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Hace años escribí la historia de un tipo llamado Eugenio, un señor bajito que vestía pantalón de mono azul recién planchado, zapatillas blancas de lona marca tórtola y camiseta blanca raída de manga corta con publicidad de una tienda de saneamientos del centro. Eugenio era ligeramente patizambo, tartamudeaba de forma violenta al hablar y tenía la costumbre de rascarse la coronilla con los nudillos de los pulgares. Era alguien muy popular en su barrio y las amas de casa pensaban en él cuando necesitaban ayuda para subir las bolsas de la compra o cuando tenían pensado mover un electrodoméstico. Le gritaban "
tartaja, ven a echarme una mano, corre", y Eugenio respondía "
vo-vo-voy!". Lo más reseñable de la existencia de Eugenio, sin embargo, ocurría cada noche, cuando se introducía en su bañera, repleta ésta de una mezcla de agua corriente y pulpa de pimiento choricero, y entonces toda su fingida acumulación de músculos, piel y huesos desaparecía dando paso a su verdadero yo: el de un humanoide de estructura sorprendente, con una composición inconstante, ora líquida ora gaseosa, cuya característica más reseñable consistía en su capacidad para mutar en los elementos de mobiliario urbano más comunes: un banco del parque, una papelera, un buzón de correos, una plaza de parking. Así, la actividad favorita de este nocturno ciber-Eugenio en permanente vigilia consistía en transformarse en la farola central de su parque favorito, y desde esa atalaya disfrutar tanto del aire fresco de la madrugada como del olor de las gardenias y las bugambilias que crecían en las terrazas colindantes.
Bueno, mejor lo dejo aquí, que estoy un poco tonto. Y es que, aunque siempre me haya resultado mucho más creíble el concepto de entropía que el de rozamiento, o el de mitosis infinita que el de envejecimiento celular irreversible, la verdad es que hay días en los que he de reconocer que me echo muchísimo de menos.
Fotografía de Marek Straszewski.