jueves, diciembre 13, 2007

La receta de la pularda rellena de no sé qué

Me llama Eva y me dice que este año la cena es en su casa y que ni se me ocurra hacer una de las mías. Me he hecho el tonto, claro, y ella entonces ha pasado a recitar una lista interminable de agravios y espantadas. Algunas ni las recordaba. Que si el año pasado tuvo que ir Héctor a sacarte de casa, que si hace diez nos pasamos la noche en un hospital. Dice que este año va a hacer pularda y que lleva un mes ensayando para que le quede rica, y que ya casi lo tiene, y que hermano no me jodas que con mis pulardas no se juega. Eva lo hace mucho, eso de ponerse prosaica, toda pies en el suelo y bolso a juego con los zapatos, pero yo sé bien que en su nuca lleva la marca del diablo y que cuando todas las luces se apagan algo en su interior se licua y desata tormentas generosas en aparato eléctrico. Porque las maldiciones son hereditarias, todas las maldiciones. Y no como el color de ojos o la propensión al despiste, que con las maldiciones no hay salto generacional que valga. Las maldiciones son un sí o sí, y son un hoy sí y mañana mucho más. En todo caso, este año trataré de ser obediente y no faltar a la cita, aunque sólo sea porque su marido es muy alto y me puede. En otro orden de cosas, también podría comentarles que ayer acompañé a Marta a hacer sus compras navideñas, y que en un entrañable momento de escaparate le confesé que le tengo echado el ojo a un conjunto de lencería que seguro le queda divino. Pero ella respondió que está muy feo eso de hacerse regalos a uno mismo en la persona de otro, y que regalarle lencería a una mujer es como regalarle a una madre una máquina de coser o a un hijo un scalextric. Y, demonios, me pareció muy bien visto. Hay días en los que uno sale al huerto para tan sólo cosechar derrotas.
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