martes, enero 31, 2006

At home she's a tourist

Y allí estaba, con las muñecas amarradas con una cuerda al cabecero, y las piernas, muy abiertas, atadas a los pies de la cama. Habían terminado de hacer el amor, él le había comentado que debía irse enseguida, que tenía algo urgente que hacer, y ella le había dicho que la dejase atada. Al oír aquello él puso un gesto raro, demasiado raro para la altura de viaje en la que se encontraban, y le había dicho "chica, tú cada día estás peor", con algo que pretendió fuese una sonrisa pero que resultó ser un gesto atemorizado. Ella entonces le había suplicado y al final él, a regañadientes, había aceptado dejarla en aquella situación. Ella comenzaba a sentir que él no sería capaz de seguir acompañándola en su viaje, que ponía demasiados reparos, y de hecho aquella petición tenía algo de prueba, una prueba que él no había superado. Además si había algo que odiaba de veras era suplicar, y por eso en aquel mismo momento, ya sóla e inmovil y con una bola roja insertada en su boca y atada con correas a su nuca, decidió que le abandonaría, en cuanto volviese, porque aquello había dejado de tener sentido, porque la menor duda era entonces, a aquellas alturas, inadmisible. Pero al mismo tiempo sintió tambien un cierto miedo, miedo de que él sospechase el abandono y no volviese, y la dejase así, inmovil, para siempre. Una mosca y una tela de araña. Notó entonces que ese mismo miedo la estaba excitando, y se dijo "chica, sí que es verdad que estás mal", y comenzó a reir, porque sabía que había logrado al fin ser aquello que deseaba ser. Y si no rió a carcajadas fue tan sólo porque aquella bola roja se lo impedía.

Y era en eso en lo que pensaba cuando en su muñeca derecha, ante el roce con la rugosa cuerda, una antigua herida fruto de otra atadura demasiado reciente comenzó a abrirse, y un fino hilo de sangre comenzó a esmerarse en tornar el impoluto blanco de la blanca almohada en un intenso color rojo carmesí.

Fotografía de Gero Gröschel.

lunes, enero 30, 2006

Una sucesión de catástrofes

Anteriormente ya os hablé de mi afición a, de cuando en cuando, ir al cine sin más compañía que mi sombra, como expliqué entonces, más por nostalgia que por cinefilia. Pues bien, hace unos días, mientras veía una película que tenía perdida en el disco duro, recordé un hecho del que fuí espectador en una de estas sesiones de palomitas solitarias, hace ya unos cuantos años. No es que esta película tuviese en su argumento ningún hecho similar a aquel que recuerdo, más bien era una identificación con los sentimientos del protagonista, quien enfrentado a un hecho impactante se culpaba en cierta forma de no ser capaz de sentir más de lo que sentía, y se preguntaba qué era lo que motivaba su indiferencia ante lo terrible. Algo similar sentí yo aquel día ante lo que sucedió, pobre diablo, entonces aún no conocía que la insensibilidad, como el aburrimiento o la pereza, es una enfermedad degenerativa.

Como digo, fue hace bastantes años, en una sesión golfa de un ciclo dedicado a antiguas películas europeas de ciencia ficción. El título del ciclo era filosofía y ciencia ficción, o el espacio y la mente, o algo de ese estilo, y la película que estaba viendo aquella noche era el Solyaris de Tarkovsky. La proyección se encontraba más o menos a la mitad cuando un tipo de apariencia normal se sentó a mi lado (en mi fila sólo estaba yo y en el cine no habría más de veinte personas) y me dijo: "la vida es una sucesión de catástrofes... para las que no estamos preparados... para las que es imposible prepararse". Lo repitió un par de veces, le miré, asentí, y se levantó. Después se sentó junto al único habitante de la fila siguiente, oí que de nuevo repetía la misma frase, también dos veces. Y poco después se sentó unas seis o siete filas más cerca de la pantalla, junto a una pareja, pero esta vez el espectador al que se dirigió no le trató con la indiferencia con la que le habíamos tratado los demás, sino que le respondió algo en voz alta, demasiado alta, y le empujó. Ante aquello, el chalado se levantó, sacó un cuchillo de notable tamaño cuya hoja brilló ante la luz que emanaba de la pantalla, y le lanzó una dentellada que no alcanzó al espectador en el cuello porque éste, a pesar de la sorpresa, tuvo tiempo de girarse ligeramente, por lo que el cuchillo se acabó hundiendo en su hombro. La mujer que estaba con él comenzó a gritar al mismo tiempo que aquel tipo lanzaba una nueva cuchillada que rajaba en esta ocasión el brazo que aquel hombre había levantado para cubrirse. Y fue entonces cuando un espectador de la fila contigua, con una chaqueta enrollada en el antebrazo izquierdo, llegó ante el agresor, quien al verle delante dejó caer el cuchillo al suelo y levantó los brazos, a lo que el espectador en cuestión respondió propinándole un colosal puñetazo entre ceja y ceja. Apenas unos instantes después entraron en la sala dos vigilantes, uno con una porra en la mano, otro con una pistola, y detrás otros dos muchachos con una camilla. Recuerdo que me sorprendió entonces lo muy pronto que habían aparecido vigilantes y camilleros, como si supiesen que aquello iba a ocurrir, como si lo sucedido fuese una parte más del espectáculo que habíamos pagado por ver. Me sorprendió eso, me sorprendió también que en ningún momento se detuviese la proyección, y me sorprendió sobre todo que mi corazón no se hubiese acelerado ante lo acontecido, que aquello me diese tan terriblemente igual. Recuerdo que entonces le eché la culpa al estado de ánimo en el que tan hipnótica película me había sumergido, no porque fuese la verdad sino porque era lo fácil.

Unos minutos después, y ya fuera de la sala aunque todavía dentro del cine, los vigilantes sacaban a aquel hombre esposado, y al pasar cerca de mí oí que éste seguía repitiendo "la vida es una sucesión de catástrofes, una sucesión de catástrofes", a lo que uno de los que le agarraban respondía "sí, la vida, no te jode, serás hijo de puta".

sábado, enero 28, 2006

Días de vino y rosas

"They are not long, the weeping and the laughter,
Love and desire and hate:
I think they have no portion in us after
We pass the gate.

They are not long, the days of wine and roses:
Out of a misty dream
Our path emerges for awhile, then closes
Within a dream".

El poema se llama "Vitae Summa Brevis Spem Nos Vetat Incohare Longam", es de Ernest Dowson (1867 -1900), y lo recita Lee Remick en una escena de "Days of Wine and Roses" (Blake Edwards, 1962, Oscar a la mejor canción del año para Henry Mancini).

viernes, enero 27, 2006

La lenta máquina del desamor

Sí, ya sé que les prometí el primer capítulo de la guía sado-maso de bolsillo, pero habrán de disculparme ya que sucede que estos días anda por esta nada santa casa una bella doncella revisando por encima de mi hombro lo que escribo, y aquí mi menda se ha lanzado a tratar de demorar en la medida de lo posible el descubrimiento por parte de la gachí de lo obvio: que soy un tarado. Entenderán por tanto que por ahora trate de marear la perdiz recitándole el "me diste la intemperie, la leve sombra de tu mano pasando por mi cara" y esas cositas que tanto les gustan, en vez de dejarle ver el lado oscuro de la luna, ese donde duendes klismafílicos se entretienen con descargas eléctricas genitales y roces de cuerda pelada. Y es que uno es de los que prefiere que le den la patada por lo que hace y no por lo que dice o escribe, y además prefiere, en este caso, que esa patada se la den lo más tarde posible, si puede ser, porque he de decir que la doncella en cuestión tiene un paso de boca, unos taninos y un retrogusto de los que merecen denominación de origen. Que cómo sé que lee lo que escribo, se preguntarán. Pues, primero, porque la veo deambular por el pasillo haciendo como que barre y de cuando en cuando entra en la habitación y con una agilidad que ni la Sharapova levantando una dejada se inclina la jodía para desviar mi mirada enferma hacia lo importante, la carne, y así ella mientras lanzarle un rápido vistazo a lo accesorio, la letra. Y segundo porque el otro día al volver del curro noté su mirada un tanto esquinada y deduje que, dado que sé que recuerda el tatuaje de aquella camarera, ahora anda tratando de adivinar quién demonios será la tal Laura. Además, ayer le dije que mañana por la tarde había quedado con Eva, que se viniese, que así la conocía, que no seas tonta que te vas a divertir, y se inventó una excusa de las que me pongo yo para no ir al dentista, temerosa quizás de enfrentarse a un psicoanálisis casual que la acabase convirtiendo en pasto de estas páginas. Pues lo siento, baby, pasto, como ves, ya lo eres.

Se masca la tragedia.

La fotografía se llama 'Adoration', y la hizo en 1988 Jan Saudek.

jueves, enero 26, 2006

¿Acaso era esto el futuro?

Ella dijo: "el futuro pasa por saber ponerle a cada cosa un punto más de emoción, por saber sortear con tiento las enormes distancias que median entre rutina y pasión, por encontrarle a cada disputa una compensación, por entregarse con ánimo a cada conversación, por conseguir de cuando en cuando tentar al otro con eso que a veces llamamos misterio y que al final, quizás, es tan sólo una forma más de enfrentarse a las cosas con el necesario grado de diversión, por intentar prestarle a las cosas del otro un punto más de atención, por lograr transformar soberbia en humildad y, claro, ira en comprensión. Por intentarlo, por saberlo posible, por vivirlo".

El respondió: "No, el futuro pasa porque tú ya no estés aquí".


Fotografía: Ahop2.
Banda sonora: Joy Division, 'The Eternal'.

sábado, enero 21, 2006

Elvis has left the building

Durante unos días, Elvis permanecerá alejado del edificio. De viaje, ajeno al uso de todo tipo de instrumentos digitales, añorando el ocio introspectivo de sol a sol. Así que si eres un hacker, aprovecha, este es tu momento, tienes tan sólo unos días. Pero no dejes rastros, que te crujo. Sí, como he dicho serán tan sólo unos días, cuatro o cinco, pero si por casualidad alguna pelirroja me alejase irremediablemente del camino de vuelta, que no sería la primera vez, mandadle flores a mi madre, que siempre le gustaron esas cosas. Y para entrenenerte, aquí te presento un puñadito de opciones: si eres un geek, pásate por Microsiervos. Si tienes ganas de bulla, por Escolar. Si te van los frontales rotundos, visita Boobster. Si eres un optimista sin remedio, en cuyo caso no entiendo que haces aquí, visita I Like. Y si te van las chavalas monas, pásate por Babes2Night.

Y para que no digais, os doy un avance de lo que os espera a mi vuelta en esta su bitácora amiga: nada menos y nada menos que, tatachán, la presentación en sociedad del manual "A la felicidad por el sufrimiento (una guía sado-maso de bolsillo)", a través de su primer capítulo, del cual les avanzo el título: "La electricidad, ese dolor".

I’m all shook up!

viernes, enero 20, 2006

The midnight hour

I'm gonna wait 'til the midnight hour
That's when my love comes tumbling down
I'm gonna wait 'til the midnight hour
When there's no one else around
I'm gonna take you girl and hold you
Do all things I told you
In the midnight hour
Yes I am, yes I am

I’m gonna wait 'til the stars come out
See them twinkle in your eyes
I'm gonna wait 'til the midnight hour
That's when my love begins to shine
You're the only girl I know
Really love you so
In the midnight hour

I'm gonna wait 'til the midnight hour
That's when my love comes tumbling down
I'm gonna wait 'til the midnight hour
That's when my love begins to shine
Just you and I, oh baby, just you and I

Wilson Pickett 1941-2006.

Pero de pronto salió la hermosura, ay cariño, pellízcame

Erase una vez un hombre que se equivocaba siempre. Lo hacía tan a menudo que errar había pasado en aquel hombre de ser una costumbre a ser una constante. A veces el fallo consistía simplemente en dejarse llevar, por personas inconvenientes, hacia lugares inadecuados, en momentos inoportunos; pero esas eran las menos, porque lo habitual era que se encontrase ante un cruce de caminos y tomase el equivocado, o que, viéndose obligado a decidir entre diferentes opciones, acabase eligiendo siempre la peor. No era capaz de ver como se dirigía al desastre, y este no se le revelaba hasta un segundo después de haber decidido, cuando todo era ya irremediable.

Sin embargo, llegó un día en el que eligió bien, en el que no erró. De hecho ese día, enfrentado a varias opciones, eligio no sólo la menos equivocada, sino la más acertada. Aquella decisión tenía que ver con una mujer, y tras tomarla pasó varias noches angustiado esperando descubrir el error, motivado como era costumbre por algún cálculo oculto que hubiese obviado. Pero los días pasaron y su decisión se acabó demostrando impecable, y durante un tiempo fue tan feliz que pensaba en sí mismo y le dolía el corazón, un tiempo durante el cual llegó a intuir que se tenía envidia. Por eso se sorprendió tanto el día que cogió aquel teléfono y alguien le dijo que había habido un terrible accidente, que habían intentado salvarla pero aquello había sido muy grave, que lo sentía mucho, que todo había acabado. Esa noche, imposible dormir, se levantó de la cama y al contemplar en el espejo su rostro bañado en lágrimas no le sorprendió distinguir una mueca de alivio. Llevaba tanto tiempo creyendo que luchaba contra sí mismo que la idea de conocer que su enemigo era el destino le resultó tranquilizadora. Sabía que aquella batalla era tan sencilla...

miércoles, enero 18, 2006

El bungalow

Lisbeth era mitad canadiense y mitad japonesa, una mezcla de razas de por sí exótica que alcanzaba en sus rasgos y su figura lo sublime. En aquel verano de los primeros 90, calurosísimo, en el que apenas corrió el aire, Lisbeth y yo trabajábamos como gogós en una famosa discoteca de Ibiza, y dado que pertenecíamos a la misma agencia y nos conocíamos de un verano anterior en el que compartimos no sólo trabajo sino también abandonos y destrezas, nos decidimos a alojarnos juntos en la misma vivienda, un bungalow pequeño y muy coqueto parte de una colonia veraniega en la que las casitas se distribuían unas frente a otras a lo largo de una calle de tráfico cerrado a los no residentes.

El hecho de ser veteranos en aquella discoteca nos permitió elegir turno y nos quedamos, claro, con el primero, el que comenzaba a las doce de la noche y finalizaba a las cuatro de la mañana, unas horas en las que el público aún estaba entero, lo que hacía nuestra labor más agradecida. Al terminar, ajenos a la subasta de cuerpos de cada noche, tomábamos apenas un par de copas, y antes del amanecer ya nos encontrábamos en nuestro bungalow. Allí, antes de acostarse, a Lisbeth le gustaba apoyarse sobre la parte trasera de un sofá que ocupaba el centro del salón y mirar por la ventana mientras fumaba un cigarrillo, y allí estaba cuando una noche mientras me duchaba oí su voz que gritaba "¡corre, B, corre, mira!", y con la toalla en la cintura y los pies aún mojados fui hasta ella. En la ventana del bungalow situado al otro lado de la calle aparecían dos cuerpos atléticos, hombre y mujer, muy jóvenes, fundidos en un acto sexual pleno de malabarismos. Tras las primeras risas fuí cayendo en una serie de detalles que me resultaron desasosegantes, y noté que lo mismo le ocurría a Lisbeth ya que su mano pasó de rozar sensualmente la mía a agarrarla como te la agarran los niños, buscando protección. Aquellos amantes apenas se miraban a los ojos a pesar de que la luz era excesiva, y en sus caras era difícil encontrar el menor gesto que denotase diversión. Sus movimientos eran perfectos y la compenetración grande, sí, pero había en su acto un elemento inhumano que incluso nos llevó a alejarnos de la ventana antes de que la acción finalizase. Esa noche no hicimos el amor sino que, mirando al techo, gastamos en silencio el breve instante que duró nuestro viaje hacia el sueño.

Al día siguiente seguimos nuestra rutina habitual: nos levantamos a eso de las tres, comimos en una cafetería cercana, fuimos a tomar el sol a una pequeña playa donde solíamos reunirnos los trabajadores de algunas discotecas de la zona, camareros, bailarines, seguridad, relaciones públicas; y al caer la tarde acudimos a cenar a un restaurante donde, a pesar de encontrarse a menudo repleto, siempre nos guardaban una buena mesa y nos trataban con inusual calidez. Más tarde llegamos a la discoteca, nos cambiamos de ropa y, subidos a nuestros mástiles, ondeamos. Al acabar la jornada, ya de vuelta en el coche, nos miramos con complicidad y descubrimos que compartíamos un elevado grado de excitación, deseosos de volvernos a asomar a aquella ventana. El embrujo de lo prohibido, supongo. Así que entramos casi a la carrera en el bungalow, llegamos a la ventana sin siquiera encender la luz, y sí: allí estaba de nuevo aquella pareja, besándose, en esta ocasión aún vestidos.

Lo siguiente ocurrió a gran velocidad, la escena completa duró apenas unos instantes, por lo que cabe la posibilidad de que haya olvidado algunos detalles. No habrían pasado ni dos minutos desde nuestra llegada cuando horrorizados contemplamos en aquella ventana la repentina presencia de dos hombres con pasamontañas y cuchillos, debían de haber permanecido escondidos en el interior de la casa porque no les vimos entrar, quienes con un movimiento rapidísimo inmovilizaron al hombre, torpe hasta el ridículo a pesar de su físico. Unos segundos después uno de ellos le agarraba por la espalda y apretaba el cuchillo contra su garganta, mientras el otro amenazaba a la mujer. Este último le hizo entonces un gesto brusco, le gritó algo, y ella comenzó a desvestirse. Entonces abandonamos aquella ventana y salimos de nuestro bungalow dispuestos a socorrer a aquella pareja, al carecer nuestra casa de teléfono supongo que ni nos llegamos a plantear el llamar a la policía. Llegamos corriendo hasta su puerta y, a pesar del evidente riesgo que nos aprestábamos a correr, qué locura, no dudamos en comenzar a golpearla, gritando frases inconexas, atropellándonos las palabras con una mezcla de indignación y miedo. Entonces, del otro lado de la puerta nos llegó una voz poderosa que nos aullaba, con un tono que aquel día me pareció autoritario pero que ahora recuerdo como hastiado, "¡corten, joder, corten!, ¡corten!... ¡¿pero quien coño llama a estas horas?!".

La fotografía de Roman Polanski y Sharon Tate, de este portfolio de Discos Antigos. Vía dadanoias.

Sabes que siempre he sido honrado, todos se unieron contra mí


Los hay que dicen que nada hay tan difícil en esta vida como conocerse a uno mismo, mientras otros opinan que lo más difícil es conocer el momento exacto en el que debe uno saber callar. Y otros, y ojo que estos no admiten que se les lleve la contraria, consideran que lo más difícil es aceptar la inevitabilidad del destino último que a todos nos espera. Yo no estoy de acuerdo con ninguno de ellos. En mi opinión no hay nada tan difícil en esta vida como entender el léxico de los manuales avanzados de instrucciones de las cámaras digitales Canon.

martes, enero 17, 2006

Sólo truena cuando llueve

La reunión de trabajo había finalizado con un importante retraso y tenía prisa por volver a casa. Subí al coche y me llamó la atención que, debido al frío, el viento, y la lluvia que acababa de cesar, la visibilidad era, a pesar de la oscuridad de la noche, inusualmente grande. Llegué a un semáforo cuando el disco estaba en ámbar y pensé en acelerar para pasarlo y ganarle unos segundos al reloj, pero en el último momento decidí frenar para así poder subir la calefacción y paliar en lo posible el frío que hacía en el interior del vehículo, tan intenso que ya apenas sentía las yemas de los dedos. Puse las manos frente al salpicadero para calentarlas ante la corriente de aire caliente recién provocada y, mientras el semáforo aún andaba clavado en rojo, contemplé en un expositor un anuncio de Chanel en el que una Nicole Kidman perfecta lucía un perfil impecable. En ese momento oí un ruido a mi espalda y en el retrovisor divisé una moto de escasa cilindrada avanzando hacia mí a gran velocidad. Una vez que ésta pasó junto al cristal de mi coche reparé en la presencia de una figura femenina, el pelo rubio largo alborotado bajo el casco y los brazos fuertemente amarrados a la cintura del conductor. Un motorista intrépido y una copiloto entregada. En aquel preciso instante apareció a mi derecha, surgiendo de aquella calle perpendicular que motivaba mi semáforo en rojo, un vehículo con cuatro ocupantes. El conductor mostraba un gesto aterrado ante lo irremediable. El copiloto, con el rostro invisible a mis ojos, adelantaba los brazos en un gesto tan instintivo como inútil. Y los habitantes de los asientos traseros reían ajenos a la escena mientras el que se hallaba más cerca del cristal me dedicaba una mueca tan irreverente como inoportuna.

El choque fue brutal. Parte del carenado de la moto cayó a escasos metros a mi derecha y una bufanda rayada se depositó suave sobre el cristal de mi coche. Pensé en el frío y la lluvia y el viento. Pensé en el ámbar de los semáforos. Pensé en Nicole Kidman y en la colonia que perfumaría aquella bufanda rayada. Dudé. Recordé aquel sueño. En la radio una cantante clamaba "sólo truena cuando llueve".

domingo, enero 15, 2006

Juguetes

Ella vivía con sus padres en el tercero B del número cinco de la Calle Distracciones y yo vivía con los míos en el tercero C del número seis, pares e impares, por lo que nuestras terrazas quedaban enfrentadas. Por aquella calle no circulaban vehículos ya que lo que había era un pequeño parquecito de arena y un mercado de esos mínimos con la mitad de los puestos cerrados y ratas veraniegas en el tejado, lo que hacía que fuese una calle bulliciosa durante el día, las madres comprando y los niños jugando, que pasaba a ser una delicia una vez que el mercado cerraba, con las jovencitas hablando sentadas en los portales y sus madres vigilando desde las terrazas, y que resultaba emocionantemente tranquila por las noches. Allí, incontables fueron las veladas que pasamos ella en su terraza leyendo un librito y yo en la mía escuchando música, e innumerables fueron las miradas calculadamente fugaces que cruzamos, parte de un juego de seducción tan cómplice que hace dificil de entender que jamás, y digo bien, jamás, nos dirigiésemos la palabra a lo largo de todos aquellos años, y fueron muchos. Vivimos toda una era sentados en aquellas terrazas, pasando de la infancia a la adolescencia y de ahí a lo que somos ahora, o a lo que alguna vez fuimos, y no cruzamos ni una sóla palabra, ni una sóla.

Había pasado mucho, muchísimo tiempo sin pensar en ella hasta que no hace mucho gasté unos días en casa de mis padres, y revisando las pocas cosas mías que aún quedan en esa casa descubrí escondido un diario que estuve escribiendo durante un tiempo, aproximadamente de los quince a los veinte años. Pasé unas horas releyendo algunas de las cosas que había escritas (por cierto, es sorprendente lo mucho que a uno le cambia la letra con el tiempo, está claro que las frases también envejecen, aún más rápido que la tinta), y entre temores adolescentes, relatos de fiestas iniciáticas, proyectos imposibles y amores no siempre correspondidos reparé en que una enorme proporción de lo escrito hablaba de ella. De alguna mirada furtiva que hubiésemos cruzado. De aquel novio suyo al que besó en el portal. De cómo respondió a un gesto de chulito que un día me atreví a hacerle. O de aquel día en el que murió su padre y me sostuvo la mirada por mucho más tiempo del habitual, transmitiéndome algo que aún hoy no he conseguido descifrar.

Ese día, el día que estuve repasando mi viejo diario, alguien me contó que ella vive ahora en Portugal, y que ha acabado sus estudios de ingeniería, y que se va a casar. Y ese mismo día al salir del portal de aquella casa miré hacia su terraza, y entonces caí en la cuenta de que eso es algo que hago de forma instintiva todas y cada una de las veces que he estado allí. En eso pensaba, en todas esas cosas que hacemos sin darnos cuenta y que al final lo significan todo, cuando bajé la mirada y reparé en que delante de aquel portal estaba ella, tan guapa como siempre y con el pelo de un color inédito, mirando a su vez hacia mi terraza, repitiendo el ritual que yo acababa de hacer. Cuando bajó la vista nuestras miradas se cruzaron, y ambos sonreímos como dos adolescentes sorprendidos, y luego bajamos la cabeza y ruborizados nos mordimos el labio inferior. Entonces emprendimos la marcha dando el primer paso casi al mismo tiempo, ella hacia un lado de la calle y yo hacia el otro, y aunque en ningún momento giré la cabeza para echarle un último vistazo a aquel juguete mío de juventud, sé perfectamente que ella tampoco lo hizo.

sábado, enero 14, 2006

Hoy quisiera tus dedos escribiéndome historias en el pelo


Para aquellos que lejos de estar de acuerdo con una expresión tan manida como esa que dice que la vida son dos días, lo que pensamos es todo lo contrario, y que en cada día caben dos vidas, para aquellos, decía, no hay nada más molesto que los toboganes que ésta te interpone aquí y allá, a modo de trampas contra la rutina. Eso que llamaba mi madre "vísperas de mucho...", así, sin acabar el refrán y con los puntos suspensivos. En fin, que quizás andar un camino sin desniveles pueda resultar poco romántico, pero hacerlo por uno sinuoso te acaba recordando demasiado a menudo que cada día has de pagar el alquiler de estar viviendo, y que a veces la elección entre noche y niebla no resulta tan obvia como parece...

Así que tras el atracón de hace unos días toca en esta ocasión como es de ley aguantar el indoloro y adormecedor abrazo del aburrimiento y, pues eso, que estoy un poco tonto, ustedes disculpen. He gastado el día planeando y luego llevando a cabo una comida intrascendente, como intrascendentes fueron el café y la sobremesa. Luego he encendido el ordenador y he parado un poco por Beautiful Agony, pero su catálogo de rostros encendidos en orgasmos interminables me ha dicho poco en esta ocasión y he acabado, como siempre que la cosa coge este color, flagelándome con el 'Come From Heaven' de Alpha. Básicamente, porque soy gilipollas, pues mira que sería fácil ponerme algo de Ella Fitzgerald y alegrar un poco el careto. Pero es que ese disco es una cosita deliciosa, otoñal como las uvas, y que logra obrar en mí el milagro de transformar la pereza en melancolía y el aburrimiento en ensueño. Y algo es algo, que al fin y al cabo yo siempre he preferido Malagón a Málaga.

Así que a continuación me haré un sandwich-minuto repleto de lechugas y queso y cosas así, y veré el fútbol en la televisión, y luego, no sé, igual me vuelo la tapa de los sesos. O veré la peliculita estúpida esa, Troya, que para el caso es lo mismo.

viernes, enero 13, 2006

La Pareja

(y antes de nada, les ruego me disculpen el atrevimiento de dispararles un poco más de prosa ajena...)

No huelga indicar que la torpeza puede, en ocasiones, ser fruto de un exceso de sincronización; Elisa y Elías eran sin duda un caso ejemplar. Incapaces de abrazarse sin que sus respectivos brazos izquierdo y derecho chocasen en el aire junto a sus cabezas, ambos despertaban la admiración de sus amistades. Tenían los mismos hábitos. Les gustaba la misma música. Sus opiniones políticas no diferían ni siquiera en lo accesorio: simpatía por tal o cual ministro, fobia hacia este o aquel diputado. Se reían con parecidas bromas, y en los restaurantes cualquiera de ellos podía pedir dos menús idénticos sin consultar al otro. Jamás tenían sueño a horas distintas; lo cual, si estimulante sexualmente, resultaba fastidioso desde un punto de vista estratégico: Elisa y Elías competían en secreto por ocupar primero el cuarto de baño, por el último vaso de leche o por leer antes esa novela que, la semana anterior, ambos habían decidido comprar en su librería predilecta. Teóricamente, no cabe duda de que Elisa podía alcanzar el orgasmo junto con Elías sin ningún esfuerzo; pero, en la práctica, no eran pocas las veces en que acababan trenzados en incómodas posturas, derivadas de su deseo simultáneo de colocarse encima o debajo del otro. Hacéis una pareja perfecta; dos medias naranjitas, les solía decir la madre de Elisa, a lo que ambos respondían sonrojándose un poco, y pisándose un pie al adelantarse para ir a besarla.

Te odio más que a nadie en este mundo, quiso aullar Elías cierta noche accidentada, sin conseguir que Elisa lo escuchase, o, mejor dicho, sin poder distinguir su propia voz de la de ella. Tras un sueño inhóspito, pleno de pesadillas con espejos, desayunaron en silencio y no necesitaron discutir para saber. Aquella tarde, al regresar del trabajo, a ella no la sorprendió encontrarse con la mitad del armario vacío mientras se disponía a llenar sus maletas.

Como es natural, Elisa y Elías han intentado reconciliarse en más de una ocasión. Sus teléfonos, no obstante, suelen estar ocupados. Cuando en cambio han conseguido fijar un encuentro, tal vez ofendidos por la excesiva demora del otro en dar el paso, ninguno de los dos ha acudido a la cita.

Este relato se llama 'La Pareja', y es obra de Andrés Neuman. Y los ojazos de la foto son de Karmas Melody.

Nada. No he dicho nada.

Tom Marshall apagó la luz del diminuto cuarto de baño, se le acercó y se quedó justo detrás de ella; llevaba un pijama azul abotonado. Le tocó los hombros desnudos y se le acercó más, hasta que Nancy notó su erección.

- Entiendo por qué están abiertas las tiendas a la una de la mañana -dijo Nancy-, pero no por qué viene la gente.

Algo en la conspicua y cálida presencia de Tom le provocó un escalofrío. Se cubrió los pechos, que estaban cerca del cristal de la ventana. Se imaginó que su marido sonreía.

- Supongo que les encanta -dijo Tom. Ahora Nancy lo notó con toda claridad: estaba tremendamente empalmado-. Eso es lo que significa Maine. Una visita a Bean's después de medianoche. Es la cultura global. Casi seguro que se dirigen a Atlantic City.

- De acuerdo -dijo Nancy. Porque tenía frío, dejó que él la atrajera hacia sí. No estaba mal. Se sentía agotada. La polla de Tom encajaba entre sus piernas: en el lugar preciso. Le gustaba. Era una sensación familiar-. Te he hecho la pregunta equivocada.

Ninguno de los dos se reflejaba en el cristal mientras se la introducía lentamente. Nancy estaba completamente inmóvil.

-¿Cuál sería la pregunta adecuada?

Tom empujó contra ella y dobló una pizca las rodillas para podérsela meter. que sonreía.

- No sé -dijo ella-. A lo mejor la pregunta es: ¿qué saben ellos que nosotros no sepamos? ¿Qué estamos haciendo a este lado de la calle? Está claro que es allí donde hay movimiento.

Oyó que Tom suspiraba, y acto seguido se apartó de ella. Nancy estaba a punto de abrir las piernas, de inclinarse un poco hacia delante.

- No era eso. -Miró a su alrededor, buscándole-. No quería decir eso. -Nancy se puso la mano entre las piernas, sólo para tocarse un poco, y sus dedos le taparon por completo la entrepierna. Volvió a mirar hacia la calle. Los dos conductores de autocar, que ella había creído que no podían ver a través de los árboles en sombras, la miraban fíjamente. No se movió-. No quería decir eso -le dijo a Tom en voz muy baja.

- Mañana veremos algunas cosa que nos gustarán -dijo él alegremente. Ya estaba en la cama. Así de rápido era a veces.

- Bien. -Tanto le daba que dos cascaciruelas la vieran desnuda; era exactamente igual que si ella les viera vestidos. Tenía cuarenta y cinco años. No estaba muy delgada, pero era alta, esbelta. Que miraran-. Eso está bien -dijo otra vez-. Me alegro de que hayas disfrutado.

- ¿Perdona? -dijo Tom soñoliento. Ya estaba casi roque; tenía una especie de don, esa bendición de los policías que les permite dormirse en cuanto su cabeza toca la almohada.

- Nada -dijo ella en la ventana, aún observada por los dos hombres-. No he dicho nada.

Tom permaneció en silencio. Respiraba profundamente. Los dos conductores menearon la cabeza y bajaron la vista. Uno lanzó un cigarrillo a la calle. Los dos volvieron a alzar los ojos y a continuación desaparecieron de su vista detrás de los autobuses con el motor en marcha.


Texto extraído de "Charity", relato de Richard Ford incluído en "A Multitude Of Sins" (en España traducido como "Pecados Sin Cuento", no me pregunteis por qué). Ilustración de Saturno Butto.

jueves, enero 12, 2006

Que pase el siguiente

Ayer quedé con Eva, un ser adorable al que me apetecía muchísimo ver ya que hacía siglos que no hablábamos. Eva es psicóloga, ella dice que de las buenas, y sabe de mi pasión por esa gente que logra moverse sin apenas llamar la atención por el fino hilo que une cordura y locura (que no les llames piraos, que tú sí que estás pirao, me dice con asiduidad), por lo que en cuanto tiene una buena historia quedamos y me la relata, con su innato talento para ello. Porque hay que reseñar que Eva es una excelente conversadora, una delicia de mujer, que maneja como nadie las pausas, las entonaciones de su magnífica voz, los certeros movimientos de sus manos o las expresiones faciales con las que acompañar cada frase. En fin, que yo diría que su marido tiene suerte, suerte de que sea mi hermana.

En esta ocasión Eva me estuvo hablando de un caso del que se había ocupado durante un tiempo, el de un caballero que aseguraba llevar dos vidas, dos vidas que a duras penas avanzaban, siempre paralelas y separadas tan sólo por el abrazo de la noche. Aquel hombre se acostaba cada día siendo Jose, arquitecto, casado, con dos hijos, y al día siguiente se levantaba siendo Oscar, informático, separado, con una hija. Se acostaba Jose y se levantaba Oscar, y cuando Oscar caía en la cama al llegar la noche, volvía a ser Jose el día posterior el que amanecía. Eva a quien trataba en su consulta era, me dijo, a Jose, y éste aseguraba que él, mientras era Jose, era tan sólo vagamente consciente de los problemas e inquietudes de Oscar. Que quizás no podría trabajar como informático, no, pero que sentía que manejaba unos conceptos de esa profesión que en principio no debería manejar. Y aseguraba también que al día siguiente a Oscar le sucedía lo mismo: que trataba de llevar su vida de hombre separado levemente infeliz pero esperanzado, pero que también era a su vez consciente, de forma vaga pero constante, de lo que le había sucedido tan sólo unas horas antes (¿o después? ¿o al mismo tiempo?), cuando aquel Oscar no era Oscar, sino Jose.

Tras un par de disquisiciones filosóficas de las de café de media mañana y algún que otro diagnóstico médico lanzado al azar y recibido por Eva con una sonrisa displicente, le pregunté a ésta si aún seguía tratando a aquel paciente y me respondió que ya no, que sin quererlo había cometido un error. Y es que una tarde le había preguntado a Jose si en esa otra vida ese Jose convertido entonces en Oscar también recibía la ayuda de un psicólogo. Jose al parecer se levantó entonces visiblemente airado, y sintiéndose grávemente insultado le espetó "¿acaso le he dado motivos para que piense que Oscar no está bien de la cabeza?, ¿me está usted insinuando que Oscar necesita ayuda médica?", y tras decir esto dio media vuelta y salió de la consulta para no volver más. Así que tras un breve silencio, y ante la expresión burlona que un servidor había adoptado al escuchar el final de aquel relato, Eva me dijo con un gesto que era a la vez amenazante y divertido: "mira, B, que no, que te calles, que ni se te ocurra llamarle pirao... que tú sí que estas pirao".

La fotografía, del genial Darren Holmes, que me llegó vía algo, pero no me acuerdo vía qué.

miércoles, enero 11, 2006

Confianza

No sé si seré un caso raro, y admito que eso me importa bien poco, pero siempre he guardado mejor recuerdo de la gente en la que confié y me falló, que de la gente en la que desde el principio creí que no debía confiar. Será porque siempre he sentido más simpatía por los enrevesados que por los normales. O será porque tengo un más alto concepto de mis errores que de los errores de los demás, que también puede ser, no digo que no.

La fotografía, llamada 'Car For Two', es obra de Chris Leschinsky.

martes, enero 10, 2006

Nada de nada

Era viernes, y en esas horas en las que ya es demasiado tarde para todo te acercaste a mí, llorando y bastante borracha, y por todo saludo me soltaste un "los tíos son unos cerdos". "Entonces creo que yo no soy lo que necesitas ahora", te respondí como un machito idiota, pero tú negaste con la cabeza, muy despacio, y me dijiste con una serenidad que me hizo dudar de la veracidad de tu borrachera: "tú tan sólo hazme reir". Y te hice reir, porque me lo pediste, y porque me gustaba tu risa, tan sonora y desacomplejada, como de muñeco antiguo, una sonrisa de las que seducen y desarman. Y me gustaba cómo te limpiabas las lágrimas con el dorso de la mano, y como fuiste pasando del llanto a la risa, y cómo se te guiñaban los ojos, y cómo te caía el pelo sobre la cara, y cómo te llevabas la mano derecha al escote cuando te retorcías suplicando "para ya, por favor, para ya".

Me contaste que te llamabas Claudia, que eras azafata en presentaciones de una marca de telefonía móvil, que vivías en Valencia, y yo te conté que me llamaba Alfredo, que trabajaba doblando películas japonesas, que vivía en Barcelona. Yo me reí con tus mentiras y tú, los ojos guiñados, el pelo en la cara y la mano en el escote, te reíste con las mías. Te hice reir aquella noche, y te hice reír aún más el día siguiente, y no se me va de la cabeza la forma en la que aún reías el domingo mientras te ponías los zapatos y te abrochabas el abrigo, mientras desaparecías, mientras me decías que nunca olvidarías aquellos tres días de Enero.

Fotografía de Shannon Harigan.

domingo, enero 08, 2006

Is this one thing...

It's this 1 thing that's got me trippin, it's this 1 thing that's got me trippin, this 1 thing my soul may be feeling, it's this 1 thing you did.
It's this 1 thing that caught me slippin, it's this 1 thing I want to admit it, this 1 thing and I was so with it, it's this 1 thing you did.

Una de esas canciones que se te meten en la cabeza y no eres capaz de sacártela en una semana. Una de esas canciones que sonaban aquel-día-que. Una de esas canciones que son tan simples y cuyo gancho es tan facilón que incluso te da verguenza que te guste, a tí, que eres capaz de soltar de carrerilla los nombres de los componentes de los Who, los Jam y los Clash, a tí, que de vez en cuando te da por el micro-house. Y ya estás perdido y sabes que es mejor no luchar contra lo que queda: una semana con su estribillo incrustado en cada cosa que haces, en cada despertar, en cada tiempo muerto del día... Una semana, toda una semana, y luego... a otra cosa mariposa. Viva el pop, coño, viva el pop.

sábado, enero 07, 2006

Del olivo me retiro, del esparto yo me aparto

A Laura la conocí hace poco más de diez años, y comenzaré por decir que durante un tiempo incluso compartimos apartamento y veladas frente al televisor. No diré que estuvimos saliendo porque lo mucho que cada uno de nosotros detestaba los defectos del otro hizo que aquello apenas durase un suspiro. Sin embargo, hemos sido capaces de mantener una relación bastante cordial a lo largo de todo este tiempo, y de vez en cuando, un sábado cada dos o tres meses, quedamos para cenar o ir al cine o tomar una copa, o todo a la vez. Yo suelo preferir lo del cine, porque hay que decir en este punto que Laura no sólo tiene un tono de voz bastante cómico, sino que lo redondea con una conversación que roza la insoportable. ¿Que por qué pensando eso sigo quedando con ella? Seré prosaico: porque está como un tren.

Hace unos días quedamos para cenar en un restaurante italiano, y una vez allí, Laura gastó una gran parte de la velada en hablar de algo que al parecer le resultaba fascinante: los gnocchis, esas bolitas de patata que hacen los italianos. "Porque te voy a decir una cosa, B, cuando estuve en Roma aluciné con toda la patata que se come allí. Fli-pe, te lo juro. Aquí pensamos que somos los que más, pero es mentira, te digo yo que es mentira, que son los italianos los más patatosos, o los más patateros, o los más patatinos, o... ¿cómo se dice?. Bueno, eso". Y yo que se como se dice, seguro que de ninguna de esas maneras, pero cállate ya, por favor, y cómetelos.

Y en esas o alguna parecida andaba yo, dándole vueltas ensimismado al hecho de haber malgastado aquel sábado hablando de patatas e italianos y mirando como un baboso el sobresaliente escote de alguien a quien a duras penas soporto cuando, y ya en un club cercano, reparé en Inés ("hola guapo, soy Inés, tu camarera, ¿qué os traigo?"), quien había traído tres chupitos y se había sentado en una butaca frente a nosotros, y hablaba entonces del tatuaje que lucía bien visible en su homóplato derecho, un águila, que Laura comparaba en tamaño, haciendo así con los dedos, con el que ella, un leopardo esta vez, reconocía lucir bajo su ombligo. Y a esa misma comparación me dedicaba yo unas horas más tarde, serían las cuatro y ya en mi casa, cuando esforzado me encaramaba al trasero de Inés mientras ésta hundía el doble piercing de su lengua en la entrepierna de Laura, quien con la espalda arqueada como un ciprés y el gesto transformado por el placer en una mezcla imposible de ausencia y entusiasmo me gritaba "párteselo, párteselo".

Fotografía de ERYK.

miércoles, enero 04, 2006

Una máscara de coña y una pistola cargada

Durante mucho tiempo, al cruzarse con una mujer que llevase de la mano un niño se deleitaba imaginando cómo sería su vida si él fuese su marido y aquel su hijo. Al cruzarse con un hombre bien vestido, bien parecido, se mostraba dispuesto a intercambiar sin dudarlo los momentos más felices de su vida por los más desgraciados de aquel hombre. Al cruzarse con un grupo de amigas adolescentes caminando altivas y hablando en un dialecto juvenil imposible, ridículo, soñaba con ser, de todas ellas, siquiera la que en las fiestas se quedaba siempre sóla en la mesa cuidando de los abrigos. Al cruzarse con las trabajadoras del centro comercial más cercano, siempre uniformadas, con sus peinados lacados, soñaba con ser al menos aquella que no se atrevía a dejar aquel empleo tan aburrido por miedo únicamente a la soledad. Al entrar en un bar abarrotado de gente soñaba con ser tan sólo aquella camarera a la que aquellos imbéciles del grupito que había junto a la barra trataban como a una colilla. Y al llegar a su casa, con todo el tiempo del mundo por delante para echárselo a las espaldas, echaba de menos todo lo que no había tenido y detestaba todo lo que había vivido.

Y en todo ello pensaba mientras en la puerta de aquella joyería se ajustaba la careta de Aznar que regalaban con el último número de El Jueves y comprobaba que la pistola que le habían vendido estaba bien cargada y dispuesta para permitirle tener una oportunidad, al menos una, de cobrarse al fin todas sus deudas.

Fotografía de Philippe Bréson.

martes, enero 03, 2006

La sinceridad y una cantante francesa


Ella le dijo: lo que más me gusta de tí es que siempre, en cada contexto, eres capaz de elegir la frase adecuada. El respondió: si ahora mismo me comunicasen que esta es la última vez en mi vida que te veo, la verdad, no me importaría en absoluto.

De fondo, la voz de una cantante francesa apostilla: L'amour, c'est rien quand c'est politiquement correct, on s'aime bien, on n' sait même pas quand on se blesse. L'amour c'est rien quand tout est sexuellement correct, on s'ennuie bien, on crie avant pour qu' ça s'arrête.

Fotografía de Guy Bourdin.

lunes, enero 02, 2006

Y la indiferencia que con algún dolor se aliviase

La costumbre conduce irremediablemente al descuido, y supongo que fue eso, un descuido, lo que hizo que mis entonces compañeros de piso, con quienes apenas llevaba viviendo un par de meses, descubriesen la sangre de las heridas de mis muslos, una escena que interpretaron como un intento de suicidio, lo que, dada su buena voluntad, les hizo llamar a una ambulancia y llevarme a urgencias. Una vez en el hospital el médico me recetó un buen arsenal de antidepresivos, y además, ante lo que interpretó como los efectos de un brote agudo de agarofobia, me recomendó que durante unos días, y hasta que la medicación surtiese efecto, permaneciese en casa, tranquilo, sin salir, sin pisar la calle. "Y dentro de unos días comenzaremos la recuperación, hijo", me dijo. Hijo.

El apartamento en el que consumí aquellos días, propiedad de un buen amigo, entonces fuera de la ciudad, era pequeño pero muy cómodo y contaba con un ventanal que daba a una concurrida calle madrileña y, dado que siempre me ha resultado terriblemente tedioso sentarme frente al televisor, acabé gastando la mayor parte de aquel tiempo observando por el ventanal, día y noche, a los viandantes. Una noche, desvelado por la continuada inactividad y la potencia de la medicación, eché una manta sobre mis hombros y me senté frente al ventanal con un vaso de agua con gas, dispuesto a dar cuenta de un paquete de tabaco. Y serían alrededor de las cuatro de la mañana cuando ví a aquel hombre por vez primera. Tendría unos 50 años, tenía el pelo escaso y canoso, y hacía ademán de llamar a un botón concreto de un portal vecino. Nunca llegaba a finalizar con éxito la maniobra, y acompañaba cada uno de esos intentos frustrados con violentos golpes con el puño en lo alto de su cabeza. Tras repetir estos movimientos durante unos minutos se acercaba mucho al portal, bajaba la cabeza y los brazos, y comenzaba a, resultaba evidente, masturbarse. Aquello duraba apenas unos instantes y tras los últimos espasmos caía de rodillas, se llevaba las manos a la cara, y comenzaba a llorar desconsoladamente, tirándose del pelo y dando puñetazos en el suelo. Unos segundos después se levantaba, se colocaba el abrigo, miraba con miedo alrededor, supongo que temeroso de repente de que alguien pudiera haberle visto, y emprendia el paso hasta salir, casi corriendo, de mi campo visual.

Al no tener nadie a quien contarle lo visto, y al no estar aún de ánimo como para coger el teléfono y adornarlo, no volví a reparar en ello durante el resto del día. Sin embargo al día siguiente, de nuevo desvelado, de nuevo a la misma hora, volví a contemplar al mismo hombre enfrentándose al mismo ritual, cosa que se repitió con absoluta precisión horaria durante toda una semana. Y sin duda lo más curioso era que mientras mi estado mejoraba (tras muchos meses de vacío, al acostarme había vuelto a soñar despierto, a imaginar futuros, y volvía a tener ganas de leer y escribir), el de aquel hombre parecía ir a peor, ya que su angustia parecía alargarse, ensancharse, parecía encontrar nuevas formas de doblarse sobre sí misma. Llegué a tener la sensación de que de alguna forma, mediante algún proceso de ósmosis maldita, su pena me estaba alimentando. Lo cierto es que el Tryptizol es capaz de conseguir eso, y mucho más.

Sin embargo, pronto llegó un día en el que logré dormir de un tirón, en el que no me encontré desvelado a aquella hora, y por ello, arrebatado por la intriga, al día siguiente decidí ponerme el despertador para asistir a mi cita con tan dolorosa escena. Ese día estuve esperando un largo rato frente a la ventana, y llegaron las cuatro, y luego las cinco, e incluso las seis, pero el hombre que se masturbaba y lloraba no apareció. Contra lo que cabría esperar, no me pregunté entonces qué habría ocurrido con él el día anterior, el día que falté, el día que me dormí, sino que me metí tranquilo en la cama, y al día siguiente muy animado recogí mis cosas, eché un último vistazo a aquella habitación y salí al fin de aquella casa, alejado de aquel ventanal, dispuesto a buscar nuevos dolores con los que aliviar mi indiferencia.

Fotografía de David La Chapelle.