lunes, mayo 05, 2008
Por todo el oro del mundo sí que lo haría
Lo más extraño no es que me encuentre en una calle que desconozco, sino que no tenga la menor idea de cómo he ido a parar hasta allí. No sé de dónde vengo ni hacia dónde me dirijo. No es una amnesia total, pues sé perfectamente quién soy, a qué me dedico y dónde vivo. Es sólo que no recuerdo qué hago en ese lugar, ni recuerdo las circunstancias que hasta ahí me han llevado. Se me ocurre que el causante pueda ser algún tipo de cortocircuito repentino producido en mi cerebro, e incluso se me ocurre que pueda haber sido la víctima de una abducción extraterrestre. Y me miro los brazos, en busca de señales de pinchazos. Qué tontería. Me siento desorientado, pero por encima de todo siento un frío interior intensísimo, similar a una sensación de pérdida, más cercana al desamparo que a la ausencia. Necesito abandonar esa calle, ya, ahora, y tomo la primera puerta que encuentro a mi derecha. Podía haber sido la de un portal o la de una mercería, pero es la de un club pequeñísimo, oscuro, con una barra a la izquierda y una cortina roja al fondo. Junto a la puerta hay un colombiano enorme, tras la barra un tipo con pajarita que lée un libro de bolsillo y al otro lado dos mujeres con medias de rejilla y un maquillaje excesivo. Pido algo de beber y una de las mujeres se me acerca. Me propone una conversación desastrosa, aburridísima, de sintaxis horrenda, pero enseguida se da cuenta de mi nula predisposición al prolegómeno y pasa a recitarme sus tarifas: el francés son treinta, el completo setenta, griego no hago. Entonces le explico lo que me sucede. Le digo que estoy perdido, y que no busco sexo sino una explicación. Pero se me ocurre que lo que sí podría usar es un abrazo, y le pido precio. Sonríe, y me dice que un abrazo me lo puede dar gratis. Hace un gesto, me acerco, y me abraza. Es un buen abrazo, de los que se concentran tanto en dar como en recibir, acompañado de palmadas en la espalda y un leve siseo como de madre que acuna. Luego se separa. ¿Y bien? Pero nada, sigo igual. Le digo que me disculpe, que ha sido un abrazo estupendo, que la culpa es mía, seguro, y que es muy difícil tratar una enfermedad que se desconoce. Ella no se da por vencida y llama a la otra mujer. Le explica la situación, pero ésta no es tan comprensiva y me espeta que ya conoce a los hombres como yo, que somos todos iguales y que si quiero un abrazo son diez euros. Se los doy, los guarda, y me abraza. El abrazo intenso de alguien dispuesto a ganarse hasta el último céntimo que recibe. Un buen abrazo, rotundo y repleto de determinación, como de dos buenos amigos que se reencuentran tras años sin verse. Se aparta. Me miran. ¿Y ahora? Nada. Niego con la cabeza, sin levantar la vista, vacío de palabras, un tanto avergonzado. Sugieren que quizás el problema resida en que ellas son más pequeñas que yo, y que quizás lo que necesite sea un abrazo más amplio, un abrazo que al margen de solidaridad me ofrezca cobijo. Y llaman al colombiano. Se lo explican todo y para mi sorpresa no hace el menor gesto de incomodidad o extrañeza. Tan sólo se acerca y me rodea con sus brazos. Luego comienza a apretar.
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