viernes, junio 16, 2006

Saneamientos Oliva, dígame

Introdujo su ficha en el casillero, balbuceó un adiós a la recepcionista que ésta, nada cordial, no contestó, y salió de la oficina casi a la carrera. Una vez en el exterior se desató el nudo de la corbata y resopló. Sudaba casi hasta la nausea pero renunció a despojarse de su chaqueta ya que debajo llevaba una camisa azul que, era evidente, estaría empapada, y ya bastante ridículo había hecho aquel día. Había tenido una disputa sobre un informe de ventas con un compañero y éste le había humillado delante de los demás. No era la primera vez, y ya sabía lo que tocaba ahora: horas de insomnio meditando una respuesta implacable, y el deseo incontenible de que el duelo se repitiese para entonces echar mano de su infalible argumento. Pero, claro, esa disputa nunca se repetiría, sino que mutaría en otra de muy distinta naturaleza que igualmente acabaría perdiendo, como perdía todas.

Caminó hasta que hubo de detenerse en un paso de cebra y se entretuvo contemplando a unas jovencitas que fumaban apoyadas en un portal, y que hablaban muy rápido y muy mal. Una de ellas advirtió su presencia y le largó un ¿tú que coño miras?. Fingió no haber oído nada y bajó la vista. El semáforo se puso en verde y cruzó. Cuando llevada caminando unos cincuenta metros reparó en alguien que iba andando casi a su lado, apenas medio metro detrás suyo, a su misma velocidad, y que hablaba por teléfono con su novia o su mujer o su amante. ¿Por qué demonios clavaba su paso, por qué no aceleraba, o frenaba? ¿No entendía cuan irritante era eso? ¿No tenía aquel tipo ningún respeto por el espacio de los demás, por su intimidad? Aquello era algo que odiaba sobremanera, que no podía soportar, así que paró, fingiendo subirse un calcetín, y el hombre pasó de largo, rozándole. Le dejó unos metros de distancia y comenzó a andar tras él, durante un par de minutos, hasta que el hombre del teléfono se adentró en una pequeña panadería. Se detuvo frente a aquel establecimiento, urgó en el fondo de su maletín, levantó su doble fondo, y de allí extrajo el rotundo machete con motivos suizos de imitación bastante pobre que hace años le regalase su ex mujer. Vaya mierda de regalos me hacía la muy zorra, pensó. Cruzó entonces la puerta de la panadería, dejó el maletín en el suelo y, con absoluta naturalidad y ante la sorpresa de los allí presentes -la dependienta oriental, el hombre del móvil y una muchacha morena con una mochila a la espalda- agarró el cierre metálico de la panadería y, desde el interior del establecimiento, lo bajó.

Fotografía de Herr Buchta, vía Fleshbot.
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