- ¿Se puede saber por qué mira usted tanto a mi esposa?
El que le hablaba era un tipo joven, peruano o ecuatoriano, sudamericano en todo caso, que vestía una camiseta imperio blanca, unos vaqueros gastados y una gorra marrón. La esposa en cuestión era un preciosidad de piel color café, con un top de tirantes anudados al cuello, pantalones pirata y una mirada rasgada espectacular. Ambos iban sentados enfrente suyo en aquel vagón de metro acompañados de su hijo, un chaval de unos cuatro o cinco años que jugaba a molestar a su padre haciendo gala de un sinfín de niñerías, mientras la madre, ausente, permanecía anclada a la escena gracias tan sólo a su pie semidesnudo que sujetaba la bici del pequeño. Mientras, dormitaba ajena a esa escena filoparental, aunque no tanto a la del extraño que sentado enfrente no le quitaba ojo, hipnotizado por sus magníficos rasgos. Este tuvo la sensación de que le gustaba que la mirase como la miraba.
- Porque está buenísima.
Eso fue lo que contestó, a pesar de la hostil presencia del marido y de lo inconveniente de deslizar un comentario así en presencia del hijo, y lo hizo sin miedo alguno, sin el menor remordimiento. Enseguida supo que tal frase no había surgido de su boca producto tan sólo de un cóctel de locura y temeridad. No, él en el fondo pensaba que aquellos extranjeros le debían algo, que él tenía derecho a hablarles como le apeteciese, porque era por definición alguien superior que por tanto merecía no sólo obediencia, sino también impunidad.
- Señor, está usted podrido. Me da pena, mucha pena. Elisa, agarra al niño, nos bajamos aquí.
El convoy entró en una estación, y padre, madre e hijo abandonaron el vagón. El les siguió con la vista y cuando las puertas se cerraron reparó por vez primera en las miradas de reproche de los que se sentaban a su alrededor. Meditó sobre cómo había llegado a vivir una situación en la que aquellos a los que tanto despreciaba habían quedado a ojos de los demás como personas cabales y de moral adecuada, mientras él lo había hecho como un ser digno de lástima. Pensó que quizás era verdad que estaba podrido, pensó que quizás debería plantearse el cambiar, y luego pensó en lo muchísimo que le hubiera gustado follarse a aquella morena. Y se recreó en aquel pensamiento mientras abría su periódico deportivo como lo hacía siempre, por la última página, y se deslizaba hacia su propio universo de ética comprensible, ajeno por completo a las miradas de la pareja que hasta hace un instante se sentaba a su lado y que ahora, tras abandonar sus asientos para ocupar otros más alejados, se fundían silenciosos en un abrazo de inabarcable amargura.
Fotografía de Stefan Sversepa.
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