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Dos efectos, dije. El segundo consiste en la alta tensión que me produce el viajar, tan extrema que para lograr atenuarla tan sólo me funciona una cosa: delinquir. Ayer en concreto, tras darle un par de vueltas a las diferentes opciones a mi alcance, opté al final por acercarme a una gasolinera de la Nacional 3 con mi Mustang del 75, un Cobra II al que quiero más que a mis hijas. Allí adquirí una lata de gasolina que a continuación fui derramando desde un surtidor de la gasolinera en cuestión hasta unos doscientos metros más allá, y desde esa distancia prudencial dejé caer sobre el inicio del charco mi mechero gris marengo de Reformas Hernán. La explosión fue de veras preciosa, en particular la primera llamarada de rebordes amarillos magníficos que vi penetrar como un puñetazo gaseoso en el imponente cielo azul. Por desgracia, al día siguiente observo que los fallecidos en tamaña explosión no han sido sumados al total de víctimas de la operación retorno, así que supongo que el objetivo gregario que perseguía, el de dejar de una vez por todas de ver cuantificadas de forma tan macabra las bondades del nuevo carnet por puntos, a todas horas, en todas partes, no ha sido alcanzado. Una pena, seguiremos perseverando.
La foto, del club Mustang islandés.