martes, julio 04, 2006
Gymnopedistes
Erase una mujer que cada noche, absolutamente cada noche, de forma invariable, soñaba que acababan con ella. Unas veces se trataba de un niño travieso que desde un tercero lanzaba a su paso una maceta, otras de un conductor imprudente que le atropellaba en un paso de cebra, otras de un ladrón nocturno con malas pulgas y peor pulso. Soñaba que acababan con su vida, y entonces despertaba. Quien me contó su historia fue su psiquiatra. Me dijo que si bien los sueños recurrentes, aquellos en los que se sueña exactamente lo mismo, son relativamente habituales, no lo son tanto aquellos en los que como en este caso el fin es siempre el mismo pero no así la forma de llegar a él. Me dijo también que esta mujer, su paciente, era alguien muy risueño y que solía hablar con sorna de éste su desequilibrio. Que le contaba cómo por las mañanas nada más despertar le decía a su marido: hoy ha sido un motorista borracho! hoy un asesino en serie! hoy un drogadicto nervioso! Que quería arreglar su desorden, claro, pero no porque lo considerase una fatalidad, sino porque, simplemente, lo consideraba un engorro.
La mujer que cada noche soñaba que acababan con su vida seguramente no habría sido tan confiada si hubiese caido en la cuenta de que el desamor y la desconfianza son males que se contraen en apenas un instante, virus para los que una vez inoculados no hay cura. Lo que hace apenas un segundo era confianza, amor y entrega puede en tan sólo unos instantes transformarse en sospecha, en recelo, en suspicacia, y el detonante puede hallarse, suele hallarse, en las cosas más nimias, en las más cotidianas y por tanto las más peligrosas. En una mirada esquinada, en un gesto desconfiado, en una palabra inconveniente. O en un sueño inoportuno.
Su psiquiatra me dijo que aquella mujer llegó un día a la consulta y su gesto risueño se había esfumado. Que dijo casi llorando que aquellos sueños, ahora sí, estaban acabando con su vida. Dijo que unos días antes había soñado que llegaba a casa y encontraba a su marido en la cama con su mejor amiga. Que entonces su marido le había mirado con un odio indescriptible y la había perseguido por toda la casa hasta darle alcance y estrangularla. Dijo que en ese instante, al sentir su vida esfumarse, había despertado y al abrir los ojos la cara de su marido estaba frente a la suya, dormido, y que no pudo evitar un sobresalto. Dijo que ahora no podía alejar de su mente el recuerdo de aquella mirada de odio, y que desconfiaba cuando le tenía detrás suyo, y que temblaba cuando agarraba un cuchillo para siquiera iniciar la inocente tarea de cortar el pan. Y sabía que todo había sido un sueño, sí, pero no podía evitar el temor, no podía recuperar la confianza y el abandono, todo eso ya no existía. Preocupado, pregunté al narrador, su psiquiatra, si aún podía hacer algo por ella. Y me dijo que algo debía hacer, y que además debía hacerlo pronto, porque era tan sólo cuestión de tiempo que todo empeorase, algo que sucedería en el inevitable momento en el que soñase que quien acababa con su vida no era un niño travieso, ni un drogadicto nervioso, ni su marido infiel, sino ella misma.
Fotografía de Kassandra.
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