Llamo. Nada. Vuelvo a llamar. Nada. No me lo coge. Se ha enfadado y no me lo coge. Vuelvo a llamar. Nada. Oigo trompetas y me pongo melodramático. Tomo un paquete de tabaco que alguien dejó olvidado en casa y salgo a la terraza. Enciendo un cigarro. Fijo mi mirada en el horizonte. Mi mejor pose melancólica. Pero enseguida me aburro, y además hace frío, y yo es que no fumo. Así que vuelvo a entrar. Y me pregunto por qué me importará todo tan poco. Pienso en la enojada, que me gusta, mucho, por su verbo certero y sus maneras elegantes, y porque es simpática y dulce sólo cuando ha de serlo, y porque es bella como un demonio de bella. Pero ahora se enfada y me da igual, y hasta me cuesta fingir que me importa. Debería sentirme culpable, pero tan sólo me siento culpable de no sentirme culpable. Y el problema es que esto tampoco me da más igual que cualquier otra cosa. Ultimamente me manejo como un alexitímico, y todo me importa tan poco que apenas presto atención. Y después me cuesta situar los hechos en sus correctas coordenadas de espacio y tiempo. Intento relatar una anécdota muy reciente y descubro que no sé muy bien qué ha ido antes y qué después, y mezclo el recuerdo de la gente que me crucé aquí y allá, y luego de noche les sueño, y ya todo se convierte en un nudo que no hay manera de desenredar. Y el taxista es ahora el asistente a una fiesta, y la relaciones públicas de la agencia es la dependienta de la frutería, y la mujer del látigo no es esa sino aquella. Un lío de cojones.
Vuelvo a llamar. Esta vez sí descuelga. Habla con monosílabos y rehuye toda complicidad. Luce un enfado monumental. Y comienzo a hablar, y lo hago rápido y lo hago bien, y le quito hierro a las cosas por las que debiera disculparme y me disculpo por menudencias, y me muestro simpático y se resiste pero al final le arranco una sonrisa. Y se ríe y me dice que soy un hijo de puta y luego vuelve a reirse. Y al final quedamos para cenar en un japonés. Y miro el reloj y veo que aún podría acostarme y dormir un par de horas, a ver si se me pasa, pero no lo hago, que los despertadores los carga el diablo. Y me siento en el sofá y enciendo la tele y luego la apago y jugueteo con un cojín. Y comprendo que me precocupa más qué me voy a poner esta noche que cómo me va a recibir tras el maremoto, que me importa más qué voy a comer mañana que cómo me voy a ganar la vida los próximos cinco años. Y me pregunto por qué no me ha mandado ya a la mierda. Debiera haberlo hecho hace tiempo, debería hacerlo hoy, no entiendo por qué no lo hace.
viernes, febrero 29, 2008
martes, febrero 26, 2008
She gonna make you itch, 'cause she's the witch
Cuando llego a casa son las cuatro de la tarde. He quedado con Marta a las ocho en la puerta de un cine, por lo que decido dormir un par de horas, a ver si se me pasa. Me acuesto, pongo el despertador, cierro los ojos, y suena el despertador. Dos horas que han parecido dos segundos. Me siento aún más cansado que al acostarme. Ha sido una idea nefasta. Me levanto y pongo "Here are The Sonics". Mientras me ducho suena "The Witch", "Boss Hoss" mientras me afeito. Salgo de casa y a las ocho llego a la entrada del cine. Marta se da cuenta de que estoy hecho un asco, pero no dice nada. Compramos dos coca-colas y una bolsa de palomitas, y entramos en la sala. En cuanto tomo asiento descubro que no puedo pasar allí ni un segundo más, que preferiría que me insertasen clavos ardiendo entre las uñas a permanecer en ese asiento. Tengo que irme. Y tengo que hacerlo enseguida. Se lo digo a Marta.
- Pero cómo te vas a ir ahora, si acabamos de entrar.
- Lo siento. Tú quédate, en serio, luego te llamo.
- Joder, no me hagas esto.
- Lo siento. No puedo quedarme. Luego te llamo.
Salgo del cine casi a la carrera. Tomo aire. No sé qué otra cosa hacer que seguir andando, sin rumbo fijo. Tras un par de minutos caminando oigo la voz de alguien que me llama.
- Tú eres X, ¿verdad?
Es una muchacha con un peinado muy moderno, rubio platino salvo por un enorme mechón negro en el flequillo. Me abraza y dice "no sabes qué alegría me da verte". Su sonrisa me convence de que me encuentro ante el más bello ser del universo. Ante un ángel. Vuelve a abrazarme, y luego hace un gesto con la mano. Se acerca una amiga.
- ¡Hola!
Dicen que van a una fiesta y me preguntan si quiero ir con ellas, pero antes de que pueda responder me agarran cada una de un brazo y echan a andar. Hablan sin parar. Apenas un par de manzanas después llegamos a nuestro destino. Un portal viejísimo. Subimos tres pisos, sin ascensor, y entramos en una casa enorme, de techos altísimos. Una casa que parece decorada por un demente. Muebles del pleistoceno junto a complementos de Ikea. Tapizados de mil colores y lámparas de araña. Fotos familiares junto a posters de toreros. En medio del salón hay una gran mesa repleta de bebidas de todo tipo. Me presentan a la anfitriona, una chica bajita, pelirroja y con pecas hasta en las palmas de las manos. Me cuenta que celebra el fin de un proyecto, pero no entra en más detalles. Tampoco insisto. Me pongo una copa y me la bebo enseguida. Luego me pongo otra. Cada cierto tiempo la chica del mechón se acerca y me abraza.
- No sabes cómo me alegro de que hayas venido.
La gente entra en el baño de dos en dos. Un baño rosa, totalmente rosa. Las toallas, los sanitarios, las paredes, el suelo, la moldura de la mampara, todo rosa. Definitivamente, a quien ha decorado esta casa le falta un tornillo. Salgo del baño y veo a la pecosa agarrar una botella de ron y beberse la mitad de un sólo trago. Es fascinante. La gente aplaude. Quiero quedarme a vivir allí para siempre, en esa casa de locos. Me noto cansadísimo, y opto por sentarme en un gran sofá de color naranja. La falta de sueño comienza a pasarme factura, aunque se me ocurre que también es posible que alguien me haya echado algo en la bebida, un narcótico o algo, porque tengo la sensación de que todo a mi alrededor va cada vez más despacio. Todos se mueven cada vez más despacio, hablan cada vez más despacio. Me cuesta mantener los ojos abiertos. Cuando estoy a punto de quedarme dormido llega la pecosa y se sienta encima de mí. Es ligera como una pluma. Agarra mis manos y me obliga a rodear su cintura. Se acerca, pienso que me va a besar, pero lo que hace es morderme una oreja. Me hace daño. Se levanta, se va, y acto seguido un tipo que parece sacado del peor catálogo de H&M se sienta a mi lado.
- Menuda zorra está hecha, ¿verdad?
- No hables así.
- ¿Perdona?
- Que no la llames zorra, que delante de mí no se habla así.
Comienza a reirse como si acabase de oír la cosa más absurda del mundo, y luego se va. La chica del mechón vuelve y me abraza. "De veras, estoy contentísima de que hayas venido". Cada párpado me pesa una tonelada. La gente baila, pero apenas se mueve. La gente habla, pero apenas se les oye. Todo va tan despacio que parece a punto de detenerse. Me pregunto qué sucederá cuando todo se detenga. Todo va cada vez más despacio. Más despacio. Más. Despacio.
- Pero cómo te vas a ir ahora, si acabamos de entrar.
- Lo siento. Tú quédate, en serio, luego te llamo.
- Joder, no me hagas esto.
- Lo siento. No puedo quedarme. Luego te llamo.
Salgo del cine casi a la carrera. Tomo aire. No sé qué otra cosa hacer que seguir andando, sin rumbo fijo. Tras un par de minutos caminando oigo la voz de alguien que me llama.
- Tú eres X, ¿verdad?
Es una muchacha con un peinado muy moderno, rubio platino salvo por un enorme mechón negro en el flequillo. Me abraza y dice "no sabes qué alegría me da verte". Su sonrisa me convence de que me encuentro ante el más bello ser del universo. Ante un ángel. Vuelve a abrazarme, y luego hace un gesto con la mano. Se acerca una amiga.
- ¡Hola!
Dicen que van a una fiesta y me preguntan si quiero ir con ellas, pero antes de que pueda responder me agarran cada una de un brazo y echan a andar. Hablan sin parar. Apenas un par de manzanas después llegamos a nuestro destino. Un portal viejísimo. Subimos tres pisos, sin ascensor, y entramos en una casa enorme, de techos altísimos. Una casa que parece decorada por un demente. Muebles del pleistoceno junto a complementos de Ikea. Tapizados de mil colores y lámparas de araña. Fotos familiares junto a posters de toreros. En medio del salón hay una gran mesa repleta de bebidas de todo tipo. Me presentan a la anfitriona, una chica bajita, pelirroja y con pecas hasta en las palmas de las manos. Me cuenta que celebra el fin de un proyecto, pero no entra en más detalles. Tampoco insisto. Me pongo una copa y me la bebo enseguida. Luego me pongo otra. Cada cierto tiempo la chica del mechón se acerca y me abraza.
- No sabes cómo me alegro de que hayas venido.
La gente entra en el baño de dos en dos. Un baño rosa, totalmente rosa. Las toallas, los sanitarios, las paredes, el suelo, la moldura de la mampara, todo rosa. Definitivamente, a quien ha decorado esta casa le falta un tornillo. Salgo del baño y veo a la pecosa agarrar una botella de ron y beberse la mitad de un sólo trago. Es fascinante. La gente aplaude. Quiero quedarme a vivir allí para siempre, en esa casa de locos. Me noto cansadísimo, y opto por sentarme en un gran sofá de color naranja. La falta de sueño comienza a pasarme factura, aunque se me ocurre que también es posible que alguien me haya echado algo en la bebida, un narcótico o algo, porque tengo la sensación de que todo a mi alrededor va cada vez más despacio. Todos se mueven cada vez más despacio, hablan cada vez más despacio. Me cuesta mantener los ojos abiertos. Cuando estoy a punto de quedarme dormido llega la pecosa y se sienta encima de mí. Es ligera como una pluma. Agarra mis manos y me obliga a rodear su cintura. Se acerca, pienso que me va a besar, pero lo que hace es morderme una oreja. Me hace daño. Se levanta, se va, y acto seguido un tipo que parece sacado del peor catálogo de H&M se sienta a mi lado.
- Menuda zorra está hecha, ¿verdad?
- No hables así.
- ¿Perdona?
- Que no la llames zorra, que delante de mí no se habla así.
Comienza a reirse como si acabase de oír la cosa más absurda del mundo, y luego se va. La chica del mechón vuelve y me abraza. "De veras, estoy contentísima de que hayas venido". Cada párpado me pesa una tonelada. La gente baila, pero apenas se mueve. La gente habla, pero apenas se les oye. Todo va tan despacio que parece a punto de detenerse. Me pregunto qué sucederá cuando todo se detenga. Todo va cada vez más despacio. Más despacio. Más. Despacio.
jueves, febrero 21, 2008
Cuán rápido podré escapar de mí esta vez
Hacía tres vidas que no veía a mi amiga Leo, y la encontré bellísima, radiante y además le va fenomenal, y yo que me alegro. De hecho, me alegro de su éxito más que si fuese mío, lo que estimo supone un argumento en contra de mi legendario egocentrismo. ¿Es posible ser considerado tal, y al mismo tiempo alegrarse más de los éxitos ajenos que de los propios? No lo creo. Así que supongo que esto mío en el fondo no debe ser egocentrismo, sino mera vanidad. Otro pecado capital. Conmigo el asesino de Seven no sabría por donde empezar. Leo también es vanidosa, eso dice, y sus buenas razones tiene. Dos vanidosos tomando un café, dos vanidosos hablando de la vanidad, y también de otras cosas. Hemos llegado a la conclusión de que sólo hay dos países posibles, Francia y Japón; nos hemos conjurado para dejar las drogas, aunque estimamos que tan titánica tarea nos llevará unos años, que hay muchas; y luego hemos hablado de Javier Bardem, otro al que le va fenomenal. Hemos comentado unas palabras suyas acerca de este último personaje que tantas alegrías le está dando, de cómo hubo de construirlo a partir de un peinado metódico y una mirada acuosa, vacía, la mirada de un depredador, y de cómo en un momento dado del largo rodaje se vio sólo, el único español, apartado del resto, pasando las noches sólo en su apartamento, con su peinado metódico y su mirada vacía, reculando ante un personaje que amenazaba con devorar su espacio. Y yo me pregunto si no es eso un poco lo que nos sucede a todos, que no somos lo que realmente somos, sino una mezcla precaria de aquello que somos y de aquello que fingimos ser, por necesidad o por debilidad o por diversión o porque las cosas se dan como se dan, el personaje, diferentes tan sólo en cuanto a las proporciones con las que cada cual sostiene su ecuación. Supongo que lo saludable debe ser contener mucho de lo uno y lo justo de lo otro, pero en fin, eso, yo tan sólo lo supongo, pues uno es de los otros, de los que no acaban de distinguir lo que son, y de los que por eso mismo acaban siendo sólo personaje. Todo personaje. En la caricia, en el lamento, en el pentagrama, todo personaje, todo sombra.
lunes, febrero 18, 2008
Alopecia
Yo fui uno de esos niños a los que su madre llevaba siempre con el pelo largo. Supongo que de ahí viene todo. Mi madre me llevaba de la mano. "¡Ay, que niña más guapa! ¿cómo se llama?". Se llama Manolo. Acompañaba a mi madre a hacer la compra. "¡Ay, que ojitos tiene la nena!". Sí, la nena llamada Francisco Javier. Yo siempre le pedía a mi madre que me lo cortase, que quería ir como el resto de los niños, y ella siempre me respondía que cómo me lo iba a cortar, con lo bonito que lo tenía. Así que cuando tenía doce años me rapé, con la ayuda de un amigo, a escondidas. Cuando llegué a casa mi madre no esbozó un gesto de ¡pero qué te has hecho! ni otro de ¡te voy a dar una paliza!, sino uno muy diferente, la ira reemplazada por un vaticinio y un temor. Supo ver que aquello era sólo el comienzo, la primera de muchas. Por cierto, mi hermana de pequeña llevaba siempre el pelo muy corto, qué paradoja. Nadie se preguntaba si sería un niño, que los rasgos de los Bacharach son inequívocamente femeninos, pero sí que le ayudó a perfilar un carácter duro, bien diferente. La seguridad de las cosas en su sitio frente al caos de un flequillo a merced del viento, la franqueza de una mirada siempre en primer plano frente a la huida de unos ojos ocultos. Los pies en el suelo frente a las cosas al vuelo. Ahora ella dirige una clínica, y a mí no me obedece ni el mando a distancia. Ahora ella tiene un marido complementario y tres hijos preciosos, y yo tengo abrigos de seis tejidos diferentes y una pasta en cuerdas y maderas. Ahora ella conoce los secretos de la compenetración con sus semejantes, y yo tan sólo conozco el secreto para llenar mi cama de descerebradas. Ahora ella vive en la seguridad de una remuneración generosa y el conocimiento de cosas útiles, y yo vivo sometido a la dictadura de la imaginación, prisionero del terrorífico universo donde moran las dudas eternas. Bueno. No sé. Eso.
miércoles, febrero 13, 2008
Rinocerontes
Si he de tener fiebre, que sea mucha. Unas décimas son una invitación a la molicie y un subir cuatro pisos una maleta, un desperdicio. Pero pasar de cuarenta, eso ya es otra cosa. Eso es cordura, y es lucidez, y es miedo, y es recordar aquel Diciembre que duró hasta Marzo, aquello que es pasado y a la vez fatídico spoiler, recuerdo de un futuro aún por suceder. Una fiebre intensa es situarse cara a cara con el futuro y con el pasado y con los dos a la vez, y es preguntarse qué hubiera sido de mi vida si, y qué hubiera sido de mi vida si no. Avanzar sumergido en una hipérbole y abusar de esta puta manía de explicarme mediante perífrasis. Y me vuelvo insoportable, claro, demasiado arrojo, la atracción del abismo, demasiado recuerdo, sí, eso es, demasiado miedo. Tuve una novia que en lo más virulento de una de mis gripes se volvió a vivir con su madre. Otra esperó a que me quedase dormido y entonces me atizó con una escoba. No es broma. No le echo nada en cara, todo lo contrario, pobre, sus razones tendría. Por cierto, no sé por qué cuando tengo fiebre siempre sueño con rinocerontes. Qué tontería. No recuerdo haber visto nunca uno, siquiera en el zoo, así que supongo que será una licencia poética inferida, algún contagio lírico ajeno. Alguna canción mala, seguro. No lo sé. Pero el caso es que cierro los ojos y veo rinocerontes. No atacan, sólo pastan como vacas, y yo me siento y les miro y me aburro y luego les grito pero no se mueven. Y cuando me quiero levantar han pasado cuatro meses y todo es ya para siempre distinto. Despierto y me duele la cabeza y en la tele una señora elabora un marmitako y dice que sin prisa, que lo importante es hacer las cosas sin prisa.
lunes, febrero 11, 2008
jueves, febrero 07, 2008
Jet lag
Te ví en el Delic, sentada entre el calendario de pin-ups y el mapa de la Asia continental, tu melena negra tapizando de insolencia el púlpito de tus hombros desnudos. Estaban a punto de cerrar. Dudé un instante, pero finalmente esa mirada plena de villaverdes y la promesa de un futuro pluscuamperfecto me animaron a...
Demonios, qué sencillo es escribir mal. Vayan con cuidado, el ridículo acecha a la vuelta de cada esquina. En fin, esto, ya no me acuerdo por dónde iba. ¿Por dónde iba? Había un Enero y había una mujer, creo. Sí, eso es, una mujer. Una mujer de suculenta anatomía y personalidad enjuta. O igual no, igual era esa otra que exhibía un ardid en cada gesto y mucho callejeo en la mirada. No sé. Qué más da. Una. Todas bellísimas. Rubias o morenas, simpáticas o agrias, malas o peores. Bellísimas todas. Mal rayo les parta. Si no fuera por las mujeres yo hoy sería una persona muy diferente, una persona mejor. Yo hoy sería delegado de zona de la Balay, asesor contable de un ultramarinos o profesor de microeconomía. Algo sencillito, de pájaro en mano, catorce pagas y los viernes a las tres me piro. Esa idea tan pueril, junto a otras de similar jaez, se alborotaban hoy en mi cabeza mientras bajaba las escaleras de dos en dos, concentrado en el balanceo de mi flequillo y silbando "Comptine d'un autre été" como una adolescente tonta. Y entonces he perdido pie. Y me he caído. Tres escalones en total. Un estruendo. Estoy bien, nada, apenas un par de rasguños. Un brazo por aquí, una pierna por allá, y he ido a parar a los pies del niño de los del sexto quien, con esa facilidad que demuestran los críos para etiquetar obviedades, me ha dicho: "señor, se ha caído". No me digas, majete, he balbuceado, y a continuación no se me ha ocurrido otra cosa que, en mediocre intento de empatizar con el chaval, recomponerme fingiendo ser una criatura imprecisa, un humanoide, un transformer, trazando rotundos movimientos acompañados de lo que se pretendía la imitación de un sonido metálico, robótico. Un impulso con las manos. Fiu. En pie. Fiu. Cabeza arriba. Fiu. Brazos en ángulo recto. Fiu. Pero el niño de los del sexto, típico ejemplar de niño de los de hoy, de los que cambiaron el barro por la playstation y las peleas en el recreo por el échate una rebequita que te vas a resfriar, se me ha asustado. Y se ha echado a un lado, la espalda empotrada contra una pared, temblando de miedo. El muy maricón. Así que sin abandonar mi performance he pasado a su lado -pie derecho, fiu, pie izquierdo, fiu- y he abandonado el portal. A partir de hoy supongo que para ese niño el señor del noveno, ese del que su madre dice que hace mucho ruido, ya será, para siempre, un transformer. El vecino transformer. Trataré de estar a la altura.
Demonios, qué sencillo es escribir mal. Vayan con cuidado, el ridículo acecha a la vuelta de cada esquina. En fin, esto, ya no me acuerdo por dónde iba. ¿Por dónde iba? Había un Enero y había una mujer, creo. Sí, eso es, una mujer. Una mujer de suculenta anatomía y personalidad enjuta. O igual no, igual era esa otra que exhibía un ardid en cada gesto y mucho callejeo en la mirada. No sé. Qué más da. Una. Todas bellísimas. Rubias o morenas, simpáticas o agrias, malas o peores. Bellísimas todas. Mal rayo les parta. Si no fuera por las mujeres yo hoy sería una persona muy diferente, una persona mejor. Yo hoy sería delegado de zona de la Balay, asesor contable de un ultramarinos o profesor de microeconomía. Algo sencillito, de pájaro en mano, catorce pagas y los viernes a las tres me piro. Esa idea tan pueril, junto a otras de similar jaez, se alborotaban hoy en mi cabeza mientras bajaba las escaleras de dos en dos, concentrado en el balanceo de mi flequillo y silbando "Comptine d'un autre été" como una adolescente tonta. Y entonces he perdido pie. Y me he caído. Tres escalones en total. Un estruendo. Estoy bien, nada, apenas un par de rasguños. Un brazo por aquí, una pierna por allá, y he ido a parar a los pies del niño de los del sexto quien, con esa facilidad que demuestran los críos para etiquetar obviedades, me ha dicho: "señor, se ha caído". No me digas, majete, he balbuceado, y a continuación no se me ha ocurrido otra cosa que, en mediocre intento de empatizar con el chaval, recomponerme fingiendo ser una criatura imprecisa, un humanoide, un transformer, trazando rotundos movimientos acompañados de lo que se pretendía la imitación de un sonido metálico, robótico. Un impulso con las manos. Fiu. En pie. Fiu. Cabeza arriba. Fiu. Brazos en ángulo recto. Fiu. Pero el niño de los del sexto, típico ejemplar de niño de los de hoy, de los que cambiaron el barro por la playstation y las peleas en el recreo por el échate una rebequita que te vas a resfriar, se me ha asustado. Y se ha echado a un lado, la espalda empotrada contra una pared, temblando de miedo. El muy maricón. Así que sin abandonar mi performance he pasado a su lado -pie derecho, fiu, pie izquierdo, fiu- y he abandonado el portal. A partir de hoy supongo que para ese niño el señor del noveno, ese del que su madre dice que hace mucho ruido, ya será, para siempre, un transformer. El vecino transformer. Trataré de estar a la altura.
lunes, febrero 04, 2008
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