viernes, junio 30, 2006

En la vieja frutería, ía, ía, o

He pasado por el Rodilla y he comprado unos sandwiches. La dependienta, como siempre, ha respondido a mi "hasta luego" con un "a tí". He subido a casa, y tras abrir la puerta he gritado "traigo sandwiches!". Nadie ha respondido. He llegado hasta el salón y allí estaba Diana, con el mando a distancia en la mano, los pies encima de la mesa y una sonrisa burlona en la cara. Llevaba sus sandalias de Prada, esas que, dice, son para las grandes ocasiones, junto a una falda de vuelo marrón y esa camiseta negra sin mangas con la peachesiana leyenda "Fuck the pain away" que, lo sabe bien, tanto me gusta. ¿Pasa algo?, he preguntado. No, nada, estoy viendo la tele, ha respondido, sin mirarme y sin abandonar el gesto burlón. Lo que veía era un capítulo viejo de "Al salir de clase". Sabe perfectamente que hay que tener mucho valor para ponerse a ver una serie como esa en mi televisor. ¿Pasa algo?, he repetido. Que no, nada, ha contestado de nuevo. He cogido el portátil, me he sentado a su lado, y he comenzado a escribir cosas por suerte no tan lamentables como ese perezoso ejercicio de estilo titulado "Pernada" con el que insulté sus inteligencias ayer. De cuando en cuando le echaba un vistazo a Diana y ella, sin apartar la vista del televisor, sin bajar los pies de la mesa, volvía a sonreir. Por fin, y cuando estaba a punto de explotar en un "¿pero me quieres decir qué coño pasa aquí?", me ha dicho, muy despacio, vocalizando con saña: por cierto, ¿has escuchado ya tus mensajes?. He respondido que no, y he empezado a sudar. Un 3 verde se reflejaba en el diminuto display negro del contestador. He apretado el botón azul. El primer mensaje era de Eva que decía "niño, mañana no puedo quedar porque voy a asesinar a tu cuñado esta noche y, claro, mañana tendré que ir al campo a enterrarlo, ¿nos vemos el sábado?. Llámame". Ha sonado el bip. El segundo mensaje era de una operaria de amena, queriendo vender no se qué plan a alguien llamado Angustias. De nuevo el bip. El último mensaje era de Laura. Diana se ha tapado la boca, ahogando una carcajada, mientras comenzaba el mensaje: "B, mamón, hace tiempo que no me llamas, ¿qué te parece si me paso el sábado por tu casa y montamos una fiesta frutícola? Yo pongo los melones y la papaya, y tú pones el plátano. Verás qué macedonia tan...". Sin dejarlo acabar he apretado el botón de borrar mensajes. He recogido el portátil. Me he metido en la habitación. He abierto de nuevo el portátil. He comenzado a escribir:

He pasado por el Rodilla y he comprado unos sandwiches. La dependienta, como siempre...


Fotografía de Erwin Bosman, vía Aliciante.

jueves, junio 29, 2006

Pernada

- ¿Se puede saber por qué mira usted tanto a mi esposa?

El que le hablaba era un tipo joven, peruano o ecuatoriano, sudamericano en todo caso, que vestía una camiseta imperio blanca, unos vaqueros gastados y una gorra marrón. La esposa en cuestión era un preciosidad de piel color café, con un top de tirantes anudados al cuello, pantalones pirata y una mirada rasgada espectacular. Ambos iban sentados enfrente suyo en aquel vagón de metro acompañados de su hijo, un chaval de unos cuatro o cinco años que jugaba a molestar a su padre haciendo gala de un sinfín de niñerías, mientras la madre, ausente, permanecía anclada a la escena gracias tan sólo a su pie semidesnudo que sujetaba la bici del pequeño. Mientras, dormitaba ajena a esa escena filoparental, aunque no tanto a la del extraño que sentado enfrente no le quitaba ojo, hipnotizado por sus magníficos rasgos. Este tuvo la sensación de que le gustaba que la mirase como la miraba.

- Porque está buenísima.

Eso fue lo que contestó, a pesar de la hostil presencia del marido y de lo inconveniente de deslizar un comentario así en presencia del hijo, y lo hizo sin miedo alguno, sin el menor remordimiento. Enseguida supo que tal frase no había surgido de su boca producto tan sólo de un cóctel de locura y temeridad. No, él en el fondo pensaba que aquellos extranjeros le debían algo, que él tenía derecho a hablarles como le apeteciese, porque era por definición alguien superior que por tanto merecía no sólo obediencia, sino también impunidad.

- Señor, está usted podrido. Me da pena, mucha pena. Elisa, agarra al niño, nos bajamos aquí.

El convoy entró en una estación, y padre, madre e hijo abandonaron el vagón. El les siguió con la vista y cuando las puertas se cerraron reparó por vez primera en las miradas de reproche de los que se sentaban a su alrededor. Meditó sobre cómo había llegado a vivir una situación en la que aquellos a los que tanto despreciaba habían quedado a ojos de los demás como personas cabales y de moral adecuada, mientras él lo había hecho como un ser digno de lástima. Pensó que quizás era verdad que estaba podrido, pensó que quizás debería plantearse el cambiar, y luego pensó en lo muchísimo que le hubiera gustado follarse a aquella morena. Y se recreó en aquel pensamiento mientras abría su periódico deportivo como lo hacía siempre, por la última página, y se deslizaba hacia su propio universo de ética comprensible, ajeno por completo a las miradas de la pareja que hasta hace un instante se sentaba a su lado y que ahora, tras abandonar sus asientos para ocupar otros más alejados, se fundían silenciosos en un abrazo de inabarcable amargura.

Fotografía de Stefan Sversepa.

lunes, junio 26, 2006

Freiduría bis


1

1

2

3

5

8



Fibonacci? Fibonacci my ass.
Y el anuncio de la Bombay Flying School, vía advertka.

viernes, junio 23, 2006

En caída libre

Y al volver nos recostábamos en aquel colchón que hacía las veces de cama y de sofá, único mobiliario de una habitación de paredes de blancura enfermiza en la que los libros se propagaban asilvestrados por las esquinas. Entonces, los opiaceos trababan nuestro vocabulario y nos empujaban hacia conversaciones indescifrables, camufladas entre frases de sintaxis imposible y salpicadas de recovecos de dispersión. Nos escuchábamos divagar sobre insectos y plantas de colores desconocidos, sobre arquitecturas imaginarias, sobre recuerdos incompletos en los que se mezclaban imaginación y pasado. Todo era maleza y laberinto salvo cuando, de forma siempre inesperada, de repente aparecía una mota de certeza. Como aquella vez, cómo poder olvidarlo ahora, en que me miró fijamente y, abatida por un fogonazo de realidad, me dijo "mira, nunca me ha importado haber caído. Lo que de verdad me aterra es estar cayendo".

Fotografía de Ronny Pleil.

miércoles, junio 21, 2006

I found a liquid cure for my landlocked blues


No sé si os he hablado antes de lo muchísimo que me fascinan las mujeres que tras levantarse pasan no menos de cuarenta minutos en el baño. Despiertan ante un toque de despertador, lo detienen, nunca activan el para la mayoría imprescindible snooze, y al cabo de unos treinta segundos se incorporan, el pelo en la cara, morros y mofletes hinchados, la mirada perdida, y entran en el baño. Allí, durante unos veinte minutos, se desata una sinfonía de agua corriente, de botes de cristal y plástico en movimiento, de secadores de pelo al tres, y de puertas y cajones en actividad estrepitosa. Después, durante un instante eterno, el silencio, salpicado tan sólo de esporádicas blasfemias (me cago en su puta madre, será cabrón el...). Tras esos cuarenta minutos, a menudo estirados hasta la hora, la sujeto en cuestión abandona el cubículo envuelta en una toalla mínima y con la melena suelta en desenvoltura fascinantemente natural. Entonces, sentada a los pies de la cama, con un par de movimientos de precisión centroeuropea, visto y no visto, transforma la toalla en una minifalda vaquera, un top azul marino y unas sandalias tobilleras de tira negra (las clásicas Air Judea, revisión Blahnik). Y ahí tú, conmovido por la inmerecida visión de tanta perfección, te acercas, besas su hombro desnudo, y dices "me ducho en cinco minutos y bajamos a desayunar, ¿vale?". Y ella te responde: "ok, pero dame un ratito más, que me tengo que arreglar".

La fotografía de Yôko Matsugane, vía ese manantial de frondosa excelencia llamado Gravure Idol Jo.

martes, junio 20, 2006

Haz el primo como hacen los demás

Esta mañana se ha presentado Sebas en mi casa, que me tenía que contar algo muy importante, ha dicho. Diana, tan de buena familia y tan bien educada ella, ha anunciado que aprovechaba la coyuntura para irse de compras. Una vez que se ha ido Sebas ha dicho "macho, vaya pibón tu nueva novia". No es mi novia, he respondido. Pues dame su teléfono, ha añadido él. Lo llevas clarinete, he zanjado. Luego, entrando ya en materia, me ha dicho que se iba a comprar una bicicleta. Naturalmente, me he sentado, no fuese que una revelación de tal calado me provocase un desmayo. Me ha contado que el otro día se marcó un sprint para coger el 21, y que luego se pasó la mitad del trayecto jadeando. Ha dicho que él antes era la envidia de su portal, el deportista total, tan habilidoso en el mano a mano frente al portero como certero en el lanzamiento desde la linea de seisveinticinco, con un don para el cambio de ritmo en la recta final y una suma pericia en el lanzamiento del martillo. Y ahora, pues eso, que está hecho un asco, y que ya está, que ya le ha hecho el encargo a un amigo que sabe una barbaridad de manetas y de bielas y de triples platos y de cuadros Shimano. Luego, en lo que un observador imparcial hubiera tomado de forma equivocada por un cambio de tema, ha añadido que últimamente sueña con relativa frecuencia con fontaneros atacados hasta la muerte por sus propias llaves allen y sus desatascadores. En resumen, que el bueno de Sebas reúne todos los síntomas clásicos del treintañero que tras una larga vida de engolfe disfruta de su última semana de independencia ante la inminente mudanza a una coqueta casita de dos pisos recién adquirida y remodelada junto a su novia, un cielo de mujer, la perfecta horma de ese zapato. En fin, que entre bicicletas y fontaneros no me ha quedado más remedio que parafrasear a su chica y soltarle el clásico: Sebas, figura, qué tonto eres y cuánto te quiero.

La fotografía, vía Classic Rendezvous.

lunes, junio 19, 2006

Saneamientos Oliva, dígame (IV - suministros)


Es broma, es broma...


Chorrada patrocinada por Weather Underground, la Internet Movie Poster Awards, la galería parisina Magda Danysz y el RSSSF Archive.

domingo, junio 18, 2006

Saneamientos Oliva, dígame (III - recepción)

(Viene de acá, un acá que a su vez venía de acullá).

Había sido un viernes típico, sin apenas visitas a la oficina, por lo que había pasado la mayor parte del tiempo hablando por teléfono, con su madre, con amigas, como por otra parte solía hacer cada viernes. El único incidente reseñable había consistido en unas voces que a media tarde habían llegado desde la planta de arriba, fruto de alguna discusión acalorada. Más tarde la subdirectora de contabilidad le había dicho que los que habían discutido eran uno de logística y otro de contabilidad, al parecer por una tontería. Daba la casualidad de que aquellas dos personas eran con diferencia las que peor le caían de toda la oficina. El de logística era un tipo muy serio y muy seco y muy feo con quien jamás había cruzado más de dos palabras. Cuando se marchaba por las tardes y pasaba junto a su mesa le solía dedicar un gruñido incomprensible, y a veces ni eso, por lo que desde el principio ella, al no estar segura de si aquel sonido significaba un adiós o un muérete, había decido no responderle. El otro, el de contabilidad, era todo lo contrario: un chulo y un prepotente. Siempre se le estaba insinuando y haciendo bromas subidas de tono. Ella trataba de seguirle el juego porque su posición en la empresa no estaba como para jugársela sacándole los colores a un compañero, y por ello se limitaba a aguantar el chaparrón con el mejor talante posible. Ya llegaría el momento de zanjar aquello.

Volvió de sus pensamientos cuando vislumbró un gran revuelo un poco más adelante, frente a la puerta de una papelería, con un coche de policía y una ambulancia y gente arremolinada tras unas vallas. Es increíble lo morbosos que somos, pensó, y se cambió de acera. Nada más hacerlo se le acercó una muchacha de unos catorce años que le pidió tabaco. "¿No crees que eres demasiado joven para fumar?", le dijo, y mientras se alejaba oyó como la muchacha le respondía: "¿y tú quién te crees que eres, mi madre?". Si fuese tu madre no saldrías a la calle con esa pinta, fue lo que pensó, pero prefirió no decirlo. Metió entonces la mano en el bolso para sacar su móvil y hacer una llamada, y topó con su viejo monedero, una pieza de marroquinería con tachuelas plateadas formando una espiral sobre un fondo color vino burdeos. Lo sacó y al mirarlo recordó el día en que su mejor amiga se lo había regalado, que fue más o menos un año antes de que se acostase con su novio y, claro, dejase de ser su mejor amiga. Pedazo de zorra, se dijo en voz baja mientras se detenía junto a una tienda de complementos. Entró, y vio a un hombre que hablaba casi a gritos por un móvil. Se preguntó por qué no lo hacía fuera del establecimiento, qué ganas de dar la nota. También se quedó mirando a una muchacha morena con una mochila a la espalda que por las miradas de reojo que echaba a derecha e izquierda tenía toda la pinta de querer robar el bolso que sujetaba entre sus manos. Siguió caminando hasta el mostrador y una vez allí la dependienta oriental, quien tampoco le quitaba ojo a la chica de la mochila, le preguntó: "¿qué desea?". Ella respondió: "verá, creo que ha llegado el momento de cambiar de monedero".

Fotografía de Herr Buchta, vía Fleshbot.

viernes, junio 16, 2006

Saneamientos Oliva, dígame (II - departamento de contabilidad)

(Viene de aquí)

Introdujo su ficha en el casillero y se despidió de la recepcionista. Esta le preguntó por sus planes para el fin de semana y se echaron una risas. Siempre estaban flirteando, cuando él bajaba a por café, cuando ella le pasaba una llamada... Era algo que aún se movía en el terreno de lo símplemente travieso, pero sabía que en cualquier celebración de empresa, sonrisas y vino mediante, aquello tenía todos los visos de desatarse. Cuando salió se encontró con el director de su departamento y la subdirectora de contabilidad. Le invitaron a tomar una cerveza en el bar de enfrente, y allí recordaron el incidente que había marcado el día, su disputa con un compañero por un informe de ventas. No soportaba a aquel hombre, el cómo farfullaba excusas, o el cómo cuando veía que sus argumentos eran abatidos levantaba mucho la voz y remataba a voces su propia humillación. Esa tarde, nada más acabar la discusión, se había sentado en su mesa y había mirado alrededor: sus compañeros le hacían gestos cómplices, un guiño, un pulgar en alto. Luego había mirado a su oponente, quien tenía la mandíbula muy apretada y una mano temblorosa sobre una grapadora vacía. Trató de sentir pena por él, e incluso trató de sentirse culpable, pero no pudo. En el bar, la subdirectora de contabilidad decía "no soporto a la gente que suda tanto".

Salió del bar y se dirigió hacia su coche, aparcado al otro lado de la calle. Antes de cruzar se quedó mirando a unas muchachas que, apoyadas en un portal, fumaban. Quedó hipnotizado por el ombligo de una de ellas, visible sobre un cinturón rojo enorme y bajo una camiseta negra corta de tirantes. La muchacha reparó en su mirada y le sonrió, él le devolvió el gesto y cruzó la calle. Pasó junto a una pequeña papelería, y en ese momento le vino al recuerdo la grapadora vacía de su oponente. Se detuvo, introdujo la mano en su maletín, y de allí, tras apartar los cables de su PDA y un manojo de llaves, extrajo el revolver Smith & Wesson Model 9 Magnum, el favorito de su padre. Vaya mierda de herencia me dejó el muy cabrón, pensó. Cruzó entonces la puerta de la papelería, dejó el maletín en el suelo y, con absoluta naturalidad y ante la sorpresa de los allí presentes -la dependienta oriental, un hombre que hablaba por un móvil y una muchacha morena con una mochila a la espalda- agarró el cierre metálico de la papelería y, desde el interior del establecimiento, lo bajó.

Fotografía de Herr Buchta, vía Fleshbot.

Saneamientos Oliva, dígame

Introdujo su ficha en el casillero, balbuceó un adiós a la recepcionista que ésta, nada cordial, no contestó, y salió de la oficina casi a la carrera. Una vez en el exterior se desató el nudo de la corbata y resopló. Sudaba casi hasta la nausea pero renunció a despojarse de su chaqueta ya que debajo llevaba una camisa azul que, era evidente, estaría empapada, y ya bastante ridículo había hecho aquel día. Había tenido una disputa sobre un informe de ventas con un compañero y éste le había humillado delante de los demás. No era la primera vez, y ya sabía lo que tocaba ahora: horas de insomnio meditando una respuesta implacable, y el deseo incontenible de que el duelo se repitiese para entonces echar mano de su infalible argumento. Pero, claro, esa disputa nunca se repetiría, sino que mutaría en otra de muy distinta naturaleza que igualmente acabaría perdiendo, como perdía todas.

Caminó hasta que hubo de detenerse en un paso de cebra y se entretuvo contemplando a unas jovencitas que fumaban apoyadas en un portal, y que hablaban muy rápido y muy mal. Una de ellas advirtió su presencia y le largó un ¿tú que coño miras?. Fingió no haber oído nada y bajó la vista. El semáforo se puso en verde y cruzó. Cuando llevada caminando unos cincuenta metros reparó en alguien que iba andando casi a su lado, apenas medio metro detrás suyo, a su misma velocidad, y que hablaba por teléfono con su novia o su mujer o su amante. ¿Por qué demonios clavaba su paso, por qué no aceleraba, o frenaba? ¿No entendía cuan irritante era eso? ¿No tenía aquel tipo ningún respeto por el espacio de los demás, por su intimidad? Aquello era algo que odiaba sobremanera, que no podía soportar, así que paró, fingiendo subirse un calcetín, y el hombre pasó de largo, rozándole. Le dejó unos metros de distancia y comenzó a andar tras él, durante un par de minutos, hasta que el hombre del teléfono se adentró en una pequeña panadería. Se detuvo frente a aquel establecimiento, urgó en el fondo de su maletín, levantó su doble fondo, y de allí extrajo el rotundo machete con motivos suizos de imitación bastante pobre que hace años le regalase su ex mujer. Vaya mierda de regalos me hacía la muy zorra, pensó. Cruzó entonces la puerta de la panadería, dejó el maletín en el suelo y, con absoluta naturalidad y ante la sorpresa de los allí presentes -la dependienta oriental, el hombre del móvil y una muchacha morena con una mochila a la espalda- agarró el cierre metálico de la panadería y, desde el interior del establecimiento, lo bajó.

Fotografía de Herr Buchta, vía Fleshbot.

miércoles, junio 14, 2006

Vuela la noche antigua de erecciones

Tengo un amigo que dice que está tieso de pasta y que por ello se ve obligado a darse de baja de uno de estos dos lujos: el Digital + o la linea adsl. Me pide consejo. Dice mi amigo que el Digital + lo utiliza para ver series americanas y alguna que otra película, y la linea adsl, básicamente, para ver porno. Bueno, hace tiempo mantuvo un blog, pero lo dejó al poco tiempo de empezar porque opina que eso de los blogs es para gente que vive en pareja, ya que a la gente que vive sóla, como es su caso, tan sólo le sirven para quitarles tiempo del bueno, el que se dedica a navegar entre moster cocks, mega tits, orgías interraciales multitudinarias del tipo MMMMMF o MMMFFF, y hordas de pre-universitarias con coletas, gafas y un desmedido gusto porque les meen en la cara. Creo que en eso estoy de acuerdo con él. Yo le digo a mi amigo que se borre del Digital +, que siempre se puede comprar un descodificador de esos piratas que te lo abren todo, y que además las series y las películas se las puede bajar de la red, pero él ese extremo ni lo contempla porque, dice, "eso es ilegal". Hay que decir llegados a este punto que mi amigo es el típico producto de uno de esos centros educativos tan populares en los primeros 80, elitistas y muy progres, de esos en los que lo más importante no era la asimilación de diversos conceptos, sino que el alumno fuese capaz de identificar espiritualmente su YO, para a partir de ahí interactuar bajo la paz del equilibrio cósmico con los OTROS. Como era de esperar el resultado es un desastre, y al pobre si llega a salir más tonto habría que regarle. Dice que si comete un acto ilegal como bajarse una serie o piratear la señal televisiva da por hecho que el suelo del salón se abrirá y del agujero surgirá el mismísimo averno, con policías cachas que le esposarán sin miramientos mientras sus familiares, decepcionados por su comportamiento, le escupen a la cara. Yo al oír eso le he dicho que se quede con la adsl, que me diga qué series le gustan que yo se las grabo, y que tengo una hermana psicóloga que le puede resultar de gran ayuda.

La de la foto es Shoko Nakagawa, vía K's Lounge.

lunes, junio 12, 2006

Soul


Sam Moore, poseedor de una voz volcanica y la kamikaze personalidad de tantas estrellas negras de los sesenta y setenta, tan sobradas de ilusión como carentes de cultura, tan inocentes, tan manipulables, clamaba junto a su amigo Dave Prater I'm a soul man, y juntos lograron en un momento dado exprimir hasta el tuétano a la gran estrella del soul de aquellos días, Otis Redding, quien tras tocar con ellos en una serie de 37 conciertos organizados por su agente dijo "estos hijos de puta me están matando, no me volvais a meter en el mismo programa jamás".

A Diana le gusta que le hable de Sam & Dave, y de James Carr, y de Wilson Pickett, y de Esther Phillips. Cada día cuando salgo agarra mis discos de soul y los escucha, y lo hace más por empatía que por disfrute, más por profundizar en mis aficiones que por genuino interés. No me digan que no es precioso. Cuando vuelvo, me anuncia sus progresos de forma titubeante pero decidida, y me inquiere por pequeños detalles, de los artistas, de las grabaciones, de sus vidas. Ayer surgió el nombre de Sam Moore, y yo de forma instintiva recité una formación con la que grabó en solitario, ya sin Dave a su lado: Eric Gale y Cornell Dupree, guitarristas, Bernard Purdie batería, Chuck Rainey bajo, con Donny Hathaway y Aretha Franklin a los teclados y King Curtis en los controles. La crema del soul neoyorquino. Diana abrió mucho los ojos y asombrada preguntó cómo había sido capaz de memorizar aquellos nombres. No me acuerdo, respondí.

A Sam Moore le dijo alguien hace unos años que se habían encontrado las cintas originales del disco que grabó en solitario con King Curtis, cintas que, se pensaba, habían desaparecido en un incendio, y él respondió ¿Qué disco?, sin demasiada convicción, sabedor de los efectos que causaba el cóctel de alcohol y drogas que se desayunaban en los 70 tanto él como Dave, quien incluso llegaría a ser encarcelado por intentar vender crack a un policía vestido de paisano. "¿En serio grabé un disco? No me acuerdo", contestó. Pero, no sé, yo pienso que quizás tan sólo se hacía el olvidadizo, que quizás sabía bien que a menudo hay recuerdos que es mucho mejor no compartir. Como el de esos Gale, Dupree, Purdie, Rainey, Hathaway, Aretha y Curtis escritos en una espalda desnuda por mi dedo juguetón mientras una voz de caramelo me recita la contraportada de un amarillento disco de soul, banda sonora de una noche de manos traviesas y sonrisas cómplices hoy tan lejana como difícil de olvidar.

Fotografía de Eugeny Kozhevnikov, via Exigeant.

viernes, junio 09, 2006

Supervivientes 2.0


Bueno, creo que ya (casi) puedo asegurar que (casi) todo pasó. Prueba (casi) superada.

jueves, junio 08, 2006

Brainstorming

Salgo del cajón y reconozco, aquí y aquí, que disfruto con el viejo "Pa mi genio" de Carmen París, por eso de "tantas lágrimas me cuesta la pena que me estás dando, que me estoy muriendo de agua". Me encanta eso de morirse de agua. Nunca he sido capaz de confiar en los hombres que visten camisetas sin mangas ni en las mujeres que usan zapatos con cordones. Si alguna vez me han dado un buen consejo, ese fue "por mal que te vayan las cosas, jamás desees que pase el tiempo, que hay poco". Me confieso anónimo lector constante, y por tanto trato siempre de tener cuidado ahí fuera. Daría mi vida sin dudarlo un sólo instante porque mi camarera favorita tuviese un sólo segundo más de felicidad. Es mi camarera favorita porque en cierta ocasión le conté un chiste y me dijo "sos lindo". Mi ciudad favorita sigue siendo Berlín. Hace un par de días alguien me dijo "la soledad es algo que siempre se halla dentro, nunca en lo que te rodea" y, no sé, me gustó. En cierta ocasión tuve que ayudar a hacer una mudanza a la mujer de mi vida (ella no sabía que lo era, claro, creo), que se iba a vivir con su novio. Me hice toda la mudanza con la boca seca, creo que incluso hubiera podido morir de agua. Y no, no sé conducir, ni puta falta que me hace.

Ilustración de Arthur de Pins, vía Mira y Calla.

martes, junio 06, 2006

Porque era mía

El día me había dejado exhausto y llegué a casa sin ganas de nada. Entré en el cuarto de baño, mojé mi cara en el lavabo, y antes de secarme me contemplé detenidamente en el espejo. Una mosca se posó entonces en mi mano derecha. Hice un giro de muñeca y la mosca voló, hasta posarse en mi mano izquierda. Sacudí la mano y la mosca levantó de nuevo el vuelo, dibujando una trayectoria indescifrable. La oí revolotear alrededor de mi cabeza, frente a mis ojos, en mi nuca, junto a mis oídos. Aterrizó en mi nariz. Intenté cazarla. Fallé. Me golpeé. Me hice daño. Se posó en el espejo, un tanto a mi derecha. Cogí sigiloso la toalla que usaba para secarme las manos y aticé a la mosca contra el espejo. Cayó fulminada, entre el desodorante y el bote de cuatro agujeros para guardar cepillos de dientes, donde antes había dos huecos libres y ahora había tres.

Fui a la cocina y preparé un sandwich con una loncha de jamón, otra de queso, un tomate pelado y un poco de mahonesa. Lo puse en un plato, lo llevé al salón, me aposenté en el sofá y encendí la televisión. Un documental histórico. Cambié y apareció una película de acción con numerosas explosiones. Volví a cambiar y surgió un debate dominado por chillones de diferentes grados de alopecia y tendencia política. Pensé entonces en la mosca, en lo desmesurado de mi reacción, en el desequilibrio entre causa y efecto, en la gratuidad de la agresión, en la indiscutible vileza del episodio. Me sentí pobre.

Volví al cuarto de baño. Contemplé el cuerpo que yacía estático, frío, entre el desodorante y el bote de cuatro agujeros, tres libres. Acerqué el dedo índice al cuerpo inerte, me concentré, temblé, sudé, y a continuación la mosca, tras un severo espasmo, se alzó y comenzó a volar. Durante unos instantes contemplé con una sonrisa su aletear. Luego apagué la luz y entré en mi habitación.

Estaba cansado, el día en general no había resultado agradable, ni mucho menos, y tenía ganas de descansar. Me acosté y encendí la tenue luz de la mesilla, aunque esa noche en verdad no me apetecía demasiado leer. La mosca entró entonces en la habitación y comenzó a revolotear a mi alrededor. Tuve la impresión de que me quería agradecer aquella segunda oportunidad, ya que en su aleteo se adivinaba un ánimo diferente, una determinación mayor, una pasión nueva. Tras un par de maniobras de exhibicionismo caligráfico se posó junto a mi mano derecha. En ese preciso instante cogí cuidadoso la almohada y la estampé con fuerza contra la mosca, contra el colchón, y después con el dorso de la mano expulsé el cadaver de las sábanas.

Aquella noche dormí a pierna suelta, y soñé con cepillos de dientes de doble mango.

La fotografía juraría que es de Helmut Newton, y la he visto en La Orgía Perpetua.

domingo, junio 04, 2006

Bienaventurados los queseros

Que la confianza es un bien que mejor es no dar nunca por descontado es algo que sé desde el día en que puesto a contabilizar el número de novias de amigos que a lo largo de mi existencia me habían tirado, en un momento u otro, los trastos, como resultado obtuve un porcentaje dramático (en el caso de las mejores amigas de mis novias tal porcentaje bajaba de forma considerable, pero aún así no dejaba de ser importante). El caso es que a pesar de los innumerables hechos prácticos que sustentan esta afirmación, nunca deja uno de sorprenderse con la poca estima que en general se le tiene a eso, la confianza, tanto a la que se merece como a la que se otorga. El considerar una virtud lo de ser de fiar está tan démodé como el formato VHS o las raquetas de madera. Y no es que a estas alturas uno se escandalice ya con nada, es sólo que, la verdad, a veces me gustaría borrarme de tanta marrullería y tanto hijoputismo que hay suelto, y ser un filósofo loco poseedor de un universo autosuficiente vedado al resto de la humanidad, o en su defecto el solitario habitante de un no lugar, qué sé yo, el hueco de un ascensor, la botonera del televisor, el cajón de los calcetines o un trastero, un sitio en el que las personas y sus miserias fuesen simple ruido de fondo.

Y como ahora que estoy en faena descubro que no me apetece una mierda hablarles del episodio que me mueve a escribir estas lineas, me limitaré a recordar una anécdota que ilustra bastante bien mis palabras. Seguro que cada cual tiene mil, así está el patio. Pues bien, en un viaje iniciático de juventud un grupo de colegas y un servidor, jugando a turistas de los de cámara de video y chanclas con hevilla, se adentraron en una iglesia florentina (primer día de estancia en la ciudad, al día siguiente descubrimos sus bares y, claro, se acabaron las catedrales), y nos fijamos en un grupo de mujeres de provecta edad que sentadas delante nuestro disfrutaban del sermón. En un momento dado, una de ellas se levantó para ir a recibir la eucaristía dejando su bolso en el asiento, y acto seguido descubrimos con pavor cómo sus acompañantes cogían el bolso y, furtivas, vigilantes, hurgaban en su cartera. En una iglesia, en plena misa. Pues eso.

Disculpen ustedes la foto de las gemelas Bush, no encontré en mi disco duro otra imagen más aterradora para ilustrar este complaint post...

viernes, junio 02, 2006

Placenta

Aquel día en la cama, tras hacer el amor, decidimos que el mundo no era para nosotros otra cosa que un estorbo, una distracción. Así que ante los tres días libres que se nos avecinaban decidimos que nos daríamos el gustazo de no salir, para poder así difrutar sin cortapisas el uno del otro. Compramos botellas de vino y latas de aceitunas, y alquilamos tres películas, una para cada día.

El primer día se presentaba perfecto: el vino a su temperatura, las aceitunas espléndidas y en el reproductor una película de terror. Nos sentamos cómodamente en el sofá, mi mano izquierda en el reposabrazos y su cabeza sobre mi hombro derecho. Cuando la película nos sometía a algún sobresalto, ella daba un pequeño respingo y luego reía a carcajadas. A menudo, cuando la situación amenazaba con alcanzar una gran tensión, nos hacíamos cosquillas y acabábamos enzarzados en un mar de simpáticos reproches. Aquello era la perfección, el paraíso. La felicidad hecha sofá.

Para el segundo día habíamos programado un drama. Aún siendo la adaptación de un libro, el guión estaba excepcionalmente resuelto, la acción gozaba de gran ritmo y las actuaciones eran muy sólidas. No costaba comprender por qué se consideraba aquel film la cima de su autor. Todo iba bien, todo iba estupendamente, pero más o menos al cabo de una hora comencé a notar una cierta incomodidad en mi postura. El sofá parecía estar fallando justo donde estaba situada mi espalda. Por otra parte, las aceitunas me sabían un tanto agrias y juraría que el vino estaba picado. Dí otro sorbo, me giré hacia mi acompañante buscando en sus ojos la confirmación de mi opinión, pero ella se limitó a sonreirme. Serían cosas mías.

Para el tercer día teníamos todo un clásico de la comedia. No era de esas películas que basan su éxito en una sucesión más o menos acertada de gags, sino en una trama que se enreda y desenreda con exquisito gusto. Sin embargo, desde el comienzo la ligera incomodidad del día anterior se había transformado en un cúmulo de horrores. El sofá ya no parecía un sofá sino la cama de un fakir. Por otra parte, esta vez el vino era espantoso y las aceitunas estaban avinagradas. Pero eso no fue lo peor, porque llegó un momento en el que comencé a constatar con horror que las paredes de la habitación se comprimían, e incluso comenzaban ya a desplazar el mueble de la televisión y el sofá, mientras el techo iba descendiendo de forma casi imperceptible pero constante, y amenazaba con aplastarnos. Busqué su mirada y ella sonrió. Entonces comencé a notar un persistente olor a gas. Busqué de nuevo su mirada y ella, de nuevo, sonrió. Dios, ¿es que no lo ve? ¿de qué demonios se ríe? Definitivamente angustiado, mentalmente extenuado, me levanté al fin del sofá y dije:

- Mira, qué te parece si dejamos ésto y salimos, no sé, a bailar...

Y ella contestó:

- Dios, sí, por favor, pensé que no me lo ibas a pedir nunca.

Fotografía de Alessandro Bavari.

jueves, junio 01, 2006

Mi sueño vive debajo de tus párpados

Ayer por la tarde, en el parque que hay a la vuelta, sentada en un banco de piedra había una muchacha llorando.

Tendría unos quince años y se encontraba junto a dos amigas que, situadas de pie y haciendo gestos a menudo excesivos, trataban de consolarle. Entre sollozos dirigía insultos repletos de rabia hacia el causante de su mal, insultos que de inmediato sus amigas jaleaban y apostillaban. Y entonces me vino a la mente una historia cuyo final aún me abate.

Hace tiempo estuve saliendo con una persona maravillosa, poseedora de una simpatía y bondad ilimitadas, durante unos cuantos meses, quizás incluso un año. Al cabo de ese tiempo, nuestra relación ya no iba a ninguna parte, y ambos lo sabíamos aunque ella parecía no querer aún darse cuenta. Así que un buen día me armé de valor y le dije que aquello no podía seguir, que era tan sólo tiempo perdido. Ella, tras soltar un par de reproches de los que hacen daño y un par de aprecios de los que hacen más daño aún, se vio tan derrumbada, tan sóla, que me abrazó y desconsolada lloró en mi pecho mientras balbuceaba recriminaciones para consigo misma. Soy idiota, siempre me pasa igual. Y es que se sintió tan abandonada, tan llena de pesar, que lo único que necesitaba era un pecho sobre el que llorar, aunque ese pecho fuese el del mismo demonio, el de la persona que causaba aquel dolor.

Mientras, en el banco del parque, una de las amigas decía "venga, tía, arriba, él se lo pierde", y ella respondía "ya, pero es que me duele aquí", y al decir aquí no se señalaba el corazón, como fingen algunos mentecatos, sino la boca del estómago, y recordé entonces que el momento más dificil en los primeros días de alguien que está aprendiendo a vivir no es aquel en el que descubre el desamor, sino aquel en el que comprende la finitud esencial del mismo hecho amoroso. No es el día en el que descubre que fulanito ya no le quiere, sino el día en el que comprende que no importa lo descomunal y maravilloso que sea su amor, que al final llegará otro día en el que el desequilibrio, la nube, la alegría desbordada, la pasión, pasen para siempre y en su lugar apenas quede un soberano vacio, una enorme nada.

Fotografía de Nick Knight.