domingo, junio 18, 2006

Saneamientos Oliva, dígame (III - recepción)

(Viene de acá, un acá que a su vez venía de acullá).

Había sido un viernes típico, sin apenas visitas a la oficina, por lo que había pasado la mayor parte del tiempo hablando por teléfono, con su madre, con amigas, como por otra parte solía hacer cada viernes. El único incidente reseñable había consistido en unas voces que a media tarde habían llegado desde la planta de arriba, fruto de alguna discusión acalorada. Más tarde la subdirectora de contabilidad le había dicho que los que habían discutido eran uno de logística y otro de contabilidad, al parecer por una tontería. Daba la casualidad de que aquellas dos personas eran con diferencia las que peor le caían de toda la oficina. El de logística era un tipo muy serio y muy seco y muy feo con quien jamás había cruzado más de dos palabras. Cuando se marchaba por las tardes y pasaba junto a su mesa le solía dedicar un gruñido incomprensible, y a veces ni eso, por lo que desde el principio ella, al no estar segura de si aquel sonido significaba un adiós o un muérete, había decido no responderle. El otro, el de contabilidad, era todo lo contrario: un chulo y un prepotente. Siempre se le estaba insinuando y haciendo bromas subidas de tono. Ella trataba de seguirle el juego porque su posición en la empresa no estaba como para jugársela sacándole los colores a un compañero, y por ello se limitaba a aguantar el chaparrón con el mejor talante posible. Ya llegaría el momento de zanjar aquello.

Volvió de sus pensamientos cuando vislumbró un gran revuelo un poco más adelante, frente a la puerta de una papelería, con un coche de policía y una ambulancia y gente arremolinada tras unas vallas. Es increíble lo morbosos que somos, pensó, y se cambió de acera. Nada más hacerlo se le acercó una muchacha de unos catorce años que le pidió tabaco. "¿No crees que eres demasiado joven para fumar?", le dijo, y mientras se alejaba oyó como la muchacha le respondía: "¿y tú quién te crees que eres, mi madre?". Si fuese tu madre no saldrías a la calle con esa pinta, fue lo que pensó, pero prefirió no decirlo. Metió entonces la mano en el bolso para sacar su móvil y hacer una llamada, y topó con su viejo monedero, una pieza de marroquinería con tachuelas plateadas formando una espiral sobre un fondo color vino burdeos. Lo sacó y al mirarlo recordó el día en que su mejor amiga se lo había regalado, que fue más o menos un año antes de que se acostase con su novio y, claro, dejase de ser su mejor amiga. Pedazo de zorra, se dijo en voz baja mientras se detenía junto a una tienda de complementos. Entró, y vio a un hombre que hablaba casi a gritos por un móvil. Se preguntó por qué no lo hacía fuera del establecimiento, qué ganas de dar la nota. También se quedó mirando a una muchacha morena con una mochila a la espalda que por las miradas de reojo que echaba a derecha e izquierda tenía toda la pinta de querer robar el bolso que sujetaba entre sus manos. Siguió caminando hasta el mostrador y una vez allí la dependienta oriental, quien tampoco le quitaba ojo a la chica de la mochila, le preguntó: "¿qué desea?". Ella respondió: "verá, creo que ha llegado el momento de cambiar de monedero".

Fotografía de Herr Buchta, vía Fleshbot.
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