Cuando llego a casa enciendo el ordenador. No puedo dormir. Normal. En el escritorio me topo con el icono de un juego que Zoe se dejó instalado, y como me sucede siempre que algo huele a ella rememoro por un instante ese pretexto mío. Hago doble click. El juego en cuestión se desarrolla en primera persona, aunque lo único que alcanzo a ver de mí mismo es el extremo del cañón de un arma. El fin no queda muy claro, pero sí el medio para conseguirlo: el arrebato animal, la violencia indiscriminada. La acción se desarrolla en los laberínticos pasillos de una enorme fortaleza de hormigón y la ambientación es extremadamente oscura. Tras unos instantes de calma llego a una gran sala, y entonces, desde todos los flancos, comienzan a surgir tipos con vestimenta militar que, sin mediar provocación, me atacan. Parece evidente que la única forma de escapar a la encerrona consiste en abrir fuego, pero no acaba de convencerme la idea. Me pregunto si quienes me disparan no serán en el fondo otros insomnes circunstanciales que, como yo, quedaron con quien no debían y luego no pueden dormir y encienden el ordenador y ven un icono desconocido y hacen doble click. Sin saber muy bien cómo, milagrosamente, escapo a una muerte segura. Y sigo avanzando. Más calmado, caigo en la cuenta de que quienes me acaban de disparar lo hacían sin albergar el menor temor por su vida, expuestos abiertamente a mi munición, sin parapeto, presa de un odio suicida. Y, confundido, me pregunto si no será mi atuendo aquello que les resulta tan ofensivo, por lo que decido comenzar a vagar por los oscurísimos pasillos, sigiloso, a la búsqueda de un espejo en el que poder contemplarme. Pero por más que busco no encuentro ninguno. Giro a la derecha, giro a la izquierda. Nada. Así que finalmente decido dejar el mando sobre la mesa, levantarme de la silla, y acercarme al espejo más cercano. Escruto mi reflejo. El pelo revuelto, el gesto desvencijado, la madrugada en la mirada. No me extraña que me disparen.
Vuelvo la vista hacia el monitor. La pantalla ha comenzado a enrojecer. Es mi sangre. Al parecer me han alcanzado. La herida pinta mortal, por lo que haciendo uso de mi último aliento, entre estertores, a toda velocidad, alcanzo el botón del reset del ordenador, lo presiono y burlo así mi destino. De nuevo.
Quedo en silencio. A oscuras. Es tarde. Muy tarde. A estas horas el silencio es estruendoso.
Malherido, comprendo que en el conflicto bélico que está a punto de desatarse seré de los primeros en caer. Esta guerra inminente se llevará por delante a todos los violinistas.
miércoles, mayo 06, 2009
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