Que la confianza es un bien que mejor es no dar nunca por descontado es algo que sé desde el día en que puesto a contabilizar el número de novias de amigos que a lo largo de mi existencia me habían tirado, en un momento u otro, los trastos, como resultado obtuve un porcentaje dramático (en el caso de las mejores amigas de mis novias tal porcentaje bajaba de forma considerable, pero aún así no dejaba de ser importante). El caso es que a pesar de los innumerables hechos prácticos que sustentan esta afirmación, nunca deja uno de sorprenderse con la poca estima que en general se le tiene a eso, la confianza, tanto a la que se merece como a la que se otorga. El considerar una virtud lo de ser de fiar está tan démodé como el formato VHS o las raquetas de madera. Y no es que a estas alturas uno se escandalice ya con nada, es sólo que, la verdad, a veces me gustaría borrarme de tanta marrullería y tanto hijoputismo que hay suelto, y ser un filósofo loco poseedor de un universo autosuficiente vedado al resto de la humanidad, o en su defecto el solitario habitante de un no lugar, qué sé yo, el hueco de un ascensor, la botonera del televisor, el cajón de los calcetines o un trastero, un sitio en el que las personas y sus miserias fuesen simple ruido de fondo.
Y como ahora que estoy en faena descubro que no me apetece una mierda hablarles del episodio que me mueve a escribir estas lineas, me limitaré a recordar una anécdota que ilustra bastante bien mis palabras. Seguro que cada cual tiene mil, así está el patio. Pues bien, en un viaje iniciático de juventud un grupo de colegas y un servidor, jugando a turistas de los de cámara de video y chanclas con hevilla, se adentraron en una iglesia florentina (primer día de estancia en la ciudad, al día siguiente descubrimos sus bares y, claro, se acabaron las catedrales), y nos fijamos en un grupo de mujeres de provecta edad que sentadas delante nuestro disfrutaban del sermón. En un momento dado, una de ellas se levantó para ir a recibir la eucaristía dejando su bolso en el asiento, y acto seguido descubrimos con pavor cómo sus acompañantes cogían el bolso y, furtivas, vigilantes, hurgaban en su cartera. En una iglesia, en plena misa. Pues eso.
Disculpen ustedes la foto de las gemelas Bush, no encontré en mi disco duro otra imagen más aterradora para ilustrar este complaint post...
domingo, junio 04, 2006
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