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Hace unos días quedamos para cenar en un restaurante italiano, y una vez allí, Laura gastó una gran parte de la velada en hablar de algo que al parecer le resultaba fascinante: los gnocchis, esas bolitas de patata que hacen los italianos. "Porque te voy a decir una cosa, B, cuando estuve en Roma aluciné con toda la patata que se come allí. Fli-pe, te lo juro. Aquí pensamos que somos los que más, pero es mentira, te digo yo que es mentira, que son los italianos los más patatosos, o los más patateros, o los más patatinos, o... ¿cómo se dice?. Bueno, eso". Y yo que se como se dice, seguro que de ninguna de esas maneras, pero cállate ya, por favor, y cómetelos.
Y en esas o alguna parecida andaba yo, dándole vueltas ensimismado al hecho de haber malgastado aquel sábado hablando de patatas e italianos y mirando como un baboso el sobresaliente escote de alguien a quien a duras penas soporto cuando, y ya en un club cercano, reparé en Inés ("hola guapo, soy Inés, tu camarera, ¿qué os traigo?"), quien había traído tres chupitos y se había sentado en una butaca frente a nosotros, y hablaba entonces del tatuaje que lucía bien visible en su homóplato derecho, un águila, que Laura comparaba en tamaño, haciendo así con los dedos, con el que ella, un leopardo esta vez, reconocía lucir bajo su ombligo. Y a esa misma comparación me dedicaba yo unas horas más tarde, serían las cuatro y ya en mi casa, cuando esforzado me encaramaba al trasero de Inés mientras ésta hundía el doble piercing de su lengua en la entrepierna de Laura, quien con la espalda arqueada como un ciprés y el gesto transformado por el placer en una mezcla imposible de ausencia y entusiasmo me gritaba "párteselo, párteselo".
Fotografía de ERYK.