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Era viernes, y en esas horas en las que ya es demasiado tarde para todo te acercaste a mí, llorando y bastante borracha, y por todo saludo me soltaste un "
los tíos son unos cerdos". "
Entonces creo que yo no soy lo que necesitas ahora", te respondí como un machito idiota, pero tú negaste con la cabeza, muy despacio, y me dijiste con una serenidad que me hizo dudar de la veracidad de tu borrachera: "
tú tan sólo hazme reir". Y te hice reir, porque me lo pediste, y porque me gustaba tu risa, tan sonora y desacomplejada, como de muñeco antiguo, una sonrisa de las que seducen y desarman. Y me gustaba cómo te limpiabas las lágrimas con el dorso de la mano, y como fuiste pasando del llanto a la risa, y cómo se te guiñaban los ojos, y cómo te caía el pelo sobre la cara, y cómo te llevabas la mano derecha al escote cuando te retorcías suplicando "
para ya, por favor, para ya".
Me contaste que te llamabas Claudia, que eras azafata en presentaciones de una marca de telefonía móvil, que vivías en Valencia, y yo te conté que me llamaba Alfredo, que trabajaba doblando películas japonesas, que vivía en Barcelona. Yo me reí con tus mentiras y tú, los ojos guiñados, el pelo en la cara y la mano en el escote, te reíste con las mías. Te hice reir aquella noche, y te hice reír aún más el día siguiente, y no se me va de la cabeza la forma en la que aún reías el domingo mientras te ponías los zapatos y te abrochabas el abrigo, mientras desaparecías, mientras me decías que nunca olvidarías aquellos tres días de Enero.
Fotografía de Shannon Harigan.