Ella vivía con sus padres en el tercero B del número cinco de la Calle Distracciones y yo vivía con los míos en el tercero C del número seis, pares e impares, por lo que nuestras terrazas quedaban enfrentadas. Por aquella calle no circulaban vehículos ya que lo que había era un pequeño parquecito de arena y un mercado de esos mínimos con la mitad de los puestos cerrados y ratas veraniegas en el tejado, lo que hacía que fuese una calle bulliciosa durante el día, las madres comprando y los niños jugando, que pasaba a ser una delicia una vez que el mercado cerraba, con las jovencitas hablando sentadas en los portales y sus madres vigilando desde las terrazas, y que resultaba emocionantemente tranquila por las noches. Allí, incontables fueron las veladas que pasamos ella en su terraza leyendo un librito y yo en la mía escuchando música, e innumerables fueron las miradas calculadamente fugaces que cruzamos, parte de un juego de seducción tan cómplice que hace dificil de entender que jamás, y digo bien, jamás, nos dirigiésemos la palabra a lo largo de todos aquellos años, y fueron muchos. Vivimos toda una era sentados en aquellas terrazas, pasando de la infancia a la adolescencia y de ahí a lo que somos ahora, o a lo que alguna vez fuimos, y no cruzamos ni una sóla palabra, ni una sóla.
Había pasado mucho, muchísimo tiempo sin pensar en ella hasta que no hace mucho gasté unos días en casa de mis padres, y revisando las pocas cosas mías que aún quedan en esa casa descubrí escondido un diario que estuve escribiendo durante un tiempo, aproximadamente de los quince a los veinte años. Pasé unas horas releyendo algunas de las cosas que había escritas (por cierto, es sorprendente lo mucho que a uno le cambia la letra con el tiempo, está claro que las frases también envejecen, aún más rápido que la tinta), y entre temores adolescentes, relatos de fiestas iniciáticas, proyectos imposibles y amores no siempre correspondidos reparé en que una enorme proporción de lo escrito hablaba de ella. De alguna mirada furtiva que hubiésemos cruzado. De aquel novio suyo al que besó en el portal. De cómo respondió a un gesto de chulito que un día me atreví a hacerle. O de aquel día en el que murió su padre y me sostuvo la mirada por mucho más tiempo del habitual, transmitiéndome algo que aún hoy no he conseguido descifrar.
Ese día, el día que estuve repasando mi viejo diario, alguien me contó que ella vive ahora en Portugal, y que ha acabado sus estudios de ingeniería, y que se va a casar. Y ese mismo día al salir del portal de aquella casa miré hacia su terraza, y entonces caí en la cuenta de que eso es algo que hago de forma instintiva todas y cada una de las veces que he estado allí. En eso pensaba, en todas esas cosas que hacemos sin darnos cuenta y que al final lo significan todo, cuando bajé la mirada y reparé en que delante de aquel portal estaba ella, tan guapa como siempre y con el pelo de un color inédito, mirando a su vez hacia mi terraza, repitiendo el ritual que yo acababa de hacer. Cuando bajó la vista nuestras miradas se cruzaron, y ambos sonreímos como dos adolescentes sorprendidos, y luego bajamos la cabeza y ruborizados nos mordimos el labio inferior. Entonces emprendimos la marcha dando el primer paso casi al mismo tiempo, ella hacia un lado de la calle y yo hacia el otro, y aunque en ningún momento giré la cabeza para echarle un último vistazo a aquel juguete mío de juventud, sé perfectamente que ella tampoco lo hizo.
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