La costumbre conduce irremediablemente al descuido, y supongo que fue eso, un descuido, lo que hizo que mis entonces compañeros de piso, con quienes apenas llevaba viviendo un par de meses, descubriesen la sangre de las heridas de mis muslos, una escena que interpretaron como un intento de suicidio, lo que, dada su buena voluntad, les hizo llamar a una ambulancia y llevarme a urgencias. Una vez en el hospital el médico me recetó un buen arsenal de antidepresivos, y además, ante lo que interpretó como los efectos de un brote agudo de agarofobia, me recomendó que durante unos días, y hasta que la medicación surtiese efecto, permaneciese en casa, tranquilo, sin salir, sin pisar la calle. "Y dentro de unos días comenzaremos la recuperación, hijo", me dijo. Hijo.
El apartamento en el que consumí aquellos días, propiedad de un buen amigo, entonces fuera de la ciudad, era pequeño pero muy cómodo y contaba con un ventanal que daba a una concurrida calle madrileña y, dado que siempre me ha resultado terriblemente tedioso sentarme frente al televisor, acabé gastando la mayor parte de aquel tiempo observando por el ventanal, día y noche, a los viandantes. Una noche, desvelado por la continuada inactividad y la potencia de la medicación, eché una manta sobre mis hombros y me senté frente al ventanal con un vaso de agua con gas, dispuesto a dar cuenta de un paquete de tabaco. Y serían alrededor de las cuatro de la mañana cuando ví a aquel hombre por vez primera. Tendría unos 50 años, tenía el pelo escaso y canoso, y hacía ademán de llamar a un botón concreto de un portal vecino. Nunca llegaba a finalizar con éxito la maniobra, y acompañaba cada uno de esos intentos frustrados con violentos golpes con el puño en lo alto de su cabeza. Tras repetir estos movimientos durante unos minutos se acercaba mucho al portal, bajaba la cabeza y los brazos, y comenzaba a, resultaba evidente, masturbarse. Aquello duraba apenas unos instantes y tras los últimos espasmos caía de rodillas, se llevaba las manos a la cara, y comenzaba a llorar desconsoladamente, tirándose del pelo y dando puñetazos en el suelo. Unos segundos después se levantaba, se colocaba el abrigo, miraba con miedo alrededor, supongo que temeroso de repente de que alguien pudiera haberle visto, y emprendia el paso hasta salir, casi corriendo, de mi campo visual.
Al no tener nadie a quien contarle lo visto, y al no estar aún de ánimo como para coger el teléfono y adornarlo, no volví a reparar en ello durante el resto del día. Sin embargo al día siguiente, de nuevo desvelado, de nuevo a la misma hora, volví a contemplar al mismo hombre enfrentándose al mismo ritual, cosa que se repitió con absoluta precisión horaria durante toda una semana. Y sin duda lo más curioso era que mientras mi estado mejoraba (tras muchos meses de vacío, al acostarme había vuelto a soñar despierto, a imaginar futuros, y volvía a tener ganas de leer y escribir), el de aquel hombre parecía ir a peor, ya que su angustia parecía alargarse, ensancharse, parecía encontrar nuevas formas de doblarse sobre sí misma. Llegué a tener la sensación de que de alguna forma, mediante algún proceso de ósmosis maldita, su pena me estaba alimentando. Lo cierto es que el Tryptizol es capaz de conseguir eso, y mucho más.
Sin embargo, pronto llegó un día en el que logré dormir de un tirón, en el que no me encontré desvelado a aquella hora, y por ello, arrebatado por la intriga, al día siguiente decidí ponerme el despertador para asistir a mi cita con tan dolorosa escena. Ese día estuve esperando un largo rato frente a la ventana, y llegaron las cuatro, y luego las cinco, e incluso las seis, pero el hombre que se masturbaba y lloraba no apareció. Contra lo que cabría esperar, no me pregunté entonces qué habría ocurrido con él el día anterior, el día que falté, el día que me dormí, sino que me metí tranquilo en la cama, y al día siguiente muy animado recogí mis cosas, eché un último vistazo a aquella habitación y salí al fin de aquella casa, alejado de aquel ventanal, dispuesto a buscar nuevos dolores con los que aliviar mi indiferencia.
Fotografía de David La Chapelle.
lunes, enero 02, 2006
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