lunes, marzo 20, 2006

Una historia de violencia


Nos conocimos en esas largas sesiones en las que formando un círculo y sentados en incomodas sillas de madera tratábamos de distinguir si lo que sentíamos tras la tormenta era paz o era vacío. Un escalofrío me paralizaba cuando sonaba su voz, tan pausada, tan madura, y sé que los demás sentían lo mismo que yo, así de difícil era de creer que aquella presencia tan menuda, apenas metro cincuenta y cinco, poco más de cuarenta kilos, hubiera sido capaz de hacer lo que ella había hecho, y así de inexplicable resultaba que tras pasar por todo aquello su rostro no hubiese perdido esa expresión tan dulce, tan bella, tan inocente. Inocente, qué ironía.

Dejamos el grupo juntos, el mismo día, y también juntos y el mismo día decidimos precipitarnos en la efímera eficacia del dolor. No diré que caímos porque uno sólo cae cuando cae, no cuando se tira, y lo nuestro fue una decisión tomada, si no en las mejores circunstancias, sí de forma plenamente consciente. No fueron días fáciles, en absoluto, y el amargo final de la historia anima a enterrar su memoria, pero aún recuerdo con cierto cariño cómo nos encerrábamos cada noche en nuestra pequeña habitación iluminada con velas, y cómo allí tras inyectarnos demerol en los tobillos llorábamos abrazados, de alegría, de lo afortunados que nos sentíamos por haber tenido la suerte de dar el uno con el otro.

Fotografía de Gottfried Helnwein.
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