Me llama Eva y me dice que este año la cena es en su casa y que ni se me ocurra hacer una de las mías. Me he hecho el tonto, claro, y ella entonces ha pasado a recitar una lista interminable de agravios y espantadas. Algunas ni las recordaba. Que si el año pasado tuvo que ir Héctor a sacarte de casa, que si hace diez nos pasamos la noche en un hospital. Dice que este año va a hacer pularda y que lleva un mes ensayando para que le quede rica, y que ya casi lo tiene, y que hermano no me jodas que con mis pulardas no se juega. Eva lo hace mucho, eso de ponerse prosaica, toda pies en el suelo y bolso a juego con los zapatos, pero yo sé bien que en su nuca lleva la marca del diablo y que cuando todas las luces se apagan algo en su interior se licua y desata tormentas generosas en aparato eléctrico. Porque las maldiciones son hereditarias, todas las maldiciones. Y no como el color de ojos o la propensión al despiste, que con las maldiciones no hay salto generacional que valga. Las maldiciones son un sí o sí, y son un hoy sí y mañana mucho más. En todo caso, este año trataré de ser obediente y no faltar a la cita, aunque sólo sea porque su marido es muy alto y me puede. En otro orden de cosas, también podría comentarles que ayer acompañé a Marta a hacer sus compras navideñas, y que en un entrañable momento de escaparate le confesé que le tengo echado el ojo a un conjunto de lencería que seguro le queda divino. Pero ella respondió que está muy feo eso de hacerse regalos a uno mismo en la persona de otro, y que regalarle lencería a una mujer es como regalarle a una madre una máquina de coser o a un hijo un scalextric. Y, demonios, me pareció muy bien visto. Hay días en los que uno sale al huerto para tan sólo cosechar derrotas.
jueves, diciembre 13, 2007
La receta de la pularda rellena de no sé qué
Me llama Eva y me dice que este año la cena es en su casa y que ni se me ocurra hacer una de las mías. Me he hecho el tonto, claro, y ella entonces ha pasado a recitar una lista interminable de agravios y espantadas. Algunas ni las recordaba. Que si el año pasado tuvo que ir Héctor a sacarte de casa, que si hace diez nos pasamos la noche en un hospital. Dice que este año va a hacer pularda y que lleva un mes ensayando para que le quede rica, y que ya casi lo tiene, y que hermano no me jodas que con mis pulardas no se juega. Eva lo hace mucho, eso de ponerse prosaica, toda pies en el suelo y bolso a juego con los zapatos, pero yo sé bien que en su nuca lleva la marca del diablo y que cuando todas las luces se apagan algo en su interior se licua y desata tormentas generosas en aparato eléctrico. Porque las maldiciones son hereditarias, todas las maldiciones. Y no como el color de ojos o la propensión al despiste, que con las maldiciones no hay salto generacional que valga. Las maldiciones son un sí o sí, y son un hoy sí y mañana mucho más. En todo caso, este año trataré de ser obediente y no faltar a la cita, aunque sólo sea porque su marido es muy alto y me puede. En otro orden de cosas, también podría comentarles que ayer acompañé a Marta a hacer sus compras navideñas, y que en un entrañable momento de escaparate le confesé que le tengo echado el ojo a un conjunto de lencería que seguro le queda divino. Pero ella respondió que está muy feo eso de hacerse regalos a uno mismo en la persona de otro, y que regalarle lencería a una mujer es como regalarle a una madre una máquina de coser o a un hijo un scalextric. Y, demonios, me pareció muy bien visto. Hay días en los que uno sale al huerto para tan sólo cosechar derrotas.
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