Hace años escribí la historia de un tipo llamado Eugenio, un señor bajito que vestía pantalón de mono azul recién planchado, zapatillas blancas de lona marca tórtola y camiseta blanca raída de manga corta con publicidad de una tienda de saneamientos del centro. Eugenio era ligeramente patizambo, tartamudeaba de forma violenta al hablar y tenía la costumbre de rascarse la coronilla con los nudillos de los pulgares. Era alguien muy popular en su barrio y las amas de casa pensaban en él cuando necesitaban ayuda para subir las bolsas de la compra o cuando tenían pensado mover un electrodoméstico. Le gritaban "tartaja, ven a echarme una mano, corre", y Eugenio respondía "vo-vo-voy!". Lo más reseñable de la existencia de Eugenio, sin embargo, ocurría cada noche, cuando se introducía en su bañera, repleta ésta de una mezcla de agua corriente y pulpa de pimiento choricero, y entonces toda su fingida acumulación de músculos, piel y huesos desaparecía dando paso a su verdadero yo: el de un humanoide de estructura sorprendente, con una composición inconstante, ora líquida ora gaseosa, cuya característica más reseñable consistía en su capacidad para mutar en los elementos de mobiliario urbano más comunes: un banco del parque, una papelera, un buzón de correos, una plaza de parking. Así, la actividad favorita de este nocturno ciber-Eugenio en permanente vigilia consistía en transformarse en la farola central de su parque favorito, y desde esa atalaya disfrutar tanto del aire fresco de la madrugada como del olor de las gardenias y las bugambilias que crecían en las terrazas colindantes.
Bueno, mejor lo dejo aquí, que estoy un poco tonto. Y es que, aunque siempre me haya resultado mucho más creíble el concepto de entropía que el de rozamiento, o el de mitosis infinita que el de envejecimiento celular irreversible, la verdad es que hay días en los que he de reconocer que me echo muchísimo de menos.
Fotografía de Marek Straszewski.
viernes, julio 14, 2006
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