domingo, diciembre 30, 2007

Que las estrellas rocío

En primer lugar noto un vaivén y después una sacudida. Despierto. Alguien me está zarandeando. Doy la luz. Me fijo en la figura que hay erguida a mi lado. Mis pupilas tardan en ajustarse. ¿Marta? Sí, claro, Marta. A mi lado, incorporada en la cama.
- ¿Qué? ¿Qué? ¿QUÉ?
- ¡Que estás gritando!
- ¿Cómo que estoy gritando?
- Pues eso, que estás gritando.
- ¿Y por qué iba yo a gritar?
- No sé, dímelo tú. Tendrías una pesadilla.
Recopilo los retazos de sueño que han sobrevivido al alboroto. Recuerdo una panadería y yo pidiendo una chapata, y recuerdo una charcutería y yo pidiendo cien gramos de salchichón.
- ¿Seguro que estaba gritando?
- Joder, sí, me has asustado.
Luego añade que necesita dormir, que lo de mañana es muy importante, importantísimo, y entonces yo le propongo, en licencia poética, velarla lo que reste de noche. Pero Marta a estas horas no entiende de lirismos y me toma la palabra y me dice que sí, que vale, que ya dormiré cuando ella se vaya, que son sólo unas horas, que lo de mañana es muy importante, importantísimo, y que por favor no haga más ruido. Y se da la vuelta y se abraza a su almohada y dice "apaga la luz". A mí me gustaría discutir el asunto, buscar opciones menos rotundas, pero no me da opción. Y me quedo sentado, sin saber qué hacer, hasta que estiro un brazo y alcanzo el portátil y comienzo a escribir y de repente este presente que es ya, ahora mismo, se funde con este otro presente, tiempo verbal, que tanto me gusta utilizar aquí con ustedes. Y ya que estamos aquí y no tenemos nada que hacer les confesaré que me gusta porque me facilita el establecimiento de coordenadas y asideros, y el quebrarme el yo abrumándolo de primeras personas. Y también, para qué negarlo, porque me permite disfrazar las deficiencias gramaticales inevitables para con esta lengua tan poco vernácula en la que todo me son pies de plomo. Pero esto no se lo digan a nadie.
Así que me siento en la cama y escribo y veo dormir a Marta. Ver dormir a una mujer es siempre un espectáculo fascinante, asistir a ese momento de entrega e indefensión en el que las más enseñan sus debilidades, aunque en este caso no alcanzo a atisbar más que virtudes en esas mandíbulas apretadas y el gesto de determinación de quien no entiende de vértigos ni renuncias, de alguien cuya entrada en el sueño no es nunca, seguro, una caída en picado sino un ir en volandas. Una preciosidad. Yo a estas horas me podría enamorar de cualquiera, mil veces, incluso sobrio.
Y dejémoslo aquí, que éstas no son horas de escribir, no si no es arrebatado por la fiebre y desangrándose a cada palabra. No, a estas horas mejor dedicarse a escudriñar perversiones ajenas, o entregarse en loop noctámbulo e infinito al imperecedero deseo de estar en otra parte.

miércoles, diciembre 26, 2007

El olvido sólo se llevó la mitad

Aunque desperté a eso de las seis de la tarde ya sabía que el día sería largo, siempre lo es. Me hice unos huevos revueltos y después pasé más de una hora eligiendo qué chaqueta ponerme. A eso de las nueve llegué a casa de mi hermana. Ésta me agarró del brazo y gritó "¡mirad que hermano más elegante tengo!", mi madre dijo "te queda bien el pelo así", mi padre dijo "qué tal, hijo", y Héctor dijo "ayúdame a mover esto". Enseguida llegó más gente, gente de nochebuenas y entierros, y mantuve con ellos conversaciones que siempre giraban alrededor del recuerdo. Mientras cenábamos me sentí ligeramente agotado y mientras brindábamos me sentí espantosamente sólo. Unas horas más tarde volví a casa, pero no podía dormir, así que me senté en el suelo del salón, abrí una botella de champán y escuché de un tirón los cuatro primeros discos de Serrat. Dos veces. En el intervalo hice muchas cosas. Reproduje conversaciones que jamás sucedieron, pinté bigotes en la portada del "Country Life", mezclé Moët Chandon y Aquarius, y sufrí un ataque de pánico al tener por un instante la sensación de que estaba comenzando a olvidar su rostro. Cuando se me pasó metí unas cosas en una bolsa de viaje y me fui al aeropuerto. Tomé un vuelo a un lugar con mar y, al fin, arriba, instalado en mi asiento, conseguí echar una cabezada. Soñé que despertaba en una cama de hospital y mis familiares me daban la más terrible de las noticias. Al llegar a mi destino tomé un taxi y le pedí al conductor que me acercase al acantilado más cercano. "Espere aquí", dije al llegar. Frente al acantilado saqué de mi bolsa dos alfiles y los lancé con todas mis fuerzas hacia el mar, y después me senté en el suelo ya que las lágrimas empañaban mis ojos de tal manera que temí tropezar y caer al vacío. De regreso al taxi el conductor me preguntó si estaba bien, y yo le dije que me llevase de vuelta al aeropuerto. La idea al ir era quedarme allí, donde fuese, lejos, unos días, pero de repente esa idea había dejado de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvo. Esta vez tuve que esperar más de tres horas para que saliese el primer vuelo libre. Siempre hay más gente que vuelve, que gente que va. Una vez en el aire conseguí echar otra cabezada, y soñé que despertaba en una cama de hospital y Meredith Grey me llamaba idiota y me decía que con el dinero gastado en vuelos habría podido comprar los regalos navideños de todos los míos. Ya de regreso, me acerqué al bar donde había quedado con estos. Allí un amigo me dijo "a ver si el año que viene dejas algo para los demás" y luego añadió "no, en serio, enhorabuena, te lo mereces", y otro amigo chocó su copa con la mía y dijo "¡que en el 2008 te vaya igual de bien, cabrón!", y una amiga me dijo "quiero muchísimo a mi novio pero tú y yo tenemos que encontrar un hueco para echar un polvo". Unas horas después me fui a casa, pero se me había ido la mano y seguía sin poder dormir. Tampoco me apetecía escuchar al puto Serrat. Estaba exhausto. Así que me quedé sentado, en silencio, en el suelo del pasillo. Te lo mereces. Miré el reloj. Las 5 de la mañana. 26 de Diciembre. Te lo mereces. Te lo mereces. Y una mierda.
Feliz Navidad.

sábado, diciembre 22, 2007

Pero las pierdo de vista porque pasan deprisa

Cuando Eva llega, Marta y yo estamos analizando la posible relación entre la lectura de los posos del café y la teoría de cuerdas. Ahí, con dos cojones y un platillo de churros. Eva ha llegado, decía, me ha dado dos besos, le ha echado un vistazo a Marta, y me ha dedicado una mirada de una enorme condescendencia. Luego Marta ha exhibido su acento, segurísimo y desapasionado, desafectado y libre de todo artificio, y la condescendencia ha desaparecido. No, vale, perdona, que ésta sí tiene coco. He comenzado a pensar que debe ser un fastidio vivir bajo tal presunción de idiotez, que eso a los hombres no les pasa, y a continuación me he elevado un par de metros sobre mi mismo, me he mirado de lejos, y me he dicho "ese de ahí abajo, el de la bufanda negra, ese, es gilipollas". Mírale, presa del truco más viejo del mundo, hechizado por la hermosura, transformado en un baboso. Y es que la belleza, por conmovedora, desborda atenciones y convoca sentimientos de solidaridad fuera de lugar hasta hacernos creer que los problemas de las guapas son más problemas precisamente por eso, porque son guapas. "Es que la gente me toma por tonta". Qué horror. Que cierren los centros comerciales. Que decreten el estado de excepción. Enseguida he vuelto a mi cuerpo, y Marta y Eva ya hablaban de regalos navideños. Mi hermana me ha dicho que, de mis sobrinos, el pequeño quiere un camión, la mediana una pizarra y unas tizas, y la mayor "la guitarra del tito". He dicho que vale, que bien, que podía comprar una de esas réplicas de bi-bi-bizac, pero mi hermana me ha dicho que nones, que la niña quiere una de verdad, y no cualquiera: quiere "la que tiene los dibujos así". Así que problema habemus. Porque esa guitarra me costó un riñón. Así que a ver qué hago yo ahora, con lo cabezona que es, para convencerla de que le viene mejor algo más modesto. No sé. Igual aprovecho y para financiar el desembolso empeño esa reliquia de maderas y tallados que me contempla desde la estantería como si fuese un santo antiguo o la foto de un hijo emigrado, ese trocito de recuerdo sin el cual mi vida sería hoy, sin duda, diferente y, seguro, mucho más sencilla.

martes, diciembre 18, 2007

In a life built out of only goodbye...

Tan pronto me sirve el café comienza a darme conversación.
- Se nos ha echado el invierno encima, así, de repente.
- ¿Disculpe?
- El frío. Hace un frío que pela.
- Pues sí.
Y no deja de hablar, a pesar de que mis contestaciones son en extremo protocolarias. Supongo que toma por timidez mi escasa participación. Y habla mientras pasa un trapo húmedo por la barra, habla mientras limpia la cafetera y habla mientras friega unos vasos. Habla, habla y habla. De cualquier cosa.
- ¿Las navidades? Nada, un invento de las grandes superficies, para sacarnos los cuartos.
- Pues sí.
Mientras habla trato de imaginarle vestido de paisano. Tirado en su sofá, dando un paseo con su mujer, llevando al cine a sus hijos. Un ejercicio que suele resultarme complicado cuando de quien se trata es de alguien que trabaja uniformado, pero que en este caso no lo es tanto. De hecho, no me cuesta nada imaginarle de vacaciones en un Benidorm cualquiera, gastando las tardes con su señora en la terraza de una freiduría, tratando desesperadamente de entablar conversaciones de camarero con los trabajadores locales.
- Las vacaciones de un futbolista me gustaría a mí tener.
- Pues sí.
Se equivoca conmigo. No volveré a este bar. Jamás. Porque mi lugar de desayuno favorito es aquel en el que tras un par de días sean capaces de detectarme la rutina. No es difícil, siempre pido lo mismo y en el mismo orden. Un lugar en el que sepan adivinar que aprecio no tener que hablar, y que sobre todo aprecio que no me hablen.
- Y eso sí, en cuanto a educación y buenas maneras esos nos dan sopas con honda.
- Pues sí.
Detesto mantener conversaciones insustanciales. Y detesto conocer gente. Ya conozco demasiada. De hecho, si pudiese desconocería a unos cuantos. Si pudiese, me encerraría en casa y no mantendría contacto más que con la gente de verdad imprescindible: los que se encuentran al otro lado del teléfono en el Telechina Express y el Telepizza. Y no saldría más que para llevar a cabo las tareas logísticas más básicas. Eso haría, pero no puedo. Porque los demás me llaman, y quedamos, y bebemos mucho y mal, y me presentan a sus amigas -nunca a sus hermanas-, y éstas se empeñan en confundir sarcasmo con sentido del humor y oligofrenia con simpatía. Y se ríen. Y a partir de ahí todo se complica.
- Y luego resulta que nadie lo ve. Claro, ¡será que a esa hora estamos todos viendo los documentales!
- Pues sí.
Dios, cómo detesto el género humano. Sobre todo cuando voy de resaca. Si se pudiese transformar en flujo eléctrico el odio al prójimo que soy capaz de generar con la cruda, tan sólo harían falta dos más como yo para iluminar todos los putos adornos navideños de esta ciudad.

jueves, diciembre 13, 2007

La receta de la pularda rellena de no sé qué

Me llama Eva y me dice que este año la cena es en su casa y que ni se me ocurra hacer una de las mías. Me he hecho el tonto, claro, y ella entonces ha pasado a recitar una lista interminable de agravios y espantadas. Algunas ni las recordaba. Que si el año pasado tuvo que ir Héctor a sacarte de casa, que si hace diez nos pasamos la noche en un hospital. Dice que este año va a hacer pularda y que lleva un mes ensayando para que le quede rica, y que ya casi lo tiene, y que hermano no me jodas que con mis pulardas no se juega. Eva lo hace mucho, eso de ponerse prosaica, toda pies en el suelo y bolso a juego con los zapatos, pero yo sé bien que en su nuca lleva la marca del diablo y que cuando todas las luces se apagan algo en su interior se licua y desata tormentas generosas en aparato eléctrico. Porque las maldiciones son hereditarias, todas las maldiciones. Y no como el color de ojos o la propensión al despiste, que con las maldiciones no hay salto generacional que valga. Las maldiciones son un sí o sí, y son un hoy sí y mañana mucho más. En todo caso, este año trataré de ser obediente y no faltar a la cita, aunque sólo sea porque su marido es muy alto y me puede. En otro orden de cosas, también podría comentarles que ayer acompañé a Marta a hacer sus compras navideñas, y que en un entrañable momento de escaparate le confesé que le tengo echado el ojo a un conjunto de lencería que seguro le queda divino. Pero ella respondió que está muy feo eso de hacerse regalos a uno mismo en la persona de otro, y que regalarle lencería a una mujer es como regalarle a una madre una máquina de coser o a un hijo un scalextric. Y, demonios, me pareció muy bien visto. Hay días en los que uno sale al huerto para tan sólo cosechar derrotas.

lunes, diciembre 10, 2007

Un mal día lo tiene cualquiera

- Perdona, ¿qué has dicho?
- Digo que si te vienes a mi casa y echamos un polvo.
- Yo alucino.
- ¿Por qué? Tampoco es tan raro...
- Me conoces desde no hace ni dos minutos, ¿y me pides que me vaya a tu casa a echar un polvo?
- Es que tras estos dos minutos ya sé que no me apetece descubrir qué más tienes en la cabeza, pero aún sigo queriendo echarle un vistazo a lo que tienes más abajo.
- Me habían contado muchas cosas de tí, pero se les olvidó decirme que eras un gilipollas.
- ¿Eso significa que no?
- Vete a la mierda.
Mujer.Extremadamente.Guapa se aleja, enfadadísima. Amigo.Extremadamente.Borracho se acerca.
- Joder, vaya chine lleva. ¿Qué le has dicho?
La música que suena en este infierno en el que ardo hoy es especialmente detestable. Me fijo en las sillas que hay junto a la barra, sillas altas, de asiento metálico. Unas sillas muy bonitas, muy modernas. Me gustaría agarrar una y emprenderla a golpes con la cristalería.
- Le he preguntado si se venía a mi casa a echar un polvo.
- Tú estás tonto.
- Es que me estaba cayendo fatal.
- ¿Pero tú has visto cómo está la tía?
- Ya, pero es idiota.
- Repito: ¿PERO TÚ HAS VISTO CÓMO ESTÁ LA TÍA?
Mujer.Extremadamente.Guapa se acerca de nuevo. Amigo.Extremadamente.Borracho la ve llegar y se aparta unos metros. Creo que piensa que me va a pegar, o quizás que me va a tirar encima su copa. Yo también lo estimo posible.
- Mira, no me gusta dejar las cosas así... Creo que deberíamos empezar otra vez de cero.
- Por mi bien.
- Yo no insisto más en que me parece que estás un poco triste y tú no insistes en que nos acostemos.
- ¿Nunca?
- Por favor...
- Venga, de acuerdo. Empieza tú.
- Vale. Hola, me llamo Marta y... y me encanta la navidad. ¿Y a tí?

viernes, diciembre 07, 2007

El secreto de la inmortalidad

Dos años antes de la grabación de "Respect" o "Chain Of Fools", tres de la de "I Say A Little Prayer" y "Lady Soul", una Aretha Franklin de apenas 23 años, aún una semi-desconocida, se abalanza sobre el "Sweet Bitter Love" de Van McCoy, la amarga historia de un amor recién frustrado, y lo transforma en un crescendo que asciende apoyado en una demostración no de técnica sino de sensibilidad, sutileza e intuición, hasta redondear una pieza, casi un aria, que enseña tanto de la exhuberancia del gospel como del aprecio por la mesura y los silencios de la música pop. Al empezar la canción Aretha nos dice, contenidísima, "sweet, sweet bitter love, what a joy you taught me, and what pain you brought me", y enseguida comprendemos que esto va a doler. Luego Aretha se eleva un poco más y entre un mar de cuerdas nos dice "why have you awakened and then forsaken a trusting heart like mine", y sabemos que todo está a punto de saltar por los aires. Y cuando Aretha, allá por el segundo minuto de canción, nos dice "where there was hope there's an empty shell", entonces ya no hay duda, entonces comprendemos que ya no está cantando: está haciendo magia. Una de las frases mejor interpretadas de la historia de la música, y aún diría más: en la manera que tiene Aretha Franklin de trasladar el aire del diafragma a las cuerdas vocales en el preciso instante en el que ese empty muta en ese shell, ahí, justo ahí, juraría que he llegado a atisbar, en ocasiones, el secreto de la inmortalidad.
Yo me declaro siempre que puedo un gran admirador de la Ella de los songbooks y Berlín, de la Dusty que volvió de Memphis o de la ternura infinita de las cantantes francesas de los 60. Pero esto... esto es otra cosa. Esto no es una buena canción, joder, esto es el hombro de un amigo.

Aretha Franklin - Sweet Bitter Love (Columbia, 1965)

lunes, diciembre 03, 2007

If you got a throat, I got a knife

¿Nunca os ha sucedido que al despertar habeis creído, durante un instante, que aún estabais en vuestra cama de adolescencia, en el hogar de vuestros padres, en esa habitación de la cual llegasteis a memorizar cada rincón? Pues yo hoy he despertado y he creído, durante un instante, que estaba en la UVI, con un tubo en el brazo izquierdo y una máquina monitorizando mis constantes vitales. Así que no he tenido más remedio que volverme hacia Raquel y decirle que si esto fuese Marzo y yo no hubiese pasado tanto tiempo convocando precipicios ahora le permitiría que me transformase en lo que ella quisiese. Pero que no, que es Diciembre, y ahí está el violín en su caja y está el tablero vacío y está la muerte, y que por todo eso es necesario que se vaya. Ya. Ahora.
Mientras recogía sus cosas juraría que le he vislumbrado en el rostro una mueca de alivio.
Después he ido a devolver el regalo que le compré ayer, el que el arrebato no me ha dejado entregarle, y con ese dinero me he comprado una chaqueta príncipe de gales con forro color magenta. Luego he llamado a estos para quedar, pero ninguno estaba disponible, así que me he ido sólo al concierto de Two Gallants. Y allí me he encontrado con Diana. Y al principio nos hemos saludado con frialdad, pero tras un par de frases hemos recobrado sin esfuerzo la complicidad que siempre tuvimos. Y luego hemos ido a un bar cercano y allí hemos estado hablando de mis naufragios y de sus proyectos, de mis ausencias y de su madre, de mi tendencia al razonamiento circular y de su predisposición a la ternura, de mis tránsitos y de su trabajo.
¿Te acuerdas de que vivíamos juntos cuando me contrataron?
Más tarde, a la salida del bar, nos hemos despedido con un abrazo muy largo, muy bondadoso y muy sincero. Y después he echado a andar y tras un par de intentos fallidos he conseguido detener un taxi. Y afortunadamente no ha sido hasta que he cerrado tras de mí la puerta de casa que ha comenzado a desatarse la tormenta.