miércoles, febrero 13, 2008

Rinocerontes

Si he de tener fiebre, que sea mucha. Unas décimas son una invitación a la molicie y un subir cuatro pisos una maleta, un desperdicio. Pero pasar de cuarenta, eso ya es otra cosa. Eso es cordura, y es lucidez, y es miedo, y es recordar aquel Diciembre que duró hasta Marzo, aquello que es pasado y a la vez fatídico spoiler, recuerdo de un futuro aún por suceder. Una fiebre intensa es situarse cara a cara con el futuro y con el pasado y con los dos a la vez, y es preguntarse qué hubiera sido de mi vida si, y qué hubiera sido de mi vida si no. Avanzar sumergido en una hipérbole y abusar de esta puta manía de explicarme mediante perífrasis. Y me vuelvo insoportable, claro, demasiado arrojo, la atracción del abismo, demasiado recuerdo, sí, eso es, demasiado miedo. Tuve una novia que en lo más virulento de una de mis gripes se volvió a vivir con su madre. Otra esperó a que me quedase dormido y entonces me atizó con una escoba. No es broma. No le echo nada en cara, todo lo contrario, pobre, sus razones tendría. Por cierto, no sé por qué cuando tengo fiebre siempre sueño con rinocerontes. Qué tontería. No recuerdo haber visto nunca uno, siquiera en el zoo, así que supongo que será una licencia poética inferida, algún contagio lírico ajeno. Alguna canción mala, seguro. No lo sé. Pero el caso es que cierro los ojos y veo rinocerontes. No atacan, sólo pastan como vacas, y yo me siento y les miro y me aburro y luego les grito pero no se mueven. Y cuando me quiero levantar han pasado cuatro meses y todo es ya para siempre distinto. Despierto y me duele la cabeza y en la tele una señora elabora un marmitako y dice que sin prisa, que lo importante es hacer las cosas sin prisa.
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