jueves, octubre 15, 2009

Aitana Sánchez-Gijón

Si ahora mismo me preguntasen por mi mujer ideal, diría que es una mujer de belleza discreta, de vestir meditado aunque levemente conservador, en el ánimo la herencia de una infancia sin sobresaltos, apreturas ni exigencias fuera de lugar, la clase de mujer que cuando dan las once comienza a bostezar y para quien el sábado noche ideal consiste en ver una peli en casa con la cabeza apoyada en tu hombro mientras da cuenta de una cuatro estaciones. Sin embargo, un simple vistazo a mi trayectoria me encontrará junto a mujeres de apariencia cegadora, rompecuellos con gafas de Prada y cuarenta pares de zapatos, en el ánimo la herencia de una adolescencia traviesa y una juventud aventurera, la clase de mujeres que cuando dan las once preguntan "¿pillamos?" y para quienes el sábado noche ideal habrá de incluir el exhibirse, el medirse, el interactuar y el arriesgar todo lo posible. El por qué de esta diferencia entre lo que se desea y lo que se tiene quizás se halle en que uno no es tanto todo aquello que quiere ser como el anverso de todo aquello que no puede ser, aunque lo más probable, en mi caso concreto, es que el hecho de disponer de una personalidad fundamentada en principios morales tan livianos provoque el que me baste con contarme la misma mentira dos veces (mi mujer ideal es así) para que acabe por creermela.
O quizás esté siendo demasiado duro conmigo mismo. Alguien tiene que serlo.
Al hilo de todo esto, últimamente pienso mucho en esas personas que componen lo que se podría llamar la cara oculta de tu mundo. Seres que por circunstancias laborales, intelectuales y sociales no tienen la menor posibilidad de aparecer en tu vida, y que por ambiciones, ilusiones y modos acaban por conformar un negativo perfecto de tu persona. Gente que si tenemos la desgracia de encontrar frente a frente por medio de alguna de esas diabólicas puertas inter-mundos (una sucursal de La Caixa, una boda de acompañante, una desafortunada combinación de palabras en Google), nos hará constatar en cada una de sus virtudes el reflejo de nuestros mayores defectos, en cada una de sus habilidades el reverso perverso de cada una de nuestras taras. Todas nuestras verguenzas hechas persona. El horror. Nadie necesita que vengan a restregarle todo aquello que jamás podrá llegar a ser.
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