jueves, marzo 23, 2006

La inmensa pena de tu extravío

Si ayer les dejó un tanto traspuestos la metáfora esquinadamente lispectoriana que plagié, agárrense que hoy, presiento, vienen curvas. Bien, decía alguien que la vida son apenas esos cinco o seis momentos puntuales en los que todo cambia de forma decisiva, y que esas efemérides acaban por pillarte, siempre, en babia. Yo añadiría que esos cuatro o cinco momentos son en su mayor parte despedidas, y que lo que hay entre una y otra, entre un instante clave y el sucesivo, ese relleno profético, se compone básicamente de miedo. Se podría pues afirmar que la existencia es como ese juego en el que los participantes se mueven alrededor de unas sillas al ritmo de una canción, y cuando de forma repentina la música cesa estos han de tomar asiento, con la particularidad de que siempre falta una silla, siempre hay una menos. Y no importa lo concentrados o implicados que estemos en el juego, que al final el silencio, la despedida, acabará por pillarnos con la guardia baja. Porque, joder, uno no se puede pasar toda la vida en alerta...

Y no sé lo que voy a escribir a continuación, pero si van con prisa no se corten, huyan, porque me da que irá a peor. Al fin y al cabo esto no deja de ser simple escritura terapéutica, y, total, lo que sea capaz de exorcizar aquí, eso que me ahorro en psicólogos, química y putas.

Sigo. Las despedidas, como decía, explican nuestros presentes, pero es el miedo, el relleno, lo que de verdad nos define. Ni nuestros actos, ni nuestros anhelos, ni nuestras habilidades: el miedo. Y poco importa cómo cada cual lidie con el suyo, cómo lo aisle, cómo lo supere o cómo se rinda, porque su naturaleza, antes siquiera de sustanciarse, es lo que de veras nos explica. Pongamos un ejemplo desprovisto de toda carga sentimental, para que parezca que no hablamos de lo que hablamos: estás en una calle semidesierta y contemplas una escena en la que un desalmado atraca a una señora que lleva de la mano a su hijo. Esos instantes en los que decides si intervenir o darte la vuelta, en los que pones en una balanza instinto de conservación y rabia ante la injusticia, rutina y deseo, son los que de verdad te dirán cómo eres. Luego decidirás lo que decidas, y eso servirá para que te cuelguen una medalla, o para ganarte un paseo a un hospital, o para ponerte en bandeja el reproche de una cobardía en lo más profundo de la noche. Pero ya dará todo igual, porque lo que de verdad te dijo cómo eras, cómo has sido siempre, fueron esos segundos en los que el miedo se corporizó de una forma u otra.

Y ya ven, ahora que resulta que se ha parado la música y empiezo a temer el haberme quedado definitivamente sin silla, ando aquí, huidizo, autista, tratando de diseccionar la naturaleza de mi miedo, intentando decidir si lo que hago es fingir que siento algo que no siento, o si en cambio finjo que nada pasa cuando lo pasa todo. Pero, en fin, no se alarmen, que en definitiva todo no es en mí otra cosa que pose, cuento, puro teatro. Y, eso, que hay semanas en las que no está uno para nada, y días en los que a uno le gustaría no ser este uno, y ser ese otro. Para no tener que despedirme otra vez, o al menos para saber decir adiós.

Fotografía de Aaron Hawks.
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