Erase una vez un hombre que se equivocaba siempre. Lo hacía tan a menudo que errar había pasado en aquel hombre de ser una costumbre a ser una constante. A veces el fallo consistía simplemente en dejarse llevar, por personas inconvenientes, hacia lugares inadecuados, en momentos inoportunos; pero esas eran las menos, porque lo habitual era que se encontrase ante un cruce de caminos y tomase el equivocado, o que, viéndose obligado a decidir entre diferentes opciones, acabase eligiendo siempre la peor. No era capaz de ver como se dirigía al desastre, y este no se le revelaba hasta un segundo después de haber decidido, cuando todo era ya irremediable.
Sin embargo, llegó un día en el que eligió bien, en el que no erró. De hecho ese día, enfrentado a varias opciones, eligio no sólo la menos equivocada, sino la más acertada. Aquella decisión tenía que ver con una mujer, y tras tomarla pasó varias noches angustiado esperando descubrir el error, motivado como era costumbre por algún cálculo oculto que hubiese obviado. Pero los días pasaron y su decisión se acabó demostrando impecable, y durante un tiempo fue tan feliz que pensaba en sí mismo y le dolía el corazón, un tiempo durante el cual llegó a intuir que se tenía envidia. Por eso se sorprendió tanto el día que cogió aquel teléfono y alguien le dijo que había habido un terrible accidente, que habían intentado salvarla pero aquello había sido muy grave, que lo sentía mucho, que todo había acabado. Esa noche, imposible dormir, se levantó de la cama y al contemplar en el espejo su rostro bañado en lágrimas no le sorprendió distinguir una mueca de alivio. Llevaba tanto tiempo creyendo que luchaba contra sí mismo que la idea de conocer que su enemigo era el destino le resultó tranquilizadora. Sabía que aquella batalla era tan sencilla...
viernes, enero 20, 2006
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