miércoles, abril 29, 2009

Podrido

De cuando en cuando llega un día de esos en los que todo sale mal, días en los que las cosas se tuercen en cuanto te levantas y no dejan de empeorar hasta que te acuestas. Días en los que todo, en lo laboral, lo personal, lo sentimental y hasta lo cotidiano, acaba en fracaso cuando no en ridículo. Días en los que cada desastre se suma al anterior para alimentar el siguiente. En esos días lo natural es querer meterse en la cama lo antes posible y mañana será otro día, pero en cambio a mí me gusta alargarlos. Ya que voy a chocar, que sea contra un camión cargado de líquido inflamable. Así que tras padecer uno de esos días he llamado a Laura. Ultimamente lo hago demasiado, mala cosa, pues suelo considerar la frecuencia con la que quedo con ella un termómetro de mi propio bienestar. Cuanto más deseo verla, peor me encuentro. Porque Laura es una de esas mujeres con las que todo el mundo quiere estar, pero a las que resulta muy difícil soportar. Su ética es desastrosa y su humanidad muy discutible. Es tan superficial que a veces me pregunto si de veras habrá algo bajo ese precioso chasis. Estoy siendo muy duro, lo sé, pero no me lo tomen a mal, pues en realidad de quien hablo es de mí mismo. Porque en el fondo ambos somos iguales, con la única diferencia de que yo aprendí a disimular.
He llamado a Laura y hemos quedado donde siempre, un lugar que antes era un bonita cafetería pero ahora es una tienda de telefonía, así que la he esperado junto a la puerta. Ha aparecido con un look de "me he puesto lo primero que he encontrado", cosa del todo imposible, pues Laura nunca deja al azar nada de lo relacionado con su aspecto. Lleva unas botas negras de altura media, desgastadas en parte frontal y correas de los laterales, ofreciendo un fingido aspecto de viejo. Botas que tapan la parte inferior de un pantalón ajustado y estampado en cuadros escoceses. Una camiseta larga de manga corta en color plomo con la leyenda NO DISCO en letras plateadas. Un jersey de lana gris anudado a la cintura. Gafas caras de montura fina y dorada con grandes cristales color crema. Y una pieza de madera con la que se recoge el pelo, recogido que a lo largo de la noche hará y deshará no menos de cien veces. Está tan guapa que me sobreviene un ataque de hipo. Nos damos dos besos, y me confiesa que tampoco tiene un buen día, que le han dado a otra algo que a ella le apetecía mucho, que no está de buen humor, y lo demuestra enseguida, cuando al cruzarnos con una mujer embarazada que camina junto a quien parece ser su madre se gira hacia mí y se pregunta quién será el mediocre que ha preñado a semejante adefesio. Y yo, lejos de afear sus palabras, me río, pues en realidad hoy me vale hasta el más grueso de lo humores, cualquier cosa con tal de no hablar de mí mismo. Así que tras visitar a nuestro médico de cabecera acabamos perdiéndonos en cien bares en los que nos dedicamos a hacer bromas de gordos, de negros, de funcionarios, de futboleros, de parados, de cinéfilos, de pro-abortistas, de fans de Fernando Alonso, de gente con gafas, de médicos sin fronteras, de turistas, de retrasados mentales, de tetrapléjicos, de cajeras de supermercado, de tartamudos y de niños huérfanos. Y habrá quien quiera ver en ello no la frivolidad que cabe esperar de dos seres podridos, sino el grito de auxilio, el canto de soledad, de dos personas que puede que tengan muchas cosas pero carecen de cualquiera de las importantes. Pues muy bien.
A eso de las cuatro de la madrugada nos topamos con un silencio. No sabemos de qué más podríamos hablar que no sea de nosotros mismos y de nuestro horrible día, y comprendemos que lo natural es que ahora vayamos a mi casa o a la suya y nos acostemos juntos. Así que salimos del último bar, nos damos un beso astringente, y luego ella detiene un taxi y yo detengo otro, y nos vamos cada uno por nuestro lado. Que lo de chocar con un camión cargado de líquido inflamable queda muy bonito decirlo, pero luego hay que tener cojones para hacerlo.
Cuando llego a casa enciendo el ordenador. No puedo dormir. Normal.
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