No sé ustedes, pero yo el siempre delicado despertar posterior a un desengaño suelo gastarlo echándome una partida de ajedrez de incierto resultado, ya que la juego en simpar duelo igualado, yo contra mí mismo. Y no se rían, que seguro que por aquí hay alguno de los que se dedican a barrer la casa oyendo a Gloria Gaynor o a atiborrarse de Haagen Dazs mientras ven 'Cuatro Bodas y un Funeral'. Bingo, ¿eh?. En fin, les diré también que en el transcurso del juego a lo que me dedico es no tanto a ganar(me) como a visualizar derrotas, a saborear las mil formas de morir, algo que encuentro extremadamente placentero y relajante. Es esta una costumbre que adquirí hace años, cuando en competición la partida se presentaba sencilla hasta el sopor. Entonces me entretenía no ya en buscar las diferentes formas de llegar a la victoria, como dicta el manual, sino las múltiples de encaminarme al despeñadero. Si no ataco ahora su caballo, perdería en siete movimientos. Si hiciese este sacrificio contra siciliana la derrota estaría clara en cinco. Cosas de ese estilo. Este ritual nace, como casi todo, de una casualidad, en forma de una partida en la que juventud y suficiencia se unieron para jugarme una mala pasada, en la que un exceso de confianza me llevó hasta una situación de clara derrota. Tras los primeros instantes de pavor, de recriminación, de intentar encontrar un resquicio para llegar a las tablas, y al fin consciente de que nada era ya posible, tan colosal había sido mi error, encontré un cierto deleite en la simple espera del fin. Sí, me pareció una bonita experiencia la de visualizar la propia muerte, la de conocer su hora exacta y saber sin atisbo de duda el cómo se habría de producir. Era una metáfora fascinante: el tablero, el blanco y el negro, el reloj, el jaque, la muerte. Luego, cuando mi oponente opuso a mi juvenil error otro infantil que me volvió a meter en la partida hasta el punto de llevármela sin mayores complicaciones, he de decir que junto a la alegría de la victoria inesperada sentí algo aún más fuerte: la nostalgia de la desesperanza, una nostalgia que después he vuelto a sentir en numerosas ocasiones, y ya sin tableros de por medio. Y vamos a dejarlo aquí, que me estoy poniendo demasiado cáustico y coñazo. Me voy al bar.
Fotografía de Steven Ian.
miércoles, marzo 01, 2006
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