viernes, febrero 29, 2008

El especialista

Llamo. Nada. Vuelvo a llamar. Nada. No me lo coge. Se ha enfadado y no me lo coge. Vuelvo a llamar. Nada. Oigo trompetas y me pongo melodramático. Tomo un paquete de tabaco que alguien dejó olvidado en casa y salgo a la terraza. Enciendo un cigarro. Fijo mi mirada en el horizonte. Mi mejor pose melancólica. Pero enseguida me aburro, y además hace frío, y yo es que no fumo. Así que vuelvo a entrar. Y me pregunto por qué me importará todo tan poco. Pienso en la enojada, que me gusta, mucho, por su verbo certero y sus maneras elegantes, y porque es simpática y dulce sólo cuando ha de serlo, y porque es bella como un demonio de bella. Pero ahora se enfada y me da igual, y hasta me cuesta fingir que me importa. Debería sentirme culpable, pero tan sólo me siento culpable de no sentirme culpable. Y el problema es que esto tampoco me da más igual que cualquier otra cosa. Ultimamente me manejo como un alexitímico, y todo me importa tan poco que apenas presto atención. Y después me cuesta situar los hechos en sus correctas coordenadas de espacio y tiempo. Intento relatar una anécdota muy reciente y descubro que no sé muy bien qué ha ido antes y qué después, y mezclo el recuerdo de la gente que me crucé aquí y allá, y luego de noche les sueño, y ya todo se convierte en un nudo que no hay manera de desenredar. Y el taxista es ahora el asistente a una fiesta, y la relaciones públicas de la agencia es la dependienta de la frutería, y la mujer del látigo no es esa sino aquella. Un lío de cojones.
Vuelvo a llamar. Esta vez sí descuelga. Habla con monosílabos y rehuye toda complicidad. Luce un enfado monumental. Y comienzo a hablar, y lo hago rápido y lo hago bien, y le quito hierro a las cosas por las que debiera disculparme y me disculpo por menudencias, y me muestro simpático y se resiste pero al final le arranco una sonrisa. Y se ríe y me dice que soy un hijo de puta y luego vuelve a reirse. Y al final quedamos para cenar en un japonés. Y miro el reloj y veo que aún podría acostarme y dormir un par de horas, a ver si se me pasa, pero no lo hago, que los despertadores los carga el diablo. Y me siento en el sofá y enciendo la tele y luego la apago y jugueteo con un cojín. Y comprendo que me precocupa más qué me voy a poner esta noche que cómo me va a recibir tras el maremoto, que me importa más qué voy a comer mañana que cómo me voy a ganar la vida los próximos cinco años. Y me pregunto por qué no me ha mandado ya a la mierda. Debiera haberlo hecho hace tiempo, debería hacerlo hoy, no entiendo por qué no lo hace.
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