miércoles, mayo 28, 2008

Los minutos de la basura

Al margen de la mujer de la bella sonrisa, no sé a qué se dedicarán las otras seis o siete personas que leen estas tonterías mías. Supongo que habrá de todo. Incluso estimo muy posible que en alguno de mis frecuentes arrebatos de verborrea snob les haya llegado a faltar al respeto. Operarios de ventanilla en organismos oficiales, usuarios del color azul cielo, estudiantes de empresariales, las posibilidades de agravio son infinitas. Pero no me lo tomen a mal, no era mi intención molestar. Tampoco es que importe demasiado, no se vayan a pensar, que ya saben que para estas lineas son ustedes en el mejor de los casos excusa, y en el más habitual ni eso. Vaya, esto no ha sonado nada bien. No, a ver, lo que quiero decir es que a mí el amor se me gastó hace tiempo, por lo que he de elegir muy cuidadosamente dónde deposito el poco que me resta, lo que no significa necesariamente que sea un monstruo. Eso es. Y me he vuelto a ir por los cerros de Úbeda. Me disperso. Yo de lo que quería hablar hoy, vuelvo a comenzar, es de que no sé a qué se dedican, y por tanto no sé si alguno de ustedes se ha encontrado alguna vez enfrentado a la responsabilidad de, cómo expresarlo, encargarse del penalty decisivo. No, no me refiero al plano sentimental, esta vez no, esta vez hablo de que la dicha o la desdicha de mil, cien mil, un millón de personas, dependiese de que ese día tuviesen ustedes un buen día. Si alguien ha estado ahí convendrá conmigo en que lo que se genera, por encima de cualquier otra cosa, es un profundo desprecio por la especie en su conjunto, un sentimiento de por qué yo, de yo nunca os pedí nada así que ahora dejadme en paz. No sé, quizás no entiendan de lo que les hablo, pero da igual, eso es lo de menos, tan sólo quédense con el consejo, que es de los buenos: jamás permitan que nadie les haga depositarios absolutos de su bienestar, y si sospechan que se acercan a alguna suerte de imprescindibilidad, en un trabajo a media jornada, en su equipo de curling, en la presidencia de su comunidad, sepan que es justo ese momento, ni antes ni después, justo ese, el momento de desaparecer, de huir, de salir pitando, de echar a correr y no parar hasta que el silencio a su alrededor sea absoluto. Me voy a la playa.

miércoles, mayo 21, 2008

Más verdura

Una brújula no sirve de nada si el norte está cada vez en un sitio distinto. Últimamente me pregunto si todas las rutinas de las que he hecho acopio no serán en realidad renuncias y no anclajes, parapetos en lugar de tomas de tierra. Manías y no rutinas. Eva dice que si al prescindir de una te sientes incómodo es que era una rutina, y si te sientes enfermo una manía. Y luego me mira y sé que sabe la respuesta. Ella sabe todas las respuestas. Yo sólo sé unas pocas. Una infancia salpicada de vicisitudes inusuales que ahora no vienen al caso nos llevó a forjar un vínculo peculiar, intenso, hasta moldear dos personalidades complementarias, de tal manera que donde yo soy visceral ella es reflexiva, donde yo oscuridad ella luz, donde yo exceso ella contención. Supongo que ella se quedó la mayoría de las virtudes y yo la mayoría de los defectos. Pero, va, bien, en general contento. También somos de esos hermanos que cuando se juntan parece que estén hablando en chino, demasiadas cosas se dan por supuestas, demasiada historia, y por eso nuestros acompañantes, tras hacer toda clase de esfuerzos por entender algo, acaban hablando de otra cosa, y al final en nuestra mesa siempre conviven dos conversaciones. Ayer cenábamos en mi casa, comida japonesa de encargo, un penedés amable, los niños con la suegra, y mientras Marta y Héctor hablaban de viajes, nosotros llegamos por enésima vez a la conclusión de que hemos sido unos hijos pésimos. Unos hijos que apoyados en una educación permisiva y liberal han acabado labrándose cada uno su camino, con un cierto éxito, sí, por qué negarlo, pero al margen de toda tradición, cuando si existía una tradición que merecía la pena continuar esa era desde luego la de nuestra madre, bailarina. En qué coño estábamos pensando, por todos los santos. En la antiguedad todo era más fácil. Tu padre era alfarero y tu eras alfarero. Sin preguntas, sin reproches. Ahora no, ahora tu madre es bailarina y tú eres gilipollas.
Marta se va tres semanas a París, y esta mañana se ha despedido y me ha dado un beso y me ha pedido tres cosas: que me porte bien, que coma verdura y que me porte bien.

viernes, mayo 16, 2008

Margerine melodie

Ayer al parecer era fiesta en esta ciudad, por lo que mi lugar de desayuno habitual se encontraba repleto de personajes desconocidos. Uno de ellos, un retrasado mental, se acercó a mi mesa y me dio su ipod pues pretendía, al parecer, que escuchase una canción. Tardé en entender lo que quería, no por culpa suya sino mía, o más concretamente de una contundente resaca que me nublaba las entendederas. Escucha, dijo, así que me puse los cascos y, enseguida, condescendiente, le dije que era una canción muy bonita, y se los devolví. Pero insistía: escucha, así que me los volví a poner, de nuevo me los quité, y le dije que no, que no conocía esa canción. Y otra vez: ¡escucha! Así que, harto, le dije que vale, que aquella era la canción más espantosa que había escuchado en mi vida y que me dejase en paz, ante lo cual cogió su ipod y se fue. Me sentí un poco mal, pero se me pasó rápido. Salí de la cafetería. Hacía un muy buen día para pasear una resaca, pero tras caminar unos pocos metros decidí volver a casa. Al llegar a la altura del Starbucks vi a mi vecina, sentada con dos amigas. Me hizo un gesto para que me uniese a su mesa.
- ¡Mirad, éste, éste es el tío que no me deja dormir!
Me recibió con una recriminación - desde que te has echado novia no se te ve el pelo -, y luego, sin tapujos, con la autoridad moral que le conceden los numerosos inconvenientes que le he causado, me dijo que le caía mejor aquella otra, la rubita. Me invitó a un café, al parecer era su cumpleaños, y luego me agasajó con todo tipo de reproches, censurando comportamientos, actitudes y compañías, un trato que no me es desconocido, al parecer tiendo a provocarlo, y que la verdad es que tampoco me disgusta: por alguna razón cada reproche me sabe a halago. Me acabé el café, me despedí, y subí a casa. Me sentía melancólico y decidí prepararme una especie de ensalada César.
[En una fuente de horno se disponen dos muslos de pollo, sobre los cuales se vierte la mitad de una mezcla de aceite de oliva, miel, pimienta, el zumo de una lima, tomillo y romero. Una hora a 200. Cuando restan unos diez minutos se incorporan un par de rebanadas de pan untado en mantequilla. Pasada la hora se sacan los muslos, los del pollo, se limpian de huesos y piel, se trocean pollo y pan asados, los cuales se disponen sobre un lecho de lechugas, aliñado el conjunto con la otra mitad de la mezcla, y rematado con unas virutas de parmesano].
Cuando me acabé la ensalada la melancolía aún seguía allí. Una mezcla de melancolía, tristeza, el zumo de una lima, tomillo y romero. También de aburrimiento y ganas de romper algo. Pensé en el pasado, en el presente y en que un día de estos le tengo que pedir a mi vecina el teléfono de esa amiga suya, la morena de pelo corto y dedos finos.

martes, mayo 13, 2008

Cuando marzo mayea, mayo marcea

Ayer me encontraba en lo más profundo de la madrugada, en lo más profundo de un garito infame, en lo más profundo de una canción de electro-house, cuando un tipo se me acercó, me agarró de la pechera y me plantó un beso en los morros. Comencé a gritar "¡que me violan! ¡que me violan!", pero los de mi alrededor se limitaron a celebrar mi llamada de auxilio como si fuese la más simpática de las ocurrencias. Y es que en general se me toma muy poco en serio, y a partir de determinada hora, nada. Y creo que se debe a que bebo cada vez peor. El ir a peor, una constante en todo aquello que hago y/o he hecho a lo largo de mi existencia. Emprendo cada tarea de manera prometedora, en ocasiones incluso se diría que brillante, y a partir de ahí comienzo a perder fuelle, a caer en picado. A degenerar. Mi acercamiento a cualquier disciplina es siempre un imparable viaje hacia la mediocridad. Siempre a peor. Cada vez bebo peor, cada vez escribo peor. Cada vez follo peor. Yo antes follaba como un campeón, ya lo creo. Yo antes era capaz de a la vez satisfacer a tres mujeres, rellenar catorce declaraciones de la renta y levantar un tabique de pladur. Y ahora ya lo ven: un asco, una escombrera. No entiendo como puede nadie querer volver a acostarme conmigo, ni a mí mismo me apetece acostarme conmigo, si en ocasiones duermo en el sofá es para intentar evitarme.
- Amor, ¿te vienes a la cama?
- Ahora voy.
Un horror. En fin. No sé. También podría compartir otro montón de fascinantes sucesos de esta noche loca que me ha dejado la cabeza vuelta del revés, la mente transformada en yermo páramo. Pero es que no me acuerdo de nada, ya digo que cada vez bebo peor. Tan mal que al día siguiente soy capaz de emplear expresiones tan cursis, mediocres y redundantes como yermo páramo. A eso voy.

jueves, mayo 08, 2008

This is old Tom Frost, and I am calling long distance

Cuando nos sentamos a su mesa uno de ellos comenta que acaba de aceptar un trabajo cuya remuneración es pobre pero que a cambio le servirá para darle brillo a su curriculum, y después otro apunta que hoy está donde está gracias a aquel trabajo de becario que desempeñó en una auditora durante dos intensos años. Si tuviese a mano una granada la haría detonar allí mismo. Cuánta estupidez. Casi siempre me siento más cercano a alguien que entra en un teatro con un cinturón de explosivos que a alguien que viste camisas de cuadros y manga corta, tanto despropósito no debería salir gratis, por Dios, que venga alguien a poner orden. Marta ve mis ojos inyectados en sangre y enseguida inventa una excusa menor y me saca de allí. Marta me conoce bien, yo diría que ocupa el cuarto puesto en el ranking de personas que mejor me conocen, lo suficiente para saber que es inútil tratar de explicarme desde la complejidad, pues en realidad soy simple como una bisagra. Cuando digo "tengo sed" los hay que se empeñan en adivinar una metáfora sobre el vértigo que provocan estos tiempos difíciles, pero Marta se limita a acercarme un vaso de agua. Eso es lo que digo. Hace unos días, con su cabeza en mi regazo, le pregunté si no le parecería una buena idea que tuviésemos un hijo, y me respondió, textual, "anda, llévame a cenar y deja de decir gilipolleces". Eso, eso es lo que digo. Y además a mi sobrina le cae bien, me lo dijo el pasado fin de semana. Tuvimos una de esas comidas familiares en las que todos cuentan jocosas anécdotas de mi pasado como si yo no estuviese presente, todo muy gracioso, me parto de risa, y en un momento dado mi sobrina me llevó a un aparte y me dijo que Marta le caía muy bien, y luego añadió algo así como que lo que ando buscando no se encuentra en el interior de ninguna otra persona. Y yo me pregunté: ¿pero esto que es? ¿qué forma de hablar es ésta? ¿qué clase de televisión le dejan ver a esta niña? Y luego le respondí, no supe qué otra cosa hacer, tirando de Montaigne con aquello de "yo no me encuentro a mí mismo donde me busco; me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero", y ella se limitó a sonreir, con esa sonrisa que es clavada a la de su madre y hay quien dice que también a la mía, aunque a mí no me lo parece.

lunes, mayo 05, 2008

Por todo el oro del mundo sí que lo haría

Lo más extraño no es que me encuentre en una calle que desconozco, sino que no tenga la menor idea de cómo he ido a parar hasta allí. No sé de dónde vengo ni hacia dónde me dirijo. No es una amnesia total, pues sé perfectamente quién soy, a qué me dedico y dónde vivo. Es sólo que no recuerdo qué hago en ese lugar, ni recuerdo las circunstancias que hasta ahí me han llevado. Se me ocurre que el causante pueda ser algún tipo de cortocircuito repentino producido en mi cerebro, e incluso se me ocurre que pueda haber sido la víctima de una abducción extraterrestre. Y me miro los brazos, en busca de señales de pinchazos. Qué tontería. Me siento desorientado, pero por encima de todo siento un frío interior intensísimo, similar a una sensación de pérdida, más cercana al desamparo que a la ausencia. Necesito abandonar esa calle, ya, ahora, y tomo la primera puerta que encuentro a mi derecha. Podía haber sido la de un portal o la de una mercería, pero es la de un club pequeñísimo, oscuro, con una barra a la izquierda y una cortina roja al fondo. Junto a la puerta hay un colombiano enorme, tras la barra un tipo con pajarita que lée un libro de bolsillo y al otro lado dos mujeres con medias de rejilla y un maquillaje excesivo. Pido algo de beber y una de las mujeres se me acerca. Me propone una conversación desastrosa, aburridísima, de sintaxis horrenda, pero enseguida se da cuenta de mi nula predisposición al prolegómeno y pasa a recitarme sus tarifas: el francés son treinta, el completo setenta, griego no hago. Entonces le explico lo que me sucede. Le digo que estoy perdido, y que no busco sexo sino una explicación. Pero se me ocurre que lo que sí podría usar es un abrazo, y le pido precio. Sonríe, y me dice que un abrazo me lo puede dar gratis. Hace un gesto, me acerco, y me abraza. Es un buen abrazo, de los que se concentran tanto en dar como en recibir, acompañado de palmadas en la espalda y un leve siseo como de madre que acuna. Luego se separa. ¿Y bien? Pero nada, sigo igual. Le digo que me disculpe, que ha sido un abrazo estupendo, que la culpa es mía, seguro, y que es muy difícil tratar una enfermedad que se desconoce. Ella no se da por vencida y llama a la otra mujer. Le explica la situación, pero ésta no es tan comprensiva y me espeta que ya conoce a los hombres como yo, que somos todos iguales y que si quiero un abrazo son diez euros. Se los doy, los guarda, y me abraza. El abrazo intenso de alguien dispuesto a ganarse hasta el último céntimo que recibe. Un buen abrazo, rotundo y repleto de determinación, como de dos buenos amigos que se reencuentran tras años sin verse. Se aparta. Me miran. ¿Y ahora? Nada. Niego con la cabeza, sin levantar la vista, vacío de palabras, un tanto avergonzado. Sugieren que quizás el problema resida en que ellas son más pequeñas que yo, y que quizás lo que necesite sea un abrazo más amplio, un abrazo que al margen de solidaridad me ofrezca cobijo. Y llaman al colombiano. Se lo explican todo y para mi sorpresa no hace el menor gesto de incomodidad o extrañeza. Tan sólo se acerca y me rodea con sus brazos. Luego comienza a apretar.