
kono michi wa
yuku hito nashi ni
aki no kure
yuku hito nashi ni
aki no kure
Ulrich Schnauss - Monday Paracetamol (A Strangely Isolated Place, 2003)

En el orden del día tan sólo figuraba un asunto de gran calado: el ascensor, de nuevo estropeado. No nos costó nada llegar a la conclusión de que aquello suponía un tremendo engorro. Incluso el vecino del bajo estuvo de acuerdo, algo que a nadie extrañó ya que es una persona con una natural propensión a la solidaridad, y que siente las moestias que sufren los demás como si fueran propias. El problema surgió cuando pretendimos mesurar el grado de fastidio de cada cual ya que, comprendimos, un ascensor que no funciona es siempre una incomodidad relativa. Yo expuse que a quien más afectaba era a mí, ya que vivo arriba del todo, en el noveno. La señora del quinto, sin embargo, dijo que para ella era aún peor, ya que no se encuentra muy bien de salud y por ello cada escalón se le hace eterno. La señora del tercero pidió entonces la palabra y sostuvo que para ella sí que suponía un trastorno fenomenal, ya que se veía obligada a subir con su hijo pequeño en un brazo y el carrito en el otro. A continuación callamos, analizando de forma cuidadosa los diferentes grados de perjuicio a los que nos veíamos sometidos como colectivo, tratando de alcanzar el conocimiento más certero de la situación a la que nos enfrentábamos. En ese momento el poeta del sexto amable se ofreció a escribir un soneto que en cada verso recogiese los estados de ánimo de cada cual. "Muy bien", dijo la señora del carrito; "sería bonito", añadió la del quinto. Y rápidamente cambiamos de tema. Después los demás vecinos, conocedores de mi habilidad para con los números, me propusieron que idease una fórmula matemática que a través de algoritmos bisiestos, homeomorfismos y subespacios vectoriales encerrase el sentimiento global de nuestro portal, tomado como un todo. Anuncié que la tarea bien podría resultar titánica, pero aún así acepté. Todos me dieron la mano, y quedamos emplazados para estudiar la progresión del asunto la próxima semana. Ahora, cuando en las escaleras me cruzo con los vecinos -el ascensor sigue estropeado, curiosamente- todos me preguntan qué tal llevo mi fórmula y me dan ideas y también muchos ánimos. Bueno, todos menos el poeta, quien, segun me cuentan, desde la última reunión de vecinos me mira con recelo, aunque yo la verdad es que no he notado nada.
“Some people—and I am one of them—hate happy ends. We feel cheated. Harm is the norm. Doom should not jam. The avalanche stopping in its tracks a few feet above the cowering village behaves not only unnaturally but unethically. Had I been reading about this mild old man, instead of writing about him, I would have preferred him to discover, upon his arrival to Cremona, that his lecture was not this Friday but the next. Actually, however, he not only arrived safely but was in time for dinner".
Estoy de pie y agarro por la cintura a Alicia, quien a su vez rodea mi cuello con sus brazos mientras apoya la espalda en un coche verde. Lleva la chaqueta de color naranja que le regalé ayer, su cumpleaños. La calle es muy estrecha, por lo que la llegada de cada transeúnte nos da la excusa perfecta para apretarnos un poco más el uno contra el otro. Estoy tratando de contarle algo, pero ella, traviesa, me besa el cuello y hace ruidos. Cuando me aparto un poco para poder seguir hablando, con su mano derecha me revuelve el pelo. Eso es algo que no soporto, y protesto. Ella me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa. Entonces giro la vista hacia mi derecha y veo a Isabel que nos mira y luego se lleva la mano a la boca, en un gesto que es a la vez sorpresa y profunda decepción. Me embarga un sentimiento de culpabilidad.
Hoy he cogido el teléfono, he llamado a Martina, y le he recriminado que ahora siempre tengo que telefonearla yo, que ella no lo hace nunca, que qué pasa, que si ya no me quiere. Ella me ha dicho que no siente la necesidad de llamarme porque entra aquí una vez por semana y para ella eso es como si hablase conmigo, y que así ya sabe cómo estoy. ¿Y cómo estoy ahora?, he preguntado. Ahora mismo estás un poco tonto, ha respondido. Yo le he dicho que esto como diversión, para jugar a ser seis y hasta como terapia, sí, vale, pero que como sustitutivo de una mirada, pues como que no lo veo. Ella ha dicho que vaaale, que no sea tontito, que mírale, pobrecito, y que me va a llamar más.
Nada, que he visto que no había en toda la primera página ni una sóla foto de una chavala amarradita de esas que solían engalanar estas paredes no hace tanto, y he pensado que no, hombre, que no, que hasta ahí podíamos llegar. Pero que eso, que se me había pasado pero que ya está, que pueden ustedes seguir con lo que estuviesen haciendo.
El asunto no tiene nada que ver conmigo. Tiene que ver con un hombre que recostado en su sofá en lo más profundo de la madrugada escuchaba paciente el sonido de su teléfono. Un hombre que de nuevo decidía no descolgarlo, porque ya sabía quién llamaba. Bueno, en realidad no sabía exactamente quién era, pero sabía que era aquel a quien no conocía pero de quien llevaba recibiendo llamadas cada quince minutos, desde hace dos días. Era una voz extraña, desconocida, de un hombre de edad avanzada, no anciano pero sí de unos cincuenta y cinco o sesenta años, que cada vez, sin variación alguna, le decía: "yo sé lo que has hecho y de mí no puedes escapar".
Pues al final este fin de semana resultó casi maratoniano, como uno ya esperaba al ver acumulados hasta tres eventos a los que de ninguna manera quería faltar. El Viernes concierto de Tunng en el Apolo barcelonés, el Sábado lamanodelkun en el Teatro de las Pesadillas y el Domingo los Comets en el Nasti. He de hacer notar en este punto que los cambios de escenario repentinos, la velocidad y en general todo aquello que implique un desplazamiento provoca en mí un par de efectos neuronales de consecuencias imprevisibles. El primero, que cuando me muevo con una cierta velocidad dejo de sentir que soy yo el que se desplaza, y paso a percibir que es el resto del universo el que lo hace. Alguna suerte de egocentrismo, se diría, de no ser porque lo mismo me sucede con frecuencia cuando pretendo mover mi brazo izquierdo. En esas ocasiones, para conseguirlo he de concentrarme en dejar la mencionada extremidad en la quietud más absoluta, para a continuación mover al compás todo el resto del cuerpo. Parece complicado, pero cuando le coges el gusto tiene su aquel.
He llegado a casa y he visto a Diana sentada en el sofá, las piernas abrazadas, las rodillas en el pecho, y mirando la televisión aunque sin prestar la menor atención a los canales que iban sucediéndose fruto de su errático golpear en la botonera del mando a distancia. Dios, ¿cómo puede haberse enterado tan pronto?, he pensado, y el pánico no ha remitido hasta que me ha confesado que el motivo de su pesar no era yo y mi circunstancia, sino una bronca recién mantenida con su buena amiga Araceli. Ha intentado detallarme los pormenores de la disputa pero le han salido apenas un puñado de reproches inconexos rematados en un llanto que no he tenido más remedio que abrazar. Lo que parecía producirle un mayor pesar es que en el calor de la discusión su amiga ha llegado a decirle algo así como "claro, para tí es muy fácil decir eso, tú que lo tienes todo", algo que Diana me contestaba, como haciéndome partícipe de la autoría de tal frase, con un apenadísimo "¿acaso ahora tengo que pedir perdón por las cosas que he conseguido, acaso tengo que disculparme por tener un rostro bonito, acaso debo ahora fingir que no disfruto con las cosas que disfruto?".
El verdadero problema de cortarse el pelo no reside en el mero hecho de cortárselo. El problema está en que luego te guste como te queda.
Me he despertado de madrugada, por una mala postura, un ruido o algo, y he ido al baño, no porque tuviese necesidades noctámbulas, sino porque cuando uno pierde el hilo del sueño es mejor levantarse y reiniciar al completo la rutina, antes de que aparezcan la angustia y el abismo. He entrado en el baño, decía, me he mojado el rostro, y cuando he levantado la mirada he visto en el espejo, frente a mí, a un tipo moreno, con cara de buena gente y la mirada un tanto atormentada. No era yo. Luego he comenzado a reparar en el entorno, y he visto que mis azulejos a tonos verdes y rojos habían mutado en paredes pintadas de color amarillo, y que la mampara marfil y plata había sido reemplazada por una cortina de baño de color blanco. No, ese tampoco era mi baño. En mi brazo, mío en lo sustancial que no en lo esencial, he descubierto entonces una pulsera desconocida en la que se podía leer un "Marisa". En ese instante he oído una voz que me preguntaba "¿estás bien?", pero no me ha parecido que esa voz viniese de la habitación contigua, sino de otro lugar más lejano, como si su recepción no se produjese a través de mis oídos, sino de mi hipotálamo. No sé si me entienden.
En mi casa hay una gotera que ha sobrevivido a cuatro arreglos de tejado. La verdad es que no me molesta, primero porque es muy difícil que a mí me importune cualquier inconveniente doméstico, y segundo porque tampoco gotea mucho y además lo hace a través de una zona, el tambor de la persiana de una ventana interior, que no resulta demasiado evidente. Me he acostumbrado a la gotera, a la que un par de veces he pensado incluso en darle un nombre, uno de mujer, claro, y he resuelto hasta ahora la situación colocando debajo a modo de atrapafluídos un albornoz pasado de kilómetros y también la olla express, que no utilizo por razones filosóficas, porque me gusta que las cosas duren lo que deben. Diana en cambio no es tan indulgente con el entorno, por lo que ha acabado llamando a un especialista en cubiertas. Así que se ha presentado un chaval que ágil se ha encaramado al tejado y que tras cosa de media hora de golpes y paseos ha bajado. A Diana le hablaba apoyándose en la pared que tenía más cercana y metiéndose las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros. A mí me miraba de soslayo. Ha dicho que ha forrado un par de tejas que amenazaban problemas y que ha cambiado el vierteaguas. No estoy seguro de que haya sido esa la palabra exacta que ha utilizado, pero me gusta pensar que sí. Luego ha dicho que el agua una vez que llega hasta tí es imparable, que es capaz de gastar años abriendo camino, centímetro a centímetro, hasta que encuentra una salida, y que su lugar de entrada puede perfectamente encontrarse a unas decenas de metros de su destino, lo que convierte su encauce en una tarea titánica. Yo he prestado mucha atención al razonamiento, intentando metaforizarlo. Diana, mientras, asentía, apoyada en una puerta y con las manos en los bolsillos traseros de su minifalda vaquera. Luego me ha mirado por encima del hombro, con un punto cómico, y más tarde me ha lanzado una media sonrisa de complicidad. Entonces el operario, percatándose de la mofa, me ha mirado como diciendo "vaya" y yo he enarcado mis cejas como respondiendo "ahí tienes tus dos tazas".
De verdad que estos días pensaba dejarles un poquito de ficción de esa que no lo parece, la narrada en primera persona, esa con personajes recurrentes y anécdotas livianas. Pero es que es posible que sea estos últimos días la persona con menos gracia de todo mi portal, y aquello que escribo acaba inexorablemente cubierto de un manto de melancolía que lo vuelve todo gris. Por lo que es lógico que su destino natural no sea en ningún caso este crisol de mamarrachadas, sino la papelera de reciclaje. Al fin y al cabo, todos sabemos que este formato tan frugal que tienen delante, tan de ojear de pasada mientras uno se zampa un yogourt, premia al cínico que llevamos dentro y desprecia al asténico. Estimula la sorna y penaliza la atonía. No me digan que no.
Isabel está sentada en una mesa de la cafetería de la universidad en la que ejerce de profesora de Estadística. Tiene las manos en el rostro, en la mano derecha un pañuelo de papel arrugado. Ha quedado a comer con Inés, a la que acaba de confesar que está viviendo las peores veinticuatro horas de su vida. Se alegra de haber quedado con ella, ya que es una persona optimista que sabe siempre levantarle el ánimo. Pero hoy tendrá que esmerarse.