lunes, mayo 08, 2006

Existen dos maneras de ser feliz en esta vida

Ayer me invitaron a una fiesta fina y, no sé muy bien por qué, acudí. Creo que la razón tiene que ver con que esperaba encontrar allí a alguien que finalmente no asistió, y tengo la certeza de que de la misma forma que yo fui con la esperanza de topar con alguien, ese alguien no fue por el temor a toparse conmigo.

Una vez en la fiesta, y dado que ésta era, tal y como esperaba, un espanto, decidí pasar el mayor tiempo posible junto a la mesa en la que reposaban las bebidas. Allí comencé a hablar con una muchacha tan guapa como menuda que llevaba una redecilla en el pelo, uno de mis fetiches, quien al parecer había optado por tomar la misma vía de escape de aquel tedio. Nos caímos bien, nos reímos mucho, bebimos más, y acabamos en mi casa.

Esta mañana, muy temprano, la he oído levantarse y luego vestirse, andando de puntillas, sin ponerse los zapatos, hasta que se ha marchado, cerrando muy despacio la puerta. No nos habíamos llegado a dar los nombres, todo estaba en orden: he seguido durmiendo. Sin embargo, unas dos horas después, he oído que llamaban a la puerta. He abierto y era ella, con una bolsa de viaje en una mano y una mochila rebosante de libros a la espalda. "Tengo la oposición el viernes, necesito estudiar y aquí podré hacerlo, déjame que me quede, ¿sí?, ¿sí?", ha dicho. No he llegado a responder, atenazado como estaba por la sorpresa, y ella ha dado un paso adelante, ha dicho "gracias, gracias", ha dejado la bolsa en el suelo, me ha dado un abrazo, y ha entrado. Luego ha abierto la bolsa, ha sacado un pañuelo, se lo ha puesto en la cabeza, ha ido a la cocina, me ha dicho que me apartase, ha cogido una escoba y ha barrido la casa, luego ha cogido una fregona y ha fregado, y cuando ha acabado se ha metido en el baño con la bolsa. Poco después ha salido con el pelo recogido con una pinza rosa, hay mujeres que conocen mil formas de recogerse el pelo, descalza, vistiendo un pantaloncito amarillo tan corto que me costaría hacerme una muñequera con su tela, se ha sentado en el sofá, ha abierto la mochila de los libros, unos libros que ha esparcido alrededor, ha sacado un cuaderno, y se ha puesto a subrayar y a escribir. A estudiar.

Ahora, a veces me pongo de pié junto a la puerta y la observo furtivo, y ella al sentirse contemplada chupa juguetona el bolígrafo, se estira la camiseta, y sonríe sin mirarme. Y entonces no sé bien si quiero lanzarla por la terraza, o comerme ese pantaloncito corto, o ambas cosas. Ahora, incómodo, violentado, estoy encerrado en el baño, buscando un espacio que aún me recuerde a mí, con el portatil sobre las rodillas, sin saber muy bien qué hacer, ni cómo. De hecho, en un momento dado me he mirado al espejo y me he descubierto tan pálido que he bajado la mirada, porque me he visto como esos niños que son demasiado jóvenes para soslayar el miedo a una pesadilla, pero que a la vez se saben demasiado mayores para pedir en la oscuridad el amparo de sus padres, temiendo con el temor que se tiene a las cosas demasiado reales el terrible instante en el que caiga la noche.

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