sábado, diciembre 22, 2007

Pero las pierdo de vista porque pasan deprisa

Cuando Eva llega, Marta y yo estamos analizando la posible relación entre la lectura de los posos del café y la teoría de cuerdas. Ahí, con dos cojones y un platillo de churros. Eva ha llegado, decía, me ha dado dos besos, le ha echado un vistazo a Marta, y me ha dedicado una mirada de una enorme condescendencia. Luego Marta ha exhibido su acento, segurísimo y desapasionado, desafectado y libre de todo artificio, y la condescendencia ha desaparecido. No, vale, perdona, que ésta sí tiene coco. He comenzado a pensar que debe ser un fastidio vivir bajo tal presunción de idiotez, que eso a los hombres no les pasa, y a continuación me he elevado un par de metros sobre mi mismo, me he mirado de lejos, y me he dicho "ese de ahí abajo, el de la bufanda negra, ese, es gilipollas". Mírale, presa del truco más viejo del mundo, hechizado por la hermosura, transformado en un baboso. Y es que la belleza, por conmovedora, desborda atenciones y convoca sentimientos de solidaridad fuera de lugar hasta hacernos creer que los problemas de las guapas son más problemas precisamente por eso, porque son guapas. "Es que la gente me toma por tonta". Qué horror. Que cierren los centros comerciales. Que decreten el estado de excepción. Enseguida he vuelto a mi cuerpo, y Marta y Eva ya hablaban de regalos navideños. Mi hermana me ha dicho que, de mis sobrinos, el pequeño quiere un camión, la mediana una pizarra y unas tizas, y la mayor "la guitarra del tito". He dicho que vale, que bien, que podía comprar una de esas réplicas de bi-bi-bizac, pero mi hermana me ha dicho que nones, que la niña quiere una de verdad, y no cualquiera: quiere "la que tiene los dibujos así". Así que problema habemus. Porque esa guitarra me costó un riñón. Así que a ver qué hago yo ahora, con lo cabezona que es, para convencerla de que le viene mejor algo más modesto. No sé. Igual aprovecho y para financiar el desembolso empeño esa reliquia de maderas y tallados que me contempla desde la estantería como si fuese un santo antiguo o la foto de un hijo emigrado, ese trocito de recuerdo sin el cual mi vida sería hoy, sin duda, diferente y, seguro, mucho más sencilla.
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