
Sigo (re)leyendo.
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Señoritas, caballeros, reciban ustedes mi más cordial bienvenida a éste, su Manual de Bondage Básico Elemental. Este capítulo primero, nacido con sincera vocación de prólogo, se dedicará al a priori complicado pero a posteriori fascinante mundillo del nudo en todas sus acepciones. Sogas, ataduras, amarres... Sirva como aperitivo esta descuidada clasificación basada en criterios funcionales:
He soñado que iba andando por el metro, bajando unas escaleras mecánicas. Estando a mitad de bajada oía llegar mi tren e intentaba acelerar para cogerlo, pero no podía avanzar porque me lo impedía una señora gordísima que iba más despacio que yo y me impedía el paso. Cuando llegaba al final de las escaleras, y antes de poder iniciar la carrera hacia el vagón, éste cerraba sus puertas y abandonaba la estación. Yo miraba entonces a la señora gorda, a su espalda mejor dicho, con un odio casi irracional. De hecho, y tras comprobar que la estación estaba casi vacía, comenzaba a considerar la opción de andar hacia ella y empujarla, fingiendo un tropiezo o algo. Poco después, ya os digo que esto era un sueño, la señora gorda se ha convertido en ella, y aunque ahora sus rasgos eran dulces, bellos, conocidos, el odio y la rabia no desaparecían. Ella se giraba, me reconocía, esbozaba una sonrisa, me saludaba con la mano y comenzaba a acercarse, confiada, familiar. Pero yo, mientras, ajeno a la nueva realidad, seguía pensando en qué tipo de maniobra podría fingir para motivar ese tropiezo, ese empujón, para hacerle pagar el que me hiciese perder el tren: para devolverle la moneda.
Esta mañana me ha llamado Eva:
Ayer por la noche la okupa se plantó frente a mí con un DVD en la mano y me dijo que ahí estaba "Just Like Heaven, ¡con Reese Witherspoon y Mark Ruffalo!", que la viésemos. Yo respondí que de ninguna manera iba a malgastar dos horas viendo esa basura, y que además mi DVD está programado para rechazar películas de ese pelaje. Ella hizo un mohín y me acercó sus labios. Discusión acabada. Mi DVD tampoco dijo nada, el traidor. Me senté con la antología de cuentos de Richard Yates, y ella, la amante de las películas idiotas, se recostó en el sofá, con su cabeza en mi pecho y las manos en mi cintura. Play.
Compraría un piso, enorme, y contrataría un decorador. No, mejor una decoradora, que tienen más instinto y van siempre tan elegantes. Se compraría un cochazo, no sabía aún cual, pero uno de los que hacen girar la cabeza a los transeúntes, eso seguro. Y les daría algo de dinero a su madre y su hermano. Bueno, a su hermano menos, quizá nada, aún lo tenía que pensar. Y se compraría ese televisor enorme que...Sonó en el restaurante un teléfono y eso le hizo volver a la realidad. Pepa le estaba hablando. Siempre que miraba a Pepa constataba cuánta verdad había en el dicho "la cara es el espejo del alma", tan horrible era su aspecto y tan insoportablemente mediocre su personalidad. Le estaba hablando del último capítulo de un estúpido serial televisivo, y él tan sólo asentía, esperando a que aquella perorata acabase, sin querer apuntar que jamás había visto aquella serie ni tenía la menor intención de verla, ya que lo último que quería era alargar o ensanchar aquella conversación. Miró de nuevo el boleto de lotería, lo arrugó con gesto tenso, casi se hizo daño en la palma de la mano, y lo depositó en el cenicero. Héctor intervino entonces en la conversación haciendo lo que pretendía ser una broma, un comentario lamentable hecho con la dicción de, al parecer, uno de los personajes de la serie. Pepa rió. Héctor era de esas personas que aunque lleven traje y corbata siempre parece que van hechos un asco. Sus camisas nunca pegaban con el traje y, debido a su cuello, tan corto, tan gordo, siempre parecían mal cortadas.
Echó otro vistazo pleno de hastío al boleto arrugado y luego miró a su alrededor. Hector seguía con la imitación, pero Pepa había dejado de sonreir, ahora se arrascaba la nuca. A la derecha de Héctor estaba Víctor, bostezando, con la mirada perdida en la gaseosa que había sobre la mesa. A su lado estaban Esteban y Lucía, quejándose de algo que les habían ordenado hacer aquella mañana. Los dos hablaban, con una indignación que parecía compartida pero que no lo era porque en realidad ninguno escuchaba lo que decía el otro, sólo se escuchaban a sí mismos. Miró el reloj publicitario que había en la pared, eran las dos y media, y como siempre a esa hora se encontraba comiendo con la gente de su trabajo (mesa para seis, por favor) en el único restaurante de aquel horrible polígono industrial. El por qué se sentaban juntos ellos seis, no lo recordaba, tal vez sólo por inercia. Lo cierto es que no soportaba su trabajo ni soportaba a sus compañeros, no encontraba en su compañía el menor aliciente. Ellos eran aburridos, y ellas feas y aburridas. Aquellas comidas eran un sopor, todo un canto a la falta de ambición, a la ausencia de carácter, a la vejez prematura. Un muestrario de gente sin objetivos, de muertos vivientes.
Giró la vista hacia la mesa de al lado y reparó en alguien que estaba comiendo sólo mientras leía un periódico. Ese alguien levantó la mirada, le observó a él, y luego observó a sus compañeros. A Héctor y Pepa que ya no hablaban. A Víctor que bostezaba. A Esteban y Lucía que seguían hablando sólos. Levantó las cejas, resopló, bajó la mirada y siguió leyendo.
Fotografía de Gianni Candido.
Hoy me sentía raro, no sé, como que tenía las meninges a rebosar, así que he decidido tomarme un día de vacaciones de mí mismo. He cogido un libro de relatos cortos de Carver que tenía a mano, que siempre mola leer las desgracias de los demás y además es liviano, he cargado el mp3 con el '154' de Wire para ir tarareando aquello de "interrupting my train of thought", y me he lanzado a las calles a paladear un puñadito de esas anatomías rotundas que tan de moda están y que tan malo le ponen a uno. Mis pasos, iniciados sin rumbo prefijado, me han conducido hasta mi café favorito, que no es que sea la pera limonera en cuanto a decoración o selección musical, pero que cuenta en plantilla con tres o cuatro mulatitas que ganas le dan a uno de ponerse de rodillas y dar gracias al cielo por el inabarcable crisol de razas y colores existente en nuestro mundo. Una de las mulatas, que me tiene en alta estima y además es cubana, me ha traído mi café y se ha sentado a mi lado a comentarme que el pasado domingo conoció a un ferrarista.
¿Sabíais que se puede llenar toda una cara A de una vieja TDK de 60 tan sólo con diferentes versiones del "We have all the time in the world" que compusiesen Don John 'eso-son-cuerdas' Barry y el infalible Hal David para la banda sonora del "On Her Majesty's Secret Service"? De la original, con un Louis Armstrong agonizante a la voz (esa fue su última grabación antes de morir), a la más reciente de David Arnold e Iggy Pop, pasando por las de Tindersticks, Vic Damone, Fun Lovin Criminals, My Bloody Valentine o, por supuesto, las incontables versiones instrumentales. Pues si, señores, se puede, ya digo yo que se puede, porque es a eso y no a otra cosa a lo que llevo unas horas dedicado, encerrado en mi habitación. A cuento de qué la reclusión, se preguntarán. Pues a que soy un ser despreciable que está cohabitando con una obsesa de la limpieza. Sí, la preciosa figurita de porcelana que me traje a casa la semana pasada resulta que es incapaz de permanecer quieta si ve la menor mota de polvo, y al final el resultado consiste en que cada vez que ella empuña un artilugio de limpieza yo acabo atenazado por un incomprensible sentimiento de culpabilidad. Por no haberlo hecho antes, por no colaborar. Pero, joder, ésta es mi casa, déjenme tenerla como quiera.
- (Paul) ¿El Mago de Oz? Sí, la he visto.
- Cuando hicimos el amor... siempre que él... sabes, se corría... simplemente gritaba, "¡Ríndete, Dorothy!". Eso era todo. Sólo "¡Ríndete, Dorothy!".
- Guau.
- Ya. En vez de gemir o decir "Oh, Dios", o algo normal. Era bastante extraño. Le dije lo que pensaba así que... pero él simplemente no podía evitarlo. Decía que ni siquiera se daba cuenta de que ocurría. Simplemente no podía evitarlo. No podía. Así que rompí con él.
- Lo siento. Supongo que te estoy dando la noche.
- No te preocupes. Estoy acostumbrada. Sabes, aún le quiero mucho. De hecho, nos escribimos cada día. Naturalmente, no me gusta hablar de ello.
Hace tres días me encontré con Carlos. Me dijo "ayer estuve en el Sapphire y no te lo vas a creer, pero vi a un tío que era clavadito a tí, incluso en el vestir. Fíjate que me acerqué a saludarle pensando que eras tú, para tan sólo en el último momento, ya cuando estaba muy cerca de él, descubrir que no eras tú".
Creo que soy el único macho que conozco que disfruta con la escritura de Clarice Lispector, ya que el resto de los fans que me he cruzado en mi vida eran hembras. Será mi lado femenino, no sé. En fin, el caso es que ayer estaba releyendo su "Revelación de un mundo", recopilación de las columnas que escribió para el Jornal do Brasil, y al encontrarme con una de sus deliciosas anécdotas de juventud recordé un episodio de la mía y, eso, que quería escribirlo.
Llegó hasta mi mesa, apartó una silla y se sentó frente a mí. Me dijo que de niña su madre le ponía coletas, que le encantan las coletas, pero que se ha cortado tanto el pelo que tendrá que esperar al menos seis meses para poder volvérselas a hacer. Me dijo que los cajeros automáticos de la ciudad le adoran, pero no así los tornos de las estaciones de metro. Me dijo que es en las tácticas conservadoras utilizadas en tiempos de paz donde se comienzan a fraguar las derrotas, y que el concepto de inconsciente colectivo siempre le pareció una memez. Me preguntó si follábamos. Respondí que no. Me habló de los síntomas que revelan una campilobacteriosis, de lo fascinante de la tábula peutingeriana, y de las innegables ventajas prácticas del Fairy sobre el Mistol. Me dijo que la civilización cristiana siempre será moralmente inferior a la musulmana debido a que no entiende como es debido el concepto del azaque, y me dijo también que en Tulsa, Oklahoma, va contra la ley besarse durante más de tres minutos seguidos. Me dijo que una vez demostrado que pi es un número trascendental no tiene sentido seguir intentando cuadrar el círculo, y que siempre que se detiene junto al escaparate de una zapatería siente unas ganas irrefrenables de ir a mear. Me preguntó si follábamos. Respondí que no. Se levantó y se marchó. Ví que llevaba unos pendientes triangulares. ¿Os lo podeis creer? ¡Unos pendientes triangulares!
Ayer me invitaron a una fiesta fina y, no sé muy bien por qué, acudí. Creo que la razón tiene que ver con que esperaba encontrar allí a alguien que finalmente no asistió, y tengo la certeza de que de la misma forma que yo fui con la esperanza de topar con alguien, ese alguien no fue por el temor a toparse conmigo.Una vez en la fiesta, y dado que ésta era, tal y como esperaba, un espanto, decidí pasar el mayor tiempo posible junto a la mesa en la que reposaban las bebidas. Allí comencé a hablar con una muchacha tan guapa como menuda que llevaba una redecilla en el pelo, uno de mis fetiches, quien al parecer había optado por tomar la misma vía de escape de aquel tedio. Nos caímos bien, nos reímos mucho, bebimos más, y acabamos en mi casa.
Esta mañana, muy temprano, la he oído levantarse y luego vestirse, andando de puntillas, sin ponerse los zapatos, hasta que se ha marchado, cerrando muy despacio la puerta. No nos habíamos llegado a dar los nombres, todo estaba en orden: he seguido durmiendo. Sin embargo, unas dos horas después, he oído que llamaban a la puerta. He abierto y era ella, con una bolsa de viaje en una mano y una mochila rebosante de libros a la espalda. "Tengo la oposición el viernes, necesito estudiar y aquí podré hacerlo, déjame que me quede, ¿sí?, ¿sí?", ha dicho. No he llegado a responder, atenazado como estaba por la sorpresa, y ella ha dado un paso adelante, ha dicho "gracias, gracias", ha dejado la bolsa en el suelo, me ha dado un abrazo, y ha entrado. Luego ha abierto la bolsa, ha sacado un pañuelo, se lo ha puesto en la cabeza, ha ido a la cocina, me ha dicho que me apartase, ha cogido una escoba y ha barrido la casa, luego ha cogido una fregona y ha fregado, y cuando ha acabado se ha metido en el baño con la bolsa. Poco después ha salido con el pelo recogido con una pinza rosa, hay mujeres que conocen mil formas de recogerse el pelo, descalza, vistiendo un pantaloncito amarillo tan corto que me costaría hacerme una muñequera con su tela, se ha sentado en el sofá, ha abierto la mochila de los libros, unos libros que ha esparcido alrededor, ha sacado un cuaderno, y se ha puesto a subrayar y a escribir. A estudiar.
Ahora, a veces me pongo de pié junto a la puerta y la observo furtivo, y ella al sentirse contemplada chupa juguetona el bolígrafo, se estira la camiseta, y sonríe sin mirarme. Y entonces no sé bien si quiero lanzarla por la terraza, o comerme ese pantaloncito corto, o ambas cosas. Ahora, incómodo, violentado, estoy encerrado en el baño, buscando un espacio que aún me recuerde a mí, con el portatil sobre las rodillas, sin saber muy bien qué hacer, ni cómo. De hecho, en un momento dado me he mirado al espejo y me he descubierto tan pálido que he bajado la mirada, porque me he visto como esos niños que son demasiado jóvenes para soslayar el miedo a una pesadilla, pero que a la vez se saben demasiado mayores para pedir en la oscuridad el amparo de sus padres, temiendo con el temor que se tiene a las cosas demasiado reales el terrible instante en el que caiga la noche.
De verdad que yo hoy pensaba rematarles una guarradita de texto de viernes, hablando con todo lujo de detalles de aquella vez que intimé con la hija de mi vecina del sexto, y del magnífico equilibrio del que hicieron gala una mano en desempeño deshonesto y la otra apretando en escorzo el stop del ascensor, pero hoy como que no, como que el nervio ciático se ha hecho fuerte y me duele aquí y allá y me siento mayor y sin cuerpo para malabarismos. Y miren que esta primavera viene fuerte, con las chavalas dedicándose a la imposible tarea de confundir en un sólo estilo los perfiles de Jennifer López y Twiggy, qué locura, y qué ganas dan de hacer el caníbal y llevarse a cuatro por delante, pero hoy no, hoy no hay manera, hoy bajo las escaleras corriendo y noto que me falta el aire. Qué ruina. No sé ustedes, pero yo en días de biorritmo bajo como este lo que hago es acordarme mucho de Susana, una muchacha con la que salí hace un porrón de años, una que cuando escuchó mi deseo de abortar aquella misión se armó de tesón y me dijo "vale, pero algún día pasarás un momento bajo, y tendrás ganas de acostarte y dormir, y entonces serás mío". Qué alarmante muestra de falta de autoestima ¿que no? Y qué miedo.
Esta mañana he recibido una llamada de Martina. Eres un pedazo de cabrón, siempre te tengo que llamar yo, me ha dicho. Dos semanas sin llamarte, esperando a que lo hicieses tú, y nada, eres lo peor, ha añadido. Estoy tratando de olvidarte para poder rehacer mi vida y seguir adelante, he contestado yo, y ella ha sentenciado finalmente con un tajante "vete a la mierda". Tras este entrañable cruce de cariños le he estado contando que estos últimos días me entretengo memorizando las alineaciones y resultados del Mundial de fútbol del 66, por matar el tiempo, por mantener ocupadas las meninges con la simpática fonética de una pléyade de nombres uruguayos, alemanes o coreanos. Para demostrarle mis progresos he comenzado a recitar "Yashin, Ponomarev, Shesterniev, Khurtsilava, Voronin, Danilov..." y ella ha soltado un "qué interesante" y ha cambiado de tema. Me ha contado que tiene un despertador de esos que disparan su alarma cada diez minutos a partir de una hora señalada, y que no hay cosa que más odie en la vida que ese horrible instante en el que ya en la ducha la alarma comienza a sonar de nuevo, ese instante en el que odias a muerte ese aparato pero en el fondo sabes que la culpa es tuya por no haberlo apagado. Dado que el deshacerse del despertador está fuera de la cuestión al poseer éste el valor sentimental propio de según qué cosas materiales, ha decidido finalmente ponerse en contacto con un electricista que le diseñe un sistema de botones apaga-despertadores, y que disemine los mismos por diferentes estancias de la vivienda: uno en la ducha, otro en la cocina, y otro en el pasillo que va del cuarto de baño al salón. Los grandes problemas requieren grandes soluciones, ha añadido. Yo le he hablado entonces de lo mucho que me pone el hablar de amperios, corrientes alternas y generadores electrostáticos, y he comenzado a recordar aquella simpática anécdota en la que aparecen involucrados una bailarina de origen burgalés, una japonesa de muy buen ver, el motor de una lavadora y el que esto escribe, y ella ha dicho entonces "uy, llaman a la puerta, será el electricista", y ha colgado.
Viernes. Aquella noche estaba no ya resultando olvidable, sino que comenzaba a transformarse en digna de arrepentimiento. Estábamos en un bar, en el pasillo que conducía a los baños, apoyados en la pared y sintiendo la música rebotar y ahogarse entre aquellas paredes tan cercanas, cuando una muchacha salió del otro baño, el de mujeres, se acercó hasta mí, y me dijo "tienes una mirada preciosa". Lo oscuro de aquel pasillo y el mareo de una noche excesiva me impidió ver de quién provenía la voz. Traté de enfocar pero no lo conseguí, así que acerqué mis labios donde supuse que estaría su oído y susurré "cualquier cosa que te diga ahora, con el moco que llevo, te hará creer que soy un gilipollas. Y no diría yo que no lo sea incluso sereno, pero si te apetece comprobarlo, ven a la cafetería que hay en la esquina de Alcalá y Castelló el martes a las seis". Dijo algo que no acerté a entender, y cuando me aprestaba a soltar un estúpido ¿cómo? se abrió la puerta de nuestro baño, por lo que me limité a dirigir un adiós hacia aquella sombra y entré.
Dos niños abrazados a un enorme perro negro que con paciencia infinita aguanta sus achuchones. Una pareja en chandal y zapatillas que camina, cogida de la mano, con sus enormes bolsas de tenis a la espalda. Dos chavales que ensayan mates y alley-hoops sobre una canasta imaginaria. Tres adolescentes sentados en un banco que ríen y se dan codazos al pasar delante de ellos una señora de imponente escote. Una mujer de largo pelo rubio rizado, con gafas de montura roja, que lee un libro de pequeño tamaño sentada en una terraza frente al parque. Tres amigas caminando muy despacio, mientras charlando animadas empujan los carritos de sus bebés.