miércoles, enero 04, 2006

Una máscara de coña y una pistola cargada

Durante mucho tiempo, al cruzarse con una mujer que llevase de la mano un niño se deleitaba imaginando cómo sería su vida si él fuese su marido y aquel su hijo. Al cruzarse con un hombre bien vestido, bien parecido, se mostraba dispuesto a intercambiar sin dudarlo los momentos más felices de su vida por los más desgraciados de aquel hombre. Al cruzarse con un grupo de amigas adolescentes caminando altivas y hablando en un dialecto juvenil imposible, ridículo, soñaba con ser, de todas ellas, siquiera la que en las fiestas se quedaba siempre sóla en la mesa cuidando de los abrigos. Al cruzarse con las trabajadoras del centro comercial más cercano, siempre uniformadas, con sus peinados lacados, soñaba con ser al menos aquella que no se atrevía a dejar aquel empleo tan aburrido por miedo únicamente a la soledad. Al entrar en un bar abarrotado de gente soñaba con ser tan sólo aquella camarera a la que aquellos imbéciles del grupito que había junto a la barra trataban como a una colilla. Y al llegar a su casa, con todo el tiempo del mundo por delante para echárselo a las espaldas, echaba de menos todo lo que no había tenido y detestaba todo lo que había vivido.

Y en todo ello pensaba mientras en la puerta de aquella joyería se ajustaba la careta de Aznar que regalaban con el último número de El Jueves y comprobaba que la pistola que le habían vendido estaba bien cargada y dispuesta para permitirle tener una oportunidad, al menos una, de cobrarse al fin todas sus deudas.

Fotografía de Philippe Bréson.

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