo echándome una partida de ajedrez de incierto resultado, ya que la juego en simpar duelo igualado, yo contra mí mismo. Y no se rían, que seguro que por aquí hay alguno de los que se dedican a barrer la casa oyendo a Gloria Gaynor o a atiborrarse de Haagen Dazs mientras ven 'Cuatro Bodas y un Funeral'. Bingo, ¿eh?. En fin, les diré también que en el transcurso del juego a lo que me dedico es no tanto a ganar(me) como a visualizar derrotas, a saborear las mil formas de morir, algo que encuentro extremadamente placentero y relajante. Es esta una costumbre que adquirí hace años, cuando en competición la partida se presentaba sencilla hasta el sopor. Entonces me entretenía no ya en buscar las diferentes formas de llegar a la victoria, como dicta el manual, sino las múltiples de encaminarme al despeñadero. Si no ataco ahora su caballo, perdería en siete movimientos. Si hiciese este sacrificio contra siciliana la derrota estaría clara en cinco. Cosas de ese estilo. Este ritual nace, como casi todo, de una casualidad, en forma de una partida en la que juventud y suficiencia se unieron para jugarme una mala pasada, en la que un exceso de confianza me llevó hasta una situación de clara derrota. Tras los primeros instantes de pavor, de recriminación, de intentar encontrar un resquicio para llegar a las tablas, y al fin consciente de que nada era ya posible, tan colosal había sido mi error, encontré un cierto deleite en la simple espera del fin. Sí, me pareció una bonita experiencia la de visualizar la propia muerte, la de conocer su hora exacta y saber sin atisbo de duda el cómo se habría de producir. Era una metáfora fascinante: el tablero, el blanco y el negro, el reloj, el jaque, la muerte. Luego, cuando mi oponente opuso a mi juvenil error otro infantil que me volvió a meter en la partida hasta el punto de llevármela sin mayores complicaciones, he de decir que junto a la alegría de la victoria inesperada sentí algo aún más fuerte: la nostalgia de la desesperanza, una nostalgia que después he vuelto a sentir en numerosas ocasiones, y ya sin tableros de por medio. Y vamos a dejarlo aquí, que me estoy poniendo demasiado cáustico y coñazo. Me voy al bar.

Fotografía de Steven Ian.