Lisbeth era mitad canadiense y mitad japonesa, una mezcla de razas de por sí exótica que alcanzaba en sus rasgos y su figura lo sublime. En aquel verano de los primeros 90, calurosísimo, en el que apenas corrió el aire, Lisbeth y yo trabajábamos como gogós en una famosa discoteca de Ibiza, y dado que pertenecíamos a la misma agencia y nos conocíamos de un verano anterior en el que compartimos no sólo trabajo sino también abandonos y destrezas, nos decidimos a alojarnos juntos en la misma vivienda, un bungalow pequeño y muy coqueto parte de una colonia veraniega en la que las casitas se distribuían unas frente a otras a lo largo de una calle de tráfico cerrado a los no residentes.
El hecho de ser veteranos en aquella discoteca nos permitió elegir turno y nos quedamos, claro, con el primero, el que comenzaba a las doce de la noche y finalizaba a las cuatro de la mañana, unas horas en las que el público aún estaba entero, lo que hacía nuestra labor más agradecida. Al terminar, ajenos a la subasta de cuerpos de cada noche, tomábamos apenas un par de copas, y antes del amanecer ya nos encontrábamos en nuestro bungalow. Allí, antes de acostarse, a Lisbeth le gustaba apoyarse sobre la parte trasera de un sofá que ocupaba el centro del salón y mirar por la ventana mientras fumaba un cigarrillo, y allí estaba cuando una noche mientras me duchaba oí su voz que gritaba "¡corre, B, corre, mira!", y con la toalla en la cintura y los pies aún mojados fui hasta ella. En la ventana del bungalow situado al otro lado de la calle aparecían dos cuerpos atléticos, hombre y mujer, muy jóvenes, fundidos en un acto sexual pleno de malabarismos. Tras las primeras risas fuí cayendo en una serie de detalles que me resultaron desasosegantes, y noté que lo mismo le ocurría a Lisbeth ya que su mano pasó de rozar sensualmente la mía a agarrarla como te la agarran los niños, buscando protección. Aquellos amantes apenas se miraban a los ojos a pesar de que la luz era excesiva, y en sus caras era difícil encontrar el menor gesto que denotase diversión. Sus movimientos eran perfectos y la compenetración grande, sí, pero había en su acto un elemento inhumano que incluso nos llevó a alejarnos de la ventana antes de que la acción finalizase. Esa noche no hicimos el amor sino que, mirando al techo, gastamos en silencio el breve instante que duró nuestro viaje hacia el sueño.
Al día siguiente seguimos nuestra rutina habitual: nos levantamos a eso de las tres, comimos en una cafetería cercana, fuimos a tomar el sol a una pequeña playa donde solíamos reunirnos los trabajadores de algunas discotecas de la zona, camareros, bailarines, seguridad, relaciones públicas; y al caer la tarde acudimos a cenar a un restaurante donde, a pesar de encontrarse a menudo repleto, siempre nos guardaban una buena mesa y nos trataban con inusual calidez. Más tarde llegamos a la discoteca, nos cambiamos de ropa y, subidos a nuestros mástiles, ondeamos. Al acabar la jornada, ya de vuelta en el coche, nos miramos con complicidad y descubrimos que compartíamos un elevado grado de excitación, deseosos de volvernos a asomar a aquella ventana. El embrujo de lo prohibido, supongo. Así que entramos casi a la carrera en el bungalow, llegamos a la ventana sin siquiera encender la luz, y sí: allí estaba de nuevo aquella pareja, besándose, en esta ocasión aún vestidos.
Lo siguiente ocurrió a gran velocidad, la escena completa duró apenas unos instantes, por lo que cabe la posibilidad de que haya olvidado algunos detalles. No habrían pasado ni dos minutos desde nuestra llegada cuando horrorizados contemplamos en aquella ventana la repentina presencia de dos hombres con pasamontañas y cuchillos, debían de haber permanecido escondidos en el interior de la casa porque no les vimos entrar, quienes con un movimiento rapidísimo inmovilizaron al hombre, torpe hasta el ridículo a pesar de su físico. Unos segundos después uno de ellos le agarraba por la espalda y apretaba el cuchillo contra su garganta, mientras el otro amenazaba a la mujer. Este último le hizo entonces un gesto brusco, le gritó algo, y ella comenzó a desvestirse. Entonces abandonamos aquella ventana y salimos de nuestro bungalow dispuestos a socorrer a aquella pareja, al carecer nuestra casa de teléfono supongo que ni nos llegamos a plantear el llamar a la policía. Llegamos corriendo hasta su puerta y, a pesar del evidente riesgo que nos aprestábamos a correr, qué locura, no dudamos en comenzar a golpearla, gritando frases inconexas, atropellándonos las palabras con una mezcla de indignación y miedo. Entonces, del otro lado de la puerta nos llegó una voz poderosa que nos aullaba, con un tono que aquel día me pareció autoritario pero que ahora recuerdo como hastiado, "¡corten, joder, corten!, ¡corten!... ¡¿pero quien coño llama a estas horas?!".
La fotografía de Roman Polanski y Sharon Tate, de este portfolio de Discos Antigos. Vía dadanoias.
miércoles, enero 18, 2006
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