
Luego he ido a casa de Bo, un tipo hablador y bienhumorado con el que comparto fascinación por la teoría de cuerdas y las mujeres orientales esposadas. Bo vive de alquiler en una de esas habitaciones mínimas que te dan derecho a utilizar el baño durante diecisiete minutos al día, y la cocina como el marisco, tan sólo los meses con R, así que nos hemos ido a la cafetería de abajo a charlar sobre temas de enorme trascendencia: el largo de los polos Fred Perry, el dónde coño caerá Tanzania, o el gusto de Bo por las miniaturas bizarras. Al hilo de esto último me ha comentado que entre sus últimas adquisiciones se encuentran un Superman con la capa verde, una réplica de La Masa con muletas y un Seat 131 amarillo con las puertas color marfil, todo en tamaño bolsillo. Me ha dicho que está pensando el vender al completo su colección de superheroes para con el dinero que consiga tatuarse el nombre de su novia, Dolores, en lo alto de la espalda, en letras góticas, y yo por supuesto le he apoyado en su decisión. ¿Acaso no es eso la amistad? ¿Un jamás juzgar, un dar apoyo, un entender hasta lo incomprensible?
Al volver a casa unas horas después y tras apenas haber cerrado la puerta la víbora me ha chillado desde el salón "no te preocupes, cielo, que cuando eso suceda te compraré una boina divina, verás que bien te queda", acompañando la frase de risas de los más variopintos registros. Para esta noche había reservado mesa en su restaurante indio favorito, pero me da que al final ésta se va a tener que ir a cenar con su padre.
Fotografía de Chip Willis.