
En ese momento reparo en que esa escena es imposible. Tengo a Alicia, con su chaqueta naranja nueva, entre mis brazos. Tengo 19 años. A Isabel en cambio no la conocí hasta los 23, y fue a los 25 cuando tuvimos a Leo. No entiendo nada. Sin embargo, siento que debo decidir junto a cual de las dos estar en este preciso instante, por temporalmente imposible que parezca. Vuelvo la vista hacia Alicia y ella comienza entonces a mover un dedo a unos centímetros de mis ojos, y me dice que lo siga con la mirada. Detrás del dedo su cara comienza a difuminarse. Todo es cada vez más raro. Cierro los ojos.
Cuando los abro de nuevo el dedo sigue ahí pero ya no es Alicia quien lo mueve, sino un hombre calvo que un instante después lo aparta de mí y lo utiliza para hacer un gesto dedicado a alguien a quien no veo mientras grita: "¡No puede!". Me revuelvo y protesto: "¡No!, ¡sí que puedo!". Alicia revolviendo traviesa mi cabello o Isabel con nuestro Leo de la mano. Sí que puedo. Sólo necesito un minuto más. Reparo entonces en la presencia, junto al hombre que clama mi incapacidad, de tres tipos que visten exactamente igual, algo que por alguna extraña razón no me resulta ridículo. Parecen preocupados y me preguntan si estoy bien. El aire huele a cesped recién regado. Estoy mareado. A lo lejos oigo una voz que grita "¡levántate ya, cuentista!".
Fotografía de Katarzyna Widmańska.