Y allí estaba, con las muñecas amarradas con una cuerda al cabecero, y las piernas, muy abiertas, atadas a los pies de la cama. Habían terminado de hacer el amor, él le había comentado que debía irse enseguida, que tenía algo urgente que hacer, y ella le había dicho que la dejase atada. Al oír aquello él puso un gesto raro, demasiado raro para la altura de viaje en la que se encontraban, y le había dicho "chica, tú cada día estás peor", con algo que pretendió fuese una sonrisa pero que resultó ser un gesto atemorizado. Ella entonces le había suplicado y al final él, a regañadientes, había aceptado dejarla en aquella situación. Ella comenzaba a sentir que él no sería capaz de seguir acompañándola en su viaje, que ponía demasiados reparos, y de hecho aquella petición tenía algo de prueba, una prueba que él no había superado. Además si había algo que odiaba de veras era suplicar, y por eso en aquel mismo momento, ya sóla e inmovil y con una bola roja insertada en su boca y atada con correas a su nuca, decidió que le abandonaría, en cuanto volviese, porque aquello había dejado de tener sentido, porque la menor duda era entonces, a aquellas alturas, inadmisible. Pero al mismo tiempo sintió tambien un cierto miedo, miedo de que él sospechase el abandono y no volviese, y la dejase así, inmovil, para siempre. Una mosca y una tela de araña. Notó entonces que ese mismo miedo la estaba excitando, y se dijo "chica, sí que es verdad que estás mal", y comenzó a reir, porque sabía que había logrado al fin ser aquello que deseaba ser. Y si no rió a carcajadas fue tan sólo porque aquella bola roja se lo impedía.Y era en eso en lo que pensaba cuando en su muñeca derecha, ante el roce con la rugosa cuerda, una antigua herida fruto de otra atadura demasiado reciente comenzó a abrirse, y un fino hilo de sangre comenzó a esmerarse en tornar el impoluto blanco de la blanca almohada en un intenso color rojo carmesí.
Fotografía de Gero Gröschel.