martes, marzo 14, 2006

No mueras más en mí, sal de mi lengua

Ha llamado Roberto y me ha soltado que deje de escribir insustancias de tres minutos, y que o le entrego el texto que le debo antes del viernes, o viene y me corta los brazos a la altura de las costillas. También me ha dicho que si yo no fuese yo me daría una semana más, pero que por ser yo tengo hasta el viernes a las doce, y ni un minuto más. Qué tiempos aquellos en que los editores eran seres de elevado instinto maternal, yonkis del mecenazgo y amigos de sus amigos. Ahora en cambio adoran ponerte en la tesitura de un Kirk Douglas remando en galeras, tanto como disfrutan encarnándose en el romano de malas pulgas de la escena. Por situar el asunto en su adecuado contexto hay que decir que el tal Roberto, ese pedazo de cabrón, está organizando un librillo que pretende aglutinar diferentes relatos cortos cuyo hilo conductor sea "el amor que se padece". Interesante idea la del amor como potro de tortura, no en vano siempre ha sido preferible la pasión ciega a la razonada, por el componente enfermo que incorpora, de la misma forma que el amor que se padece, esto es impepinable, llega a alcanzar unos niveles de intensidad que en modo alguno podrían ser igualados por el amor que, simplemente, se disfruta.

Así que dispuesto a escapar de esta molicie que me atenaza he sumergido el ánimo en los fondos abisales de mis discos duros, y allí, de entre las notas y bocetos que pudieran resultar de un interés siquiera tangencialmente literario, he dado con material organizable en tres categorías: bazofia, insustancia y escombro. Y también he dado con la historia de una niña del medio oeste americano que no sale nunca de casa, ni siquiera para asistir a un colegio, ya que es educada por sus progenitores. Una niña que ama a sus padres, por supuesto, pero que no acaba de entender qué enfermedad será esa que le han dicho que sufre en virtud de la cual le está vedado el traspasar la valla de su jardín, y que les obliga (hija, lo hacemos por tu bien) a atarle a su cama cada noche, a azotarle con una fusta cada viernes, y a servirle comida siempre fría y escasa. En fin, que le he dado unos retoques, he atado un par de cabos, y se lo he mandado a Roberto. Poco después he recibido un mensaje suyo cuyo contenido transcribo: "¿Qué coño es eso de "El roce asténico de una descarnada ira que silenciosa besa su anorexia sudorosa, blanquísima, sublime"?... Tú me tomas por gilipollas, o qué te pasa ahora. Tú lo que quieres es que me de un infarto, cabronazo. Envíame algo decente ya, coño, y adjetiva como es debido, o voy a tu casa, tiro la puerta de una patada, te cojo del pescuezo, y te despeño por la terraza. Siempre te quiere, tu Roberto".

En fin, que ahora tengo miedo, y sufro por mi integridad. Así que ya lo has conseguido, malnacido: me va a salir una historia de terror sicalíptico, con visceras putrefactas arremolinándose a cada toque de palanca de carro. Luego no te me quejes, boquerón.


Ilustración de Trevor Brown (ojo, que duele).
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