El día me había dejado exhausto y llegué a casa sin ganas de nada. Entré en el cuarto de baño, mojé mi cara en el lavabo, y antes de secarme me contemplé detenidamente en el espejo. Una mosca se posó entonces en mi mano derecha. Hice un giro de muñeca y la mosca voló, hasta posarse en mi mano izquierda. Sacudí la mano y la mosca levantó de nuevo el vuelo, dibujando una trayectoria indescifrable. La oí revolotear alrededor de mi cabeza, frente a mis ojos, en mi nuca, junto a mis oídos. Aterrizó en mi nariz. Intenté cazarla. Fallé. Me golpeé. Me hice daño. Se posó en el espejo, un tanto a mi derecha. Cogí sigiloso la toalla que usaba para secarme las manos y aticé a la mosca contra el espejo. Cayó fulminada, entre el desodorante y el bote de cuatro agujeros para guardar cepillos de dientes, donde antes había dos huecos libres y ahora había tres.
Fui a la cocina y preparé un sandwich con una loncha de jamón, otra de queso, un tomate pelado y un poco de mahonesa. Lo puse en un plato, lo llevé al salón, me aposenté en el sofá y encendí la televisión. Un documental histórico. Cambié y apareció una película de acción con numerosas explosiones. Volví a cambiar y surgió un debate dominado por chillones de diferentes grados de alopecia y tendencia política. Pensé entonces en la mosca, en lo desmesurado de mi reacción, en el desequilibrio entre causa y efecto, en la gratuidad de la agresión, en la indiscutible vileza del episodio. Me sentí pobre.
Volví al cuarto de baño. Contemplé el cuerpo que yacía estático, frío, entre el desodorante y el bote de cuatro agujeros, tres libres. Acerqué el dedo índice al cuerpo inerte, me concentré, temblé, sudé, y a continuación la mosca, tras un severo espasmo, se alzó y comenzó a volar. Durante unos instantes contemplé con una sonrisa su aletear. Luego apagué la luz y entré en mi habitación.
Estaba cansado, el día en general no había resultado agradable, ni mucho menos, y tenía ganas de descansar. Me acosté y encendí la tenue luz de la mesilla, aunque esa noche en verdad no me apetecía demasiado leer. La mosca entró entonces en la habitación y comenzó a revolotear a mi alrededor. Tuve la impresión de que me quería agradecer aquella segunda oportunidad, ya que en su aleteo se adivinaba un ánimo diferente, una determinación mayor, una pasión nueva. Tras un par de maniobras de exhibicionismo caligráfico se posó junto a mi mano derecha. En ese preciso instante cogí cuidadoso la almohada y la estampé con fuerza contra la mosca, contra el colchón, y después con el dorso de la mano expulsé el cadaver de las sábanas.
Aquella noche dormí a pierna suelta, y soñé con cepillos de dientes de doble mango.
La fotografía juraría que es de Helmut Newton, y la he visto en La Orgía Perpetua.
martes, junio 06, 2006
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