Creo que soy el único macho que conozco que disfruta con la escritura de Clarice Lispector, ya que el resto de los fans que me he cruzado en mi vida eran hembras. Será mi lado femenino, no sé. En fin, el caso es que ayer estaba releyendo su "Revelación de un mundo", recopilación de las columnas que escribió para el Jornal do Brasil, y al encontrarme con una de sus deliciosas anécdotas de juventud recordé un episodio de la mía y, eso, que quería escribirlo.
Ya con anterioridad les hablé de cómo el ajedrez participó desde bien temprano en mi desarrollo. Hoy no sería capaz de hacer un enroque sin tener que visitar luego a un psicoanalista, pero entonces era bueno, tan bueno que me aburría como una grapadora, ya que me veía obligado a superar durante todo el año rondas y más rondas de lo más plomizo hasta llegar a tener la oportunidad de enfrentarme a alguien que me plantease un reto siquiera mínimamente vibrante. Debido a tal sopor, con frecuencia dejaba de lado el ajedrez para dedicarme a otras tareas, deportes preferentemente, que me proporcionasen una recompensa más inmediata. Y así, tras un par de bandazos, llegué al karate, al que me dediqué durante un tiempo de esa forma obseso-compulsiva con la que suelo afrontar este tipo de historias, volcándome en la práctica, la estética y la literatura del deporte más allá de lo aconsejable.
Tras un breve periodo de aprendizaje me vi ante la oportunidad de, por fin, salir a competir. Y lo que sucedió en la primera competición a la que acudí es algo que aún utilizan todos aquellos que lo vivieron como pues-yo-conocí-a-uno-que en bautizos, comuniones y demás reuniones sociales. Hay que comenzar por explicar la característica fundamental del torneo, un torneo basado en un cuadro de enfrentamientos sin repescas, en el que perder significaba marcharse. Y allí estaba yo, preparándome mentalmente para mi primer combate, rebosante de adrenalina, cuando a los cinco minutos de su proyectada celebración me comunicaron que mi rival no se había presentado, y que por tanto pasaba de ronda por abandono. Aquello no me gustó nada, ya que yo todo lo que quería era comenzar a medirme, pelear, ser golpeado, golpear. No, definitivamente aquello no me gustó, y menos aún lo que sucedería a continuación. El segundo rival se lesionó una muñeca al dar el golpe que le proporcionaba la victoria en su primer combate. Adelante por abandono. Mi hermana respiraba, temiendo como temía el primer guantazo que habría de llevarse su hermano, y mis amigos se meaban de risa. ¡Los tienes acojonados!, me gritaban. No acabó ahí la cosa, claro. El tercer rival, de carácter extremadamente díscolo, ten cuidado con él, me decían, discutió de forma violenta con su entrenador apenas diez minutos antes del inicio del combate, y se largó. Combate ganado, por incomparecencia. El cuarto rival sufrió una fisura en una costilla. El quinto, esguince de tobillo en el calentamiento. Cinco de cinco, ya hasta mi hermana se sumaba a las mofas. Así que me planté en la final con un cabreo que había ido en aumento con cada victoria, con la mente nublada por las ganas de luchar, incluso de perder, de descubrir qué era eso de padecer en la derrota no sólo el ya conocido dolor intelectual, sino también uno puramente físico. Quería que me pegasen, demonios, y en cambio ni siquiera había tenido la oportunidad de arrugar el kimono.
Llegó el que para mi rival, magullado, maduro, era el combate final, mientras que para mí era el debut. Durante los eternos minutos que transcurrieron hasta que el árbitro dio la señal de comienzo del combate apenas pude concentrarme, limitándome a esperar que sobre mi oponente cayese de nuevo la maldición, así que cuando aquello al fin comenzó la alegría que sentí fue casi indescriptible. Temblaba de excitación, cegado por la emoción, tan cegado que apenas ví venir a mi rival, quien dispuesto a arrollarme desde el primer instante hizo un giro de plástica magnífica con el que logró hacer impactar su pierna con mi brazo. Tan pronto como su maniobra finalizó escuché el grito de mi hermana, y a continuación un crujido. Pensé por unos instantes que me había partido el brazo del golpe, pero muy pronto descubrí que aquel sonido provenía del pie de mi contrario. Cayó al suelo, se retorció de dolor, chilló, el árbitro le atendió brevemente, se hizo un corrillo a su alrededor, lo llevaron a la enfermería, y por último levantaron mi brazo en ganador. ¡Sin haber dado literalmente ni un golpe!.
Creo que aún debe andar por casa de mis padres aquella medalla de oro, una medalla que tuvo que recoger mi hermana ya que yo, blasfemando, casi llorando, me vestí sin hablar con nadie y corriendo salí de aquel pabellón. Por supuesto, huelga decir que no volví a competir jamás, aquel noble deporte no se merecía contar con alguien tan peligroso como yo. Así que si en algún momento me tienen enfrente, huyan, huyan, o prepárense a correr el riesgo de ser transformados por mi diabólica mente en el más frágil de los cristales.
Fotografía de Mr Evil.
miércoles, mayo 10, 2006
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